Si tuviera que describir a Carmen Sevilla, y aun a riesgo de caer en el tópico, diría que era la sonrisa de España. O al menos así lo fue durante su larga etapa de esplendor en la copla, el cine y la televisión, llenando con su trabajo y su talento cientos de horas de ocio de los espectadores de varias generaciones.
Incluso quienes, por edad o preferencias respecto a la mejor manera de llenar sus horas de ocio, no conectaran frecuentemente con sus trabajos, tienen difícil poner en duda su increíble capacidad para conquistar al público con un desbordante carácter ante las cámaras que la convirtió en una de las estrellas del cine español por espacio de varias décadas. En ese aspecto, como otras grandes de nuestro cine, como por ejemplo Sara Montiel o Concha Velasco, Carmen Sevilla tenía todas las características que construyen a una gran estrella del mundo del espectáculo en cualquier lugar el mundo. El carisma y la fotogenia le eran totalmente indiscutibles, pero además de todo eso, la estrellas necesitan tener un carácter, un nervio, una cualidad de pura sangre de la interpretación capaz de destilar con un solo gesto todas las energías de un público que se le entrega, con la personalidad de una especie de suma sacerdotisa capaz de canalizar y orientar los afectos, pasiones y emociones de los espectadores de la mejor manera para el empeño o fábula en la que se encuentre implicado en ese trabajo concreto. Pocas figuras tienen esa capacidad que es la verdadera cualidad de la estrella y un talento natural que no siempre se valora tanto como merece a la hora de juzgar el verdadero poder que ejercen las figuras más icónicas del cine sobre sus cientos de miles de seguidores.
La magia de una estrella
Carmen Sevilla siempre perteneció a esa casta especial de actores de raza que ascienden vertiginosamente al estrellato propulsados por esa singular capacidad para seducir al público con la energía que son capaces de proyectar hacia los espectadores y que en un curioso efecto de retroalimentación vuelve a ellos multiplicada por cien, otorgándoles un creciente poder que los convierte en espectáculo en sí mismos, independientemente del interés, calidad o eficacia que tenga como entretenimiento aquel trabajo en el que se hallan metidos. Definieron a Ava Gardner como “animal cinematográfico” y creo que ese tipo de definición sirve también para este trío de magas capaces de