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Marcados
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Libro electrónico343 páginas7 horas

Marcados

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La belleza tiene un precio.

En un mundo lleno de hermosos clones, Mina Hart es una marcada. Sus genes no tienen valor, por lo que tampoco tiene derechos. No tiene derecho a la educación, a tener una vida normal ni a tener hijos.

Mina tiene un peligroso secreto que nunca pensó poder compartir con alguien hasta que conoce a Ángela en su primer día en la escuela San Judas. Su amistad se vuelve complicada a causa de Daniel, el hermano adoptivo de Ángela. A Mina le atrae su misterioso poder y su naturaleza impulsiva. También está Sebastián, un hermoso clon con quien Mina tiene prohibido hasta hablar.

Marcados es la aterradora introducción a un futuro fracturado donde el Ministerio de Perfeccionamiento Genético ha tomado el control de Gran Bretaña. Prepárate para un viaje lleno de aventura, romance y rebelión.

Primer libro de la popular serie Marcados.

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento30 dic 2014
ISBN9781633399259
Marcados

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    Marcados - Sarah Dalton

    1

    ––––––––

    Una vez mi madre me contó la historia de una princesa. Todo comenzó cuando se encontraba atrapada en un castillo. Mi historia da inicio con mi cabeza dentro del inodoro.

    Era mi primer día en el Área 14 y mi oportunidad de dejar una buena primera impresión en la escuela apropiadamente llamada San Judas. Cualquier escuela con alumnos marcados merecía tener como patrón al santo de las causas perdidas. Me aproximé al antiguo edificio victoriano con un sentimiento de esperanza; este era un nuevo comienzo, una oportunidad de al fin poder hacer amigos, pero ese mismo sentimiento de esperanza me abandonó antes de que pasara una hora. Una hora era el tiempo que las perfectas habían dejado pasar antes de empujar mi cabeza dentro del inodoro y tirar de la cadena.

    Su delgada mano apretaba mi cráneo y el agua succionaba mi cabeza, inundando mi nariz. Mis dedos luchaban contra la porcelana del inodoro mientras me ahogaba. En ese momento creí que así era como moriría; con mi cabeza siendo succionada por el drenaje. Entonces estuve a punto de volverlo a hacer. Mis dedos se retorcieron y sentí la urgencia de hacer la única cosa que mi padre me había aconsejado nunca hacer. Algo que haría que nos mataran.

    —Ahora conoces tu lugar, manchada —dijo la chica. Me liberó de su agarre y jadeé en busca de aire—. La próxima vez no te soltaré.

    El pisar de sus zapatos repiqueteó contra el azulejo mientras las chicas se alejaban riéndose. Mis temblorosas piernas me levantaron del suelo y cuando llegué al lavamanos respiré profundamente, tratando de calmar mi acelerado corazón y reprimir la creciente decepción dentro de mí. Se suponía que este era mi nuevo comienzo lejos del Área 10. Me quité el pañuelo que llevaba en la cabeza y reí. Creía que al mudarme aquí estaría a salvo. Como mi padre decía: «Hui del fuego y caí en las brasas».

    —Si no soportas el calor... murmuré para mí.

    —¿Estás bien?

    Salté del susto. Cuando volteé, vi a una chica de tez oscura observarme con ojos tímidos y una encantadora sonrisa que dejaba ver un espacio entre sus dientes frontales. En su túnica negra portaba el símbolo de los marcados; un círculo que contenía una cruz sencilla que nos recordaba que éramos algo con que la sociedad tenía que cargar. Justo como lo era yo. Ella era de complexión ligeramente robusta, con unos preciosos ojos castaños y calculé que debía tener catorce, tal vez trece años.

    —Siento no haber intervenido... —su voz se fue apagando y desvió la mirada hacia sus manos, las cuales no dejaban de asediar las largas mangas de su túnica.

