En los años 70, 80 y 90 del siglo pasado era habitual en la piel de rockeros y algunos antisistema y décadas antes estaba condenado a la marginalidad. Hoy es rara la persona que en Occidente no ha tatuado su piel, desde adolescentes a octogenarios, de la clase social más alta o de la más baja. Algunos hablan de que se ha desvirtuado su significado, mercantilizándose; otros de que es precisamente ahora cuando la sociedad comienza a apreciar su alto valor simbólico y artístico. Sea cual sea la razón última, lo cierto es que el arte de tatuarse la piel no es algo nuevo, se remonta a muchos siglos atrás.
Nunca hasta ahora los tatuajes habían sido tan populares y, aunque puede que hayan perdido gran parte de su significado cultural tradicional, están desarrollando su propia nueva cultura moderna que va más allá de fronteras. La palabra tatuaje saltó al inglés (tattoo) gracias al capitán británico James Cook, que observó la práctica de decorarse la piel y la palabra tahitiana «tatau» que se usaba para referirse a ella en la Polinesia del siglo XVIII. Históricamente, junto con otras marcas del cuerpo como las estratificaciones, la manipulación de labios u orejas y las prótesis, los tatuajes se consideraban procesos rituales y, en otras, también formas de disciplina y autocontrol, de diferencia entre estratos sociales y de organización tanto del sexo como del género de quienes los portaban. En la Antigüedad los usaron con una fuerte carga simbólica los grupos prehispánicos aztecas, mayas y las tribus de la Amazonía, que también acostumbraban a perforarse y hacerse incrustaciones. Asimismo era habitual en Oriente, entre los maoríes y otras etnias de las islas del Pacífico.
El tatuaje, a su vez, está muy vinculado a la búsqueda de la belleza, uno de los primeros motivos para que el hombre decidiera decorarse…) equiparándose así a la sociedad guerrera a la que aquellos individuos no podían acceder, según recoge David Le Breton en su documentado ensayo (Casimiro, 2013).