Desde muy antiguo, las aguas del Mediterráneo se vieron surcadas por barcos de muy diversas clases. A lo largo de la Edad Media, comerciantes venecianos, valencianos, genoveses, catalanes, marselleses o mallorquines navegaban desde sus puertos de origen hasta el extremo oriental de dicho mar. Cruzaban, incluso, el Bósforo, controlado por un cada vez más débil Imperio bizantino, para llegar hasta los puertos del mar Negro.
La existencia de ese comercio, que ofrecía la posibilidad de un rico botín, fue siempre un señuelo para piratas y corsarios. No era un fenómeno nuevo. En la Antigüedad, los piratas habían sido muy activos, y Roma tuvo que dedicar grandes esfuerzos, como en los tiempos de Pompeyo, a acabar con ese fenómeno, que, de hecho, nunca despareció por completo. Los piratas, además de la carga, buscaban apresar a sus tripulantes con el fin de esclavizarlos y pedir rescates por su liberación, que, en caso de las personas de calidad, podían ser muy elevados.
Las fuerzas sobre el tablero
Mediado el siglo xv, con la caída de Constantinopla (1453) a manos de los otomanos, las actividades comerciales sufrieron un duro golpe. Sin embargo, no significó su desaparición, y algunas rutas se mantuvieron abiertas. La consolidación del Imperio otomano como gran potencia hizo que el Mediterráneo se convirtiera en una zona de conflicto, donde se enfrentaron una cristiandad cada vez más dividida y el islam. En ese pulso político y militar, los piratas jugaron un papel importante. Con Constantinopla en su poder, los otomanos controlaron la parte oriental del Mediterráneo, si bien durante décadas tuvieron clavada