Los bolcheviques fueron los primeros en enfrentarse al reto de construir el socialismo. Una tarea que, para la mayoría de marxistas, resultaba imposible en un país rural y atrasado como Rusia. Sin manual de instrucciones que explicara cómo hacerlo, fue lógico que, tras tomar el poder, la cúpula bolchevique se enzarzase en discusiones furibundas para dar con la solución a cada nuevo problema. En ocasiones, las posturas fueron tan contrapuestas que podrían haber conducido a la ruptura del partido de no haber sido por Lenin, cuya autoridad y prestigio indiscutibles siempre consiguieron evitarla. A raíz de su enfermedad, la influencia de su liderazgo fue disminuyendo, al tiempo que sus lugartenientes comenzaron a maniobrar ante la inminente sucesión. La pugna que entonces se desató entre ellos no solo decidiría quién se haría con el poder, sino el rumbo de la Unión Soviética. Aquel conflicto, amplificado por ambiciones y odios personales, arrastró el partido a una guerra fratricida.
Antipatía a primera vista
En su testamento, Lenin no designó a un sucesor, quizá confiando en que los principales líderes del partido trabajarían de manera colegiada para salvaguardar su unidad. Sin embargo, Lenin también advirtió con clarividencia del riesgo que para la organización tendría un conflicto entre sus dos jefes más destacados, Iósif Stalin y Lev Trotski. Nada había en común entre ambos más allá de haber compartido la precocidad revolucionaria y la experiencia temprana de la cárcel y la deportación. Stalin era georgiano