Jenna* comenzó a experimentar con alcohol y marihuana cuando tenía 18 años. En sus 20 pasó a drogas farmacéuticas como el Adderall y la oxicodona, tomándolas cuando salía de fiesta o, en caso de medicamentos como el Xanax, para automedicarse contra la ansiedad. No tenía prescripciones médicas reales para ninguna, pero no era un problema: conseguir pastillas era fácil en el restaurante donde trabajaba, siempre había alguien dispuesto a compartirlas.
Jenna sabía que había riesgos, por supuesto, como los habría con cualquier uso recreativo de drogas, pero rara vez tenía problemas. Era funcionalmente activa y conocía sus límites. Nunca tuvo motivo para preocuparse por lo que en realidad contenían las pastillas que tomaba. “Todo era prácticamente lo que parecía ser”,