En 1952, a un par de semanas de la inauguración de las instalaciones de la Universidad Nacional Autónoma de México, Diego Rivera estaba orgulloso y optimista. Decía que la “escultopintura” La Universidad, la familia y el deporte en México en el Estadio Olímpico de Ciudad Universitaria (CU), con el tema “el desarrollo del deporte en México desde la época prehispánica hasta la actual”, significaba un modelo de “arte público social” que indudablemente representaría la realización más importante de su vida como “obrero plástico”.
Rivera pensaba que la obra monumental trascendiera su carácter nacional y fuera un símbolo universal, como la propia universidad. Sin embargo el mural, que realizaba en colectivo con un grupo de obreros plásticos, quedó inacabada. En su realización, en el otoño de ese año, participaban setenta “sensibilidades de obreros admirables”, como los llamaba el pintor: albañiles, canteros, “tan artistas como los doce pintores y arquitectos”. En total, “una suma armónica” de 82 “sensibilidades humanas unidas”.
Diego estaba convencido de que al haber emprendido esa obra en “un cráter arquitectonizado”, símbolo de la representación plástica (arquitectura-escultu-ra-pintura), continuaba “la gran tradición arquitectónica mexicana que edificó Teotihuacán, Tula y Chichén”.
En un texto publicado en el libro , coordinado uno de los arquitectos