    —No te preocupes —dije—. No tiene caso que nos golpeen a las dos. —Forcé una sonrisa para demostrarle que no le tenía resentimiento alguno por ello. Después de todo, necesitaba al menos a un aliado en esta horrible escuela. Me dirigí nuevamente al lavamanos y exprimí mi empapado pañuelo.

    —Es sólo que... bueno, estos baños están reservados exclusivamente para los perfectos y entré sólo porque estaba desesperada —divagó la chica—. Elena Darcey es una arpía. Cree que es la dueña de la escuela porque es posible que tenga la oportunidad de ir a Londres.

    Un rayo de energía recorrió mi espalda. Tenía que recordar mantener las manos ocupadas.

    —¿Segura que estás bien? —preguntó la chica. Su rostro se contrajo con preocupación.

    —Completamente —mentí.

    —Por cierto, soy Ángela. —Se acercó a mí, pero no me di la vuelta, sólo la observé a través del espejo del baño—. Tú debes ser Mina Hart, la nueva chica. —Rio con discreción—. Llegan muy pocas chicas nuevas a San Judas. Bueno, no tenemos chicas nuevas que sean marcadas. Déjame ayudarte, es lo menos que puedo hacer.

    Ángela tomó el pañuelo de mis dedos y lo extendió bajo el secador de manos. La tela oscura se agitó, lo cual me recordó a la bandera de la resistencia. Había visto fotografías de las protestas una vez, las que mi padre me había mostrado. Entonces pensé en ella y tuve que cerrar los ojos para recobrar el autocontrol.

    —¿Las cosas siempre son así aquí? —pregunté alzando la voz sobre el ruido del secador de manos.

    —Elena no es nada comparado con los profesores —Ángela respondió con un suspiro cansado—. Si le respondes a los perfectos, la Asesinatrol hace que las marcadas realicen labores de limpieza después de clases.

    —¿Asesinatrol?

    —Así es como llamamos a la señora Murgatroyd. Sabrás el por qué cuando la conozcas. —Los ojos de Ángela se ampliaron para reforzar su punto, el blanco de su vista resaltó sobre su tez oscura. Me devolvió el pañuelo, el cual estaba tibio y suave. Lo coloqué en su lugar. Mis dedos trabajaron rápidamente en los pliegues y Ángela asintió a manera de aprobación—. Listo. Parece que no le ocurrió nada. Vamos, te llevaré a la cocina. Estarás a salvo conmigo.

    Me guio a través de los pasillos de la anticuada escuela, donde las voces hacían eco. Resultó ser que había deambulado por la sección de los perfectos, lugar en el cual no se les permitía estar a los marcados. El Ministerio era muy estricto con las segregaciones; por lo menos así era la situación en las escuelas, donde los marcados tenían su lugar y los jóvenes del Ministerio —o perfectos, como los llamábamos— tenían todo el espacio que restaba.

    La mayor parte del diseño de la escuela San Judas era victoriano, el mismo que en algún momento llegó a separar a las chicas de los chicos. Incluso había dos entradas y el Consejo Directivo de la escuela las usaba para asegurarse de que los perfectos y los marcados nunca se mezclaran. Mientras Ángela me llevaba por los corredores y abría puertas, era bastante claro que nos encontrábamos en el área de los marcados por las paredes sucias y descarapeladas. Noté que nuestro símbolo estaba pintado con esmero en la puerta de un salón de clases, el único espacio con pintura fresca.

    —¿Cómo son tus clases? —pregunté.

    —Muy comunes —dijo encogiendo los hombros—. Labores de cocina, costura, clase de limpieza y educación sexual. Jardinería en primavera.

    Asentí. Las mismas clases que había tenido en el Área 10. Con el corazón encogido me di cuenta de que a pesar de haber huido de mi antigua casa, todo sería igual que siempre. Descubrirían mi secreto y entonces tendríamos que huir nuevamente, dejando atrás a mis amigos y a mi casa.

    —Disculpen, creo que me perdí.

