Hace mucho tiempo, en una galaxia muy, muy lejana, el comensal era el pálpito del restaurante. La satisfacción del cliente, que siempre tenía la razón, era el fin último del cocinero y más aún de quien atendía en la sala. Por entonces, pocas veces se hablaba de los chefs, casi nunca de los sumilleres y ‘gastronomía’ era un término del montón. La ductilidad hacía que la propina estuviese muy por encima de los premios, que cualquier requerimiento del huésped se antepusiera a las costumbres del anfitrión y, con todo, que existieran menos aficionados a la buena mesa. Esto fue hace mucho tiempo; y luego, la Revolución.
En la actualidad, cada establecimiento reivindica su carácter, cada trabajador defiende sus derechos y el sector de la restauración es un arte más que un oficio, donde la figura del cocinero suscita loas y cánticos. Por supuesto, esto es algo mucho más evidente cuando hablamos de alta cocina que de hostelería popular. Pero en cualquier caso, el cambio de orden siempre aspira a la mejora, para lo cual es fundamental que no se radicalice a la inversa. ¿Hemos vuelto a crear dos bandos? ¿Es preciso arrebatar privilegios a unos para devolvérselos a los otros? “Eso entre la persona y el restaurante”. Sin embargo, aprecia mucho la diferencia entre el público de A Tafona –su concepto más gastronómico– y Lume –de rotación más rápida–, “porque en el primero van más abiertos a vivir la experiencia culinaria y dejarse llevar”, admite.