Durante décadas, la muerte del general Amado Balmes Alonso (1877-1936), gobernador militar de la provincia de Las Palmas (Canarias), en la mañana del jueves 16 de julio de 1936, se atribuyó a un desgraciado accidente, debido al disparo fortuito de una pistola encasquillada que este manejaba mientras hacía prácticas de tiro en el campo de La Isleta, en Las Palmas de Gran Canaria. Pese a todos los esfuerzos por salvarlo, Balmes falleció poco después en la Casa de Socorro y, tras su desaparición, el propio Francisco Franco acudió al día siguiente a Gran Canaria para presidir su sepelio, procedente de Tenerife y debidamente autorizado por el Gobierno. Sorprende que los militares sublevados contra la Segunda República veinticuatro horas después en Melilla jamás reivindicaron a Balmes como uno de los suyos y nunca le rindieron los honores que sí dispensaron a otros caídos de su bando, contradiciendo así la versión oficial del nuevo régimen franquista, que sostuvo la complicidad del general aragonés y su estrecho contacto con su homólogo Francisco Franco, comandante general del archipiélago con sede en Santa Cruz de Tenerife, preparando ambos el complot que bajo la dirección del general Emilio Mola desencadenó el «Glorioso Alzamiento Nacional».
Se trataba de poner fin a los meses de anarquía y violencia callejera que, tras la victoria electoral del Frente Popular en febrero de 1936, habían culminado en el alevoso asesinato del diputado y líder monárquico José Calvo Sotelo, ejecutado en la madrugada del lunes 13 de julio por una patrulla de «La Motorizada», a bordo de la camioneta que lo conducía a la Dirección General de Seguridad para prestar declaración sobre el asesinato, horas antes, del teniente de la Guardia de Asalto José del Castillo, miembro destacado de la UMRA (Unión Militar Republicana Antifascista). Aunque la muerte de Balmes fue una desgracia lamentable, provocada por la manipulación indebida de su arma —supuestamente apretando el cañón contra su propio cuerpo—, el suceso resultó providencial, porque permitió a Franco, recluido en Tenerife y alejado de la en Londres, Luis Antonio Bolín, habían fletado días antes para proceder al traslado del general a Marruecos, con el fin de que este se pusiera al frente del Ejército de África siguiendo los planes de Mola. Al estar Franco muy vigilado por las autoridades en Tenerife, el aterrizaje de este avión privado en el aeropuerto de Los Rodeos habría levantado todas las sospechas referentes a sus planes de fuga, mientras que la llegada del aparato con Bolín y dos jóvenes turistas británicas al aeropuerto de Gando pasó desapercibida.