    El sonido de una voz masculina en los corredores de las marcadas nos sobresaltó a las dos y nos giramos al mismo tiempo. Nuestras cabezas hubieran chocado de no haber sido porque mi pañuelo se había atorado en un clavo que sobresalía de la pared a mi derecha. Esto hizo que me echara hacia atrás, rompiendo el pañuelo y dejando que mi húmedo cabello cayera sobre mi rostro. Grité y me estiré, pero el pañuelo estaba atorado.

    —¿Puedo ayudarte con eso? —preguntó el chico.

    Era un joven del Ministerio, tenía que serlo. No había marcados con una piel tan perfecta. Tendría más o menos mi edad —quince años— y era de ojos negros y cabello castaño. Tenía un aspecto esculpido en el rostro que por lo general los perfectos preferían; pómulos altos y una mandíbula fuerte que con frecuencia hacía que parecieran crueles, pero esta vez las mejoras se habían detenido en el momento exacto para que su atractivo físico lograra balancearse.

    —No —contesté con aspereza—. No puedes ayudarme. —Coloqué una mano con la palma hacia arriba a manera de advertencia entre nosotros. El chico tenía que conocer los límites entre los marcados y los perfectos. Me preguntaba por qué estaba siendo tan amable.

    Ángela me ayudó con el pañuelo y nuestros dedos trabajaron juntos en el enredo.

    —Tienes que ir al fondo del pasillo, da vuelta hacia la izquierda y cruza a través de las puertas giratorias para ir al lado de los perfectos —dijo Ángela con rapidez. Sus ojos nunca hicieron contacto con los de él—. No deberías estar hablando con nosotras.

    —Lo siento —respondió él—. Es sólo que es mi primer día aquí y no sé cómo...

    Finalmente liberé el pañuelo del clavo y cubrí mi cabello con rapidez. —Somos marcadas y tú eres un perfecto.

    —Mi nombre es Sebastián —dijo ignorando mi advertencia. Sostuvo su mano en el aire a modo de saludo—. ¿Cómo te llamas?

    No sé si era la sorpresa de que un perfecto quisiera saber mi nombre o la manera en que los ojos de Sebastián buscaban los míos; no lo sé, pero le di la mano. Al instante sentí la calidez de su piel. Sentí un hormigueo en las puntas de mis dedos y brazos.

    —Mi nombre es Mina —suspiré—. Mina Hart.

    —Qué hermoso nombre —confesó.

    No lo pude controlar por más tiempo. Mis dedos se crisparon de nuevo y la puerta que estaba a nuestras espaldas se abrió casi derribando a Ángela. Rompí el contacto visual con Sebastián y me retiré con timidez, consciente de mis sonrojadas mejillas y el pañuelo desaliñado. Sebastián sonrió y se alejó, dejándonos solas en el pasillo. Al menos pensaba que estábamos solas. Cuando volteé hacia la entrada de la cocina, noté que alguien nos estaba observando.

    Una mujer de mediana edad, delgada al extremo y con harina en el rostro, estaba parada en la entrada de la cocina con los brazos cruzados firmemente en su abultado pecho. Ella era exactamente el tipo de mujer que había visto en la parte de los ricos del Área 10 —las madres de la primera generación de clones, quienes esperaban ser tan hermosas como sus genéticamente perfeccionadas hijas—. Nunca podrían pertenecer al Ministerio, así que dependían de un cirujano para los cortes, injertos, silicona y el bótox que utilizaban hasta que sus rostros se fueran cóncavos y sobresalieran de manera cómica.

