Nuestra obsesión, fatal y fatalista, con la inteligencia artificial no se alimenta solo del éxito de los últimos avances tecnológicos, sino también de un contexto saturado de ansiedad. Nos atosigan las grandes transformaciones económicas y sociales de las últimas décadas, las crisis sanitaria y financiera y el temor a una polarización social y económica que acabe reventando las costuras de las democracias occidentales con explosiones populistas.
Todo ello rima con el período europeo de entreguerras, que parió con furia un miedo a los robots no menos intenso que el de hoy. Entonces también coincidió con esa sensación de vulnerabilidad el temor a una explosión populista que destruyera las democracias occidentales. Además, como sucede hoy con China, surgió una superpotencia, la Unión Soviética, que intimidaba a Europa y proponía otra forma de ser y estar en el mundo.
Ese miedo vino animado por enormes transformaciones económicas y sociales: desde la primera ola de la globalización, durante las