LIMA.- Yamileth Nataly, adolescente voluntaria rescatista de animales; Marco Antonio Samillan Sanga, joven estudiante de medicina que ayudaba a heridos; y José Luis Soncco Quispe, policía de 29 años, son tres de los 46 fallecidos en violentos enfrentamientos entre las fuerzas del orden y manifestantes en el estado sureño de Puno, cerca de la frontera con Bolivia, y uno en Cusco, Perú así recibe el 2023.
Tras las muertes, la fiscalía peruana inició una investigación preliminar contra la recién juramentada presidenta de transición, Dina Boluarte, y su primer ministro, Alberto Otárola, por los presuntos delitos de genocidio, homicidio calificado y lesiones graves, mientras el país andino parece hundido en una espiral de revueltas –sin interlocutores visibles del lado de las protestas– en un ambiente de desconfianza generalizada.
Todos, hasta el más ecuánime de los protagonistas de peso, parece a veces perder la paciencia en esta crisis a la que nadie le ve un final fácil, mucho menos cercano. Nadie cree en la palabra de nadie. Hay quienes hablan de mediación de las iglesias católica y evangélica, un enviado papal, una autoridad extranjera, del ahora gobernador de Arequipa, Rohel Sánchez, pero sobre todo está el reclamo de nuevas elecciones.
Los representantes del fujimorismo en el Congreso y los militares apoyan y los opositores en Lima –en general vinculados a la izquierda– aseguran que su gobierno transitorio se ha convertido en “rehén de la derecha más cavernaria” y proponen terminar “la estrategia represiva” oficial que sólo ha logrado “atizar las protestas y aumentar las víctimas mortales”.