    No había nada cómico sobre esta mujer. La expresión de su mirada hacía que se me congelaran los huesos. El colágeno en sus labios hacía que su boca luciera holgada y brillante, como una babosa dentro de piel flácida. Sus pómulos eran muy altos y se abombaban hacia arriba hasta desaparecer en sus mejillas. Su frente tenía el tipo de calidad que el de una muñeca barata o de una cinta adhesiva estirada. Un brote de rizos rojizos salía de su cabeza con un estilo rebelde y feroz que me recordaba a Boudicca, una mujer guerrera de tiempos antiguos. No se dirigió a nosotras con palabras, sólo nos hizo un gesto con el dedo y desapareció por la puerta. Ángela me miró y escuche cuando tragó saliva.

    Reprimí un escalofrío y al instante supe que uno no se debía meter con esta mujer; supe que ella no aprobaría que una chica marcada tocara a un chico del Ministerio y fue en ese momento que me di cuenta de cuán terrible había resultado ser mi primer día en San Judas.

    Bueno, al menos la situación no podía ser peor —pensé para mí.

    2

    ––––––––

    —¿Cuándo te realizarán la operación? —preguntó Ángela.

    Mi cuchillo flaqueó. Estaba cortando un pedazo de cebolla y el filo había pasado peligrosamente cerca de mis dedos. Estábamos en la cocina preparando la comida para los perfectos. En el Área 14, como en cualquier otra área fuera de Londres, una escuela para marcadas significaba que ahí se aprendía a cómo ser sirviente, cocinera, limpiadora, asistente personal y niñera; en conclusión, a cómo ser una esclava.

    —Dentro de seis meses más o menos —contesté. Sonreí con seriedad y agregué: —Todo será mejor después de la operación. ¿Estás emocionada?

    Por un momento vi un destello en los ojos de Ángela, algo que me dio esperanza. Poco después, el brillo desapareció, siendo reemplazado por una mirada cristalina y acuosa a causa del efecto de la cebolla. —Por supuesto. Es un gran regalo por parte del Ministerio, pero a mí me quedan otros quince meses. Tan sólo tengo catorce años.

    A pesar de su edad, Ángela tenía un aire de madurez, el tipo de madurez que sólo se obtenía de la experiencia en la vida, de la dificultad y del dolor. Todas las cosas que los marcados conocían muy bien.

    Miré alrededor de la cocina, observando a mis compañeras. Éramos cerca de una docena en total, todas mujeres, ya que a los hombres marcados se les enviaba a realizar otros trabajos, pero todos se concentraban en sus deberes. Quizá nuestra edad, altura, complexión y color de tez variaban, pero todas vestíamos el símbolo de los marcados; el mismo uniforme en forma de una túnica negra y un pañuelo para la cabeza del mismo color. Todos portábamos la misma expresión adusta.

    Después de que Sebastián me había saludado de manos en el pasillo, los nervios se habían apoderado de mis pensamientos. Había sido muy estúpida al haber perdido la compostura de esa forma. Después de todas las lecciones que me había enseñado mi papá sobre cómo aprender a mezclarme y no atraer atención hacia mí, lo primero que había hecho en la escuela era enseñarle el cabello a un perfecto e incluso saludarlo con la mano.

    Esperaba una gran reacción por parte de la profesora —un castigo o un humillante regaño—, pero no se había vuelto a dirigir hacia nosotras. Sólo nos observaba desde la parte frontal de la cocina. Ocasionalmente caminaba entre los alumnos para vigilarnos, sus zapatillas repiqueteaban contra las tablas de madera del piso y no nos perdía de vista.

    —Una hora para servir la comida —anunció la señora Murgatroyd. El sonido de su voz envió un rayo de electricidad por mi espalda. No había nada severo en sus palabras, pero su tono frío me aterraba. Con alivio vi cómo recorrió la habitación a zancadas y se fue.

    —Ella en verdad da miedo —le confesé con voz baja a Ángela.

    —Eh, ¿chica nueva?

    Giré hacia la persona que me hablaba, una chica de apariencia dura con ojos castaños amenazantes. En una mano sostenía un largo cuchillo para picar y en la otra una zanahoria. Si no tuviera la zanahoria, se vería muy intimidante —pensé para mí.

