En los primeros días de julio de 1972, corresponsales y enviados especiales de todo el mundo copaban la oferta hotelera de Reikiavik. Aquel hervidero de periodistas no obedecía a ninguna cumbre internacional, ni a la erupción de alguno de los volcanes que salpican la isla, sino al Campeonato Mundial de Ajedrez. Nