El único lujo del que disfrutó Lenin estando en el poder fue una casa de campo en Gorki, un pueblecito cercano a Moscú. El gobierno revolucionario la puso a su disposición para que se recuperara del atentado que a punto estuvo de costarle la vida en 1918. Desde entonces, alternó el modesto apartamento que ocupaba en el Kremlin con aquella confortable villa ajardinada, rodeada por un frondoso bosque de abedules. En aquel plácido entorno vivió Lenin sus últimos meses, después de que un ictus devastador lo postrara en cama y lo privara del habla. Las fotografías de aquel período, tomadas en el verano de 1923 e inéditas durante décadas para ocultar los estragos de la enfermedad, muestran a un Lenin frágil, en silla de ruedas y a menudo con la mirada ausente. En su semblante ya no hay atisbo del vigor intelectual del teórico de la revolución, ni queda un gramo de la determinación y audacia que empleó para conquistar el poder. Cuesta creer que, poco tiempo antes, aquel enfermo que languidecía hubiera tenido la fuerza y el coraje de luchar contra el todopoderoso Stalin.
El peor momento para enfermar
Durante 1921, la salud de Lenin había comenzado a mostrar signos de deterioro. Fatigas, insomnios y dolores de cabeza cada vez más frecuentes fueron mermando su capacidad de trabajo y reduciendo su participación en reuniones y actos públicos. Algunos médicos atribuían esos síntomas a una bala que seguía alojada en su cuello como consecuencia de un atentado que había sufrido años atrás. La bala fue extraída en abril de 1922, pero, a finales de mayo, Lenin sufrió el primer ictus, que paralizó la mitad derecha de su cuerpo y