    —¿Qué piensas que haces tocando a los perfectos de esa manera?, ¿acaso no conoces la regla en San Judas?

    Negué con la cabeza.

    —Si se comete un delito, castigan a todas.

    —Eso no es justo —tartamudeé.

    Exhaló aire con un sonido de molestia. —Despierta, niña. En el mundo de los marcados nada es justo. Ya deberías saber eso. ¿De dónde eres?

    —Del Área 10 —contesté. Las demás dejaron sus labores y observaron nuestro intercambio.

    —Ahí sólo hay cobardes. Ahora sé por qué vas por ahí tocando a los perfectos. Apuesto a que nunca has tenido a nadie en los Domingos de retorcidos —dijo con una mueca casi triunfante.

    —Billie —advirtió Ángela—, sé suave con ella... es nueva.

    Billie ignoró la súplica de Ángela y continuó: —El Área 14 tiene el mayor número de ejecuciones. Mayor que Londres y definitivamente mayor que el Área 10.

    Me encogí ante la mención de los Domingos de retorcidos. Siempre me traía malos recuerdos. A pesar de que muchos marcados vivían en la pobreza, en lugar de pagar por más comida y ropa, el Ministerio había elegido pagar la factura de la electricidad de las ridículamente grandes pantallas de televisión que ponían en nuestras casas. Sólo había un canal —su canal—  y la mayor parte del tiempo reproducía concursos vanos de belleza, telenovelas del Ministerio y competencias para encontrar a la próxima «estrella». Pero el último domingo de cada mes, el Ministerio transmitía videos en vivo desde el campo de ejecución a nuestras casas. 

    Una vez había visto un Domingo de retorcidos con mis amigos cuando era niña. Había sido un reto. Lo recordaba todo con claridad; una mujer marcada encarcelada por haber concebido niños ilegales. Sus manos estaban esposadas. Una tela oscura cubría su rostro y tenía una cuerda alrededor del cuello. Con un sentimiento de malestar en el estómago, recordé la manera en que sus pies se habían movido mientras moría. No había vuelto a ver los videos desde entonces; en lugar de ello, me escondía en mi habitación o jugaba fuera para tratar de no pensar en la manera en que ella se había retorcido.

    —¿Piensas que eso es algo que se presume? —dije cortantemente.

    Billie dio un paso hacia adelante, blandiendo el cuchillo. —Te quieres pasar de lista. —Sus ojos oscuros me fulminaron con fiereza. A pesar de sus amenazas, había algo agradable sobre ella, algo que me recordaba a las fotografías de mi mamá y la misma fiereza que ella portaba en su mirada.

    —Billie, en serio. ¿Podrías calmarte? —Ángela se posicionó entre nosotros como una reacia mediadora—. Por Dios, es su primer día aquí. Todavía no ha tenido la oportunidad de acoplarse.

    —No sé qué tiene que ver eso. Por poco nos mete en problemas. La Asesinatrol te vigilará como un halcón de ahora en adelante, así que no hagas nada estúpido —ordenó apuntándome con el cuchillo de nueva cuenta.

    Alcé las manos a manera de rendición. —Mira, no quiero tener ningún problema. Sólo quiero pasar desapercibida y seguir la corriente. Lo que pasó con el chico perfecto no volverá a suceder. Tienes mi palabra.

    Los rasgos de Billie se suavizaron y asintió a manera de aprobación. —Muy bien. Tengo personas por las que preocuparme. —Sus ojos se desviaron hacia una chica de complexión gruesa reclinada en un ángulo raro sobre la encimera. Estaba de pie con la espalda arqueada, como si el peso de su cuerpo le incomodara. Su túnica era holgada, por lo menos un par de tallas más grande que su robusto cuerpo. No podía precisar el qué, pero sentía que había algo sospechoso sobre ella.

    —Esa es mi  hermana —dijo Billie—. Harías bien en mantenerte fuera de su camino. —Sus palabras surgieron con rapidez, casi con urgencia. Estaba nerviosa. La hermana de Billie levantó la vista con una sonrisa tímida.

