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Templo del Divino Rómulo

En la solemne travesía a lo largo de la emblemática Vía Sacra, a la entrada misma del majestuoso Foro Romano, se erige con orgullo el venerable Templo del Divino Rómulo. Este antiguo santuario atesora un tesoro que el tiempo no ha osado arrebatar: la imponente puerta de bronce, fiel guardiana de su cerradura original. Su ubicación en la porción más ancestral del foro no es mera casualidad, sino un punto que respira leyenda y mitología.

Según los vestigios de relatos milenarios, este templo remonta sus raíces al lejano siglo VIII a.C., un monumento vivo que conecta con los misterios de la antigua Roma. Su estructura circular, meticulosamente concebida, tenía un propósito divino: resguardar el Palladio, la sagrada imagen de la diosa Minerva, así como otros objetos de inmenso valor que, según la leyenda, fueron traídos a las tierras italianas por el mítico Eneas. Sobre los hombros de esta venerable edificación recaía la inmensa responsabilidad de asegurar la seguridad de la ciudad misma, un deber que trascendía la esfera de lo terrenal.

Las guardianas de este sagrado legado eran las vestales, seis jóvenes patricias seleccionadas entre las hijas de padres libres. Estas privilegiadas mujeres disfrutaban de un estatus especial en la socie dad romana, aunque conllevaba un peso inmenso sobre sus hombros. Su cometido más solemne era mantener ardiendo perpetuamente la llama que habitaba en el interior del templo, un fuego que encarnaba la salvaguardia de la ciudad y su esplendor.

No obstante, el transgredir el voto de castidad que habían jurado acarreaba consecuencias impensables. Aquellas vestales que osaban quebrantar su juramento enfrentaban un destino estremecedor: ser sepultadas vivas en el ominoso Campo Perverso, una sentencia que estremecía hasta los corazones más intrépidos.

Ahora bien, la historia, como en tantas ocasiones, se enreda en la maraña de mitos y realidades. La incertidumbre rodea el verdadero destinatario de este templo, si fue concebido en honor al fundador mítico de Roma, Rómulo, o bien al joven Valerio Rómulo, hijo del emperador Majencio, que partió de este mundo en su juventud en el año 309 d.C. Majencio, el último emperador en establecer su residencia permanente en Roma, anhelaba restaurar la ciudad a su antigua gloria.

Para lograrlo, emprendió ambiciosos proyectos de construcción y restauración que abrazaron numerosos edificios públicos. En su conmovedor duelo por su hijo fallecido, transformó el vestíbulo del Templo de la Paz, erigido en el 75 d.C., en un heroon, a pesar de su abandono de larga data. Lamentablemente, Majencio nunca pudo culminar esta empresa monumental, ya que fue derrocado por Constantino, quien finalmente completó la obra y le dio un propósito diferente. La puerta de bronce que hoy contemplamos, flanqueada majestuosamente por dos columnas de pórfido, data de esa intrincada época y perdura como un vestigio auténtico e inmutable de ese pasado distante.

En lo más alto de un prominente promontorio, al cual se ascendía con reverencia por una majestuosa escalinata, se alza el Templo de Antonino y Faustina, una joya arquitectónica que se erigió en el año 141 en honor a Faustina, quien

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