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Un reciente viaje a Estambul me permitió contemplar, por vez primera, la mítica danza de los derviches. Hacía mucho, mucho tiempo que había acariciado la idea de presenciar este baile místico en el que, girando como una peonza, se precipitan estos místicos danzantes que alguien describió como “borrachos de Dios”.
Un reportaje publicado en la revista MÁS ALLÁ en el ya lejano año 1992, firmado por , despertó mi interés por esta rama del sufismo que propone una iniciación esotérica dentro del islam. Contrariando las expectativas de los turistas, la danza de los derviches no es un espectáculo. De hecho, su baile giratorio apenas se prolonga más de diez o quince minutos de la hora larga que dura cualquiera de sus sesiones, lo que puede provocar el hastío entre los espectadores más impacientes. Así pues, la ceremonia que envuelve en trance místico a los derviches continúa manteniendo todo su carácter esotérico: puede ser presenciada por cualquiera que abone entre los veinte a treinta y cinco euros, que cuesta la entrada. Pero