Hoy no tendríamos que conocerlo. Nadie debería saber absolutamente nada de Eróstrato. Esa era la idea cuando, en 356 a. C., se lo torturó, ejecutó y condenó incluso más allá de la muerte. Así lo habría ordenado un emperador persa entre furibundo y asombrado por el delito que este supuesto pastor había perpetrado en Éfeso. El aqueménida Artajerjes III Oco, cuyo linaje era dueño de esta ciudad de la Jonia griega desde hacía generaciones, prohibió dejar registrado el nombre de este individuo, bajo pena de muerte. Había que hacer como si no hubiese existido. El motivo era que Eróstrato habría llevado a cabo su delito en busca de fama. Pretendía que su nombre no se olvidase jamás. La autoridad lo castigó, por eso mismo, exactamente, con lo contrario: un anonimato a perpetuidad.
En aquel entonces, se pensó que no merecía menos alguien