Federico, a los 18 años, sólo quería ser feliz. No pedía más. Claudia, un poco menor, estaba realmente conectada con lo esencial. Después de las vacaciones por Córdoba, juró nunca renunciar a la simpleza de la Sierra. Juntos, llenos de amor y totalmente vaciados económicamente, dieron comienzo al camino de la vida como pareja.
Pero no cumplieron el itinerario de sus sueños sino el de la sociedad. Para ser felices era necesario acumular información, estudiar una carrera, tener títulos, papeles, palabras de otros que, puestas en sus bocas, parecieran importantes conceptos; después tendrían que comprar un departamento para tener un nido digno, aunque quedaran 15 años encarcelados económicamente.
■ Ellos mismos, ya contaminados, concluyeron que, para ser felices, tendrían que llenar ese hogar de aparatos, autos, libros, cosas muertas y miles de chucherías y recuerdos. Pasaron los años y decidieron que la felicidad, entonces, vendría con los hijos. Y los trajeron al mundo para criarlos como Dios manda.
■ Para realmente amarlos, los tendrían que abandonar; él saldría de casa a trabajar desde el amanecer y regresaría de noche, a tirarse en un sofá, lleno de dudas y frustraciones, y ella, aun después del trabajo, seguiría con la doble jornada de casa hasta el agotamiento.
Juan y Claudia extraviaron su ser en el hacer y luego en el tener, para lograr el parecer. Se llenaron de cosas, de miedos, de estrategias, de angustias, y se olvidaron por completo del olor de las montañas de la Sierra y del objetivo principal de su vida: “Conquistar una felicidad sencilla”.
El peso de la vida
Nos han enseñado que la felicidad consiste en acumular, pero luego no podemos movernos por el peso.