Lorenzo Rojas Bracho nunca había llorado tanto en toda su vida. Era otoño de 2017 y el biólogo acababa de presenciar la muerte de uno de los últimos ejemplares de vaquita marina (Phocoena sinus), el cetáceo más pequeño y amenazado, y en parte, él era responsable.
La pérdida del espécimen, una hembra adulta de unos 40 kilos, ultimaba el intento por reubicar en un santuario a tantas como pudieran para evitar su extinción. Rojas, quien ha dedicado su vida a estudiar a esta marsopa que sólo habita en el mexicano Mar de Cortés, en el Alto Golfo de California, había atestiguado cómo su población disminuía: de más de 500 en 1997 a 60 en 2015 y menos de 20 en 2018.
Pese a sus esfuerzos, las vaquitas seguían muriendo en las redes de pesca ilegal de totoaba (Totoaba macdonaldi), un pez absurdamente codiciado en China y Hong Kong con el que tienen la desgracia de compartir hogar y tamaño: ni la creación de una zona de exclusión de redes de enmalle, ni la presencia permanente de la armada para alejar a los pescadores de totoaba habían funcionado. Con cada vaquita enmallada fenecía la posibilidad de recuperar a la especie.
Cuando el monitoreo acústico mostró una caída del 50% de la población en 2016 —los especialistas lo describieron como “una disminución catastrófica”—, Lorenzo vio en el semicautiverio la única opción para salvarlas. “Era una medida desesperada”, reconoce.
El rescate, que involucró a unos 90 especialistas de nueve países así como cinco millones de dólares y un escuadrón de delfines de la Armada de Estados Unidos, consistía en trasladar a estos tímidos animales a un encierro marino protegido. Nunca antes se había atrapado a una vaquita viva. De naturaleza críptica, prefieren las aguas turbias y sólo atisbarlas ya es una proeza. Por ello los rescatistas no cabían de la alegría cuando capturaron al primer espécimen.
“Era una cría, una