    —Está bien —le dije a Billie—. Sólo déjame continuar con mi trabajo. —Di la vuelta, dirigiéndome hacia mi cebolla diseccionada en la encimera mientras sentía el peso de la mirada fija de Billie sobre mí.

    *

    No pasó mucho tiempo para que varios sonidos inundaran la habitación: el cortar de los cuchillos, el batir y hervir del agua. Aproveché esa oportunidad para preguntarle a Ángela algunas cosas. Con el sonido de la ocupada cocina, nos fue posible murmurar sin que Billie nos escuchara.

    —La chica encorvada sobre la encimera es Emily, la hermana de Billie. —Los ojos de Ángela se ampliaron—. Solía ser delgada. También era más amigable, pero ahora vagamente puedes sacarle una sílaba. Además, Billie es muy sobreprotectora. Por lo general sólo se sientan en una esquina y hablan entre ellas. De hecho, ese ataque por parte de ella... fue raro.

    —¿Entonces no siempre es así?

    —De ninguna manera. Como dije, sólo hablan entre ellas mismas. Rara vez conviven con el resto de nosotros. Al menos así es como ha sido durante los pasados meses.

    Me atreví a mirar sobre mi hombro y observarlas. Vi a Emily de perfil con Billie a su izquierda. Emily parecía estar adolorida, su sonrisa era tensa y forzada. A Billie se le fue el color del rostro. Las dos se murmuraron algo y entonces Emily negó con la cabeza.

    —Hay algo que no está bien con esas dos —dije en parte hacia Ángela, pero más que nada para mí.

    Asintió. —Eso es lo que todas pensamos. —Miró a su alrededor con nerviosismo—. Pero no se lo hemos preguntado a ellas. El ladrido de Billie es probablemente peor que su mordida, pero nadie quiere comprobar esa teoría.

    Entre Ángela y yo tomamos la pesada tabla de picar por los extremos y la posicionamos encima de un enorme sartén para freír. Ladeamos la tabla con las cebollas picadas en el sartén y hubo un satisfactorio sonido crepitante cuando las cebollas tocaron el metal caliente. Respiré la esencia agridulce y se me hizo agua la boca.

    —¿Podemos comer algo de esto? ─pregunté.

    Ángela hizo una mueca como cuestionando mi salud mental. —De ninguna manera. Primero le servimos a los perfectos y si hay sobras, entonces nos las podemos comer, pero sólo después de que ellos hayan comido.

    Suspiré. —Ya me lo imaginaba. Es sólo que huele muy bien.

    Asintió. —Eh, ¿quieres ir a mi casa después de clases? Puedo presentarte a mi mamá y a Daniel.

    —Tendré que preguntarle a mi papá. ¿Daniel es tu hermano?

    —No... bueno, algo así. Es una larga historia. Te acompañaré caminando a tu casa después de clases y te explico en el camino. A mi mamá no le importará que llegue un poco más tarde. ¿Así que vives con tu padre?

    Asentí.

    —¿Sólo con él?

    Asentí de nuevo. Ángela supo en ese momento que no debía preguntar más. Los marcados siempre teníamos que saber cuándo dejar de preguntar.

    3

    ––––––––

    Caminábamos con rapidez. El aire proveía un poco de frío, por lo que me ajusté el pañuelo y Ángela hizo lo mismo. Las clases del día habían concluido y agradecí el poder poner distancia entre la escuela y yo. Sentí un placer simple al darle la espalda al edificio de la escuela, como si fuera una pequeña rebelión.

    Frente a nosotros, el primitivo camino hacia el centro de la ciudad se extendía, donde algunos padres de los perfectos pasaban a recoger a sus hijos en coches sofisticados. Los perfectos caminaban hacia ellos arrastrando sus túnicas contra la grava. Sólo los coches proveían color a la escena. Sin ellos, me hubiera perdido en lo monocromo de la imagen —una chica perfecta vestida de negro, rodeada por más chicas de negro en las calles color musgo, las casas grises, la grava y la tierra.

