Después de rastrear varios lugares con el objeto de levantar unos altos hornos, Jean Curtius encontró finalmente en Liérganes el emplazamiento ideal. En aquella pequeña localidad confluían las virtudes que requería un proyecto que desbordaba la imaginación. El empresario halló en ese rincón cántabro un río vigoroso, un buen número de minas de hierro y canteras de piedra en los alrededores y embarcaderos a muy poca distancia. Con esos elementos y el apoyo del Estado, aquel industrial venido de Flandes –que por entonces pertenecía a la Corona– iniciaría en 1618 la construcción de la primera industria metalúrgica del país.
Curtius ya había explorado Vizcaya para iniciar un innovador plan que la Corona llevaba tiempo anhelando, pero, tras ser rechazado en la tierra vecina debido a las suspicacias locales y al temor a la competencia, puso rumbo a un territorio conocido como La Montaña. En Liérganes, él y un puñado de técnicos flamencos alquilaron un molino y ferrerías y empezaron a construir fraguas y las chimeneas de los hornos San Francisco y Santo Domingo. Para avanzar en su propósito, entre obras y pruebas de fundición, los propietarios adquirieron bosques y minas de hierro. Al obtener el monopolio de la producción de hierro colado por medio de una cédula real en 1622, Curtius vio cumplidas, por fin,