Todas las señales estaban listas para atraparme.
Las letras mayúsculas y los signos de exclamación, en colores horribles y llamativos, con cada espectacular publicitario que pasaba me sentía amenazada… Como si las palabras mismas estuvieran a punto de saltar de las imágenes y agarrarme (me asfixiaría el loop de una O). Me agachaba en el concreto helado, escondiéndome entre dos coches estacionados. No podía respirar, aterrorizada por la avalancha de pánico que de repente palpitaba a través de mi cuerpo. Me sentaba por un tiempo, hasta sentirme “segura” otra vez… Luego, una vez que lo hacía, avanzaba y continuaba caminando hacia mi cita semanal de terapia; después de todo, tenía que tomarla. Había estado en una espiral descendente durante semanas.
Y ahora esto. Obviamente eran todas las señales de que necesitaba terapia. Pero… antes, nunca había tenido un panic attack. Siempre había considerado que estaba bastante “bien” cuando se trataba de salud mental. Entonces, ¿por qué –me pregunté más tarde– una vez en mi casa y sintiéndome dentro de mi cuerpo, me estaba sometiendo a esto? La respuesta: sentía que era mi obligación. Que, si me hubiera rendido, habría fracasado de alguna manera. Después de todo, cualquiera podría sacar algo bueno de la terapia, ¿verdad? ¿Verdad…?
“¿Por qué incluso las personas felices necesitan terapia?”; “Seis razones por las que todo el mundo debe ir a terapia”; “Incluso si crees que eres ‘normal’, necesitas terapia”. Solo necesité una simple búsqueda en Google para encontrar páginas y páginas de artículos, todos promocionando más o menos el mismo mensaje. En Twitter, parece (según muchos, muchos tweets) que desde Ted Lasso hasta los partidarios de Trump necesitan terapia. En Instagram hay memes (“Súbete, perdedora, vamos a terapia”) compartidos casualmente por “tu mejor amigo” junto con cuentas de terapia (muchas veces manejadas, aunque no siempre,