Vestido con harapos, con las uñas larguísimas y correteando desnudo por el palacio del Buen Retiro, el recuerdo del rey Felipe V (1683-1746) es a veces una caricatura. En su momento dijeron que era melancólico, o que padecía “cambios de humor”. Por su parte, al embajador Louis de Rouvroy le pareció un hombre “recto” que le tenía “un gran miedo al diablo”. La realidad es que estaba enfermo. Como ya explicó el hispanista Henry Kamen, el monarca padecía un trastorno bipolar y una depresión mayor. Fruto de ello, también episodios intermitentes de hipomanía, que en él se expresaba en una euforia e hiperactividad inusuales.
Ya adulto, para empeorar las cosas, desarrolló un síndrome de Cotard que le hacía pensar que estaba muerto. Unos achaques que lo acabaron convirtiendo en lo que el psiquiatra Francisco Alonso-Fernández llamó un “fantasma”, apenas un espectro del joven inteligente, sensible y vigoroso que