    Las nubes se fusionaron sobre nosotros, oscureciendo el cielo y amenazando con llover. La escena me recordó cuando mi papá me había explicado sobre la fractura. Estábamos en el Área 10 después de que mi mamá había partido hacia la resistencia y mi papá había decidido que era tiempo de que yo entendiera la situación porque estaba seguro de que no nos lo explicarían en la escuela. Era un día lluvioso y observaba cómo el agua golpeteaba contra las ventanas. Me colocó en su regazo. Estaba en el enorme sillón en el que siempre se sentaba y me dijo que me iba a contar una historia.

    —¿Es una historia feliz? —pregunté.

    —No, Minnie. Me temo que no.

    Me contó que cuando él era joven, justo después de haber obtenido su primer trabajo en la Universidad de Leeds y conocer a mi mamá, un laboratorio en Londres había clonado al primer niño humano. Los llamaban los «diseñadores de bebés» y el laboratorio —el Ministerio de Perfeccionamiento Genético—, quería vender los bebés a los padres. Deseaban crear al niño «perfecto» para aquéllos que pudieran pagarlo y las mujeres no necesitaban estar embarazarse porque ellos crearían úteros artificiales.

    Al principio hubo protestas. Muchos grupos religiosos protestaron contra ellos, volviéndose más y más violentos conforme pasaba el tiempo. El gobierno no dijo ni una palabra sobre el asunto, y, estando al tanto de las implicaciones financieras de la nueva tecnología, se reusaron a hablar en contra del Ministerio de Perfeccionamiento Genético —mejor conocidos ahora como el Ministerio—, diciendo mucho más con su silencio que con palabras.

    Las protestas se volvieron extremas. Los protestantes se hicieron llamar «la resistencia». Plantaban bombas en el centro de la ciudad y atacaban las instalaciones de investigación. Sin embargo, las protestas siguieron creciendo, al igual que el Ministerio. Éstos últimos reunieron un ejército y contraatacaron, algo que nadie había esperado y lo cual tomó a todos por sorpresa.

    Mi papá había dicho que en medio de todo esto fue cuando se enamoró de mamá; justo a mitad de la fractura. Así es como la gente llamaba al momento en el que el Reino Unido se había dividido.

    El Ministerio expulsó al gobierno. Mi papá me había contado sobre el rey y su familia y cómo habían tenido que irse a Australia porque ya no estaban a salvo. Dijo que el dueño del Ministerio había invadido el número 10 de Dowing Street, tomando poder y control de la milicia. Nadie sabía qué hacer. La gente había sido perezosa y había estado tan cómoda con su democracia, que se congelaron cuando vieron la primera señal del problema. Habían presionado el botón de «recordar más tarde» demasiadas veces y antes de que se dieran cuenta, el Ministerio había tomado posesión del Reino Unido.

    Todo era muy turbulento. Los grupos pro y en contra del Ministerio habían colisionado, pero a pesar de que los conflictos estaban activos, la gente seguía comprando hijos diseñados. Mi papá me contó que sólo era un bebé cuando habían construido el muro de la frontera alrededor de Londres, cuando habían expulsado a quien no pudiera o no quisiera un niño del Ministerio. Enviaron a decenas de personas a pequeños pueblos que habían sido devastados por los enfrentamientos y a los padres de los bebés diseñados se les había dado refugio en Londres.

    —El Área 10 está muy al sur, ¿verdad? —Ángela me regresó a la realidad. No le gustaba el silencio y yo estaba agradecida por ello. —Aquí hace mucho más frío. Bueno, la mayor parte del tiempo. El verano no está nada mal, de hecho es más o menos cálido. También llueve mucho. Ya sabes, la llovizna que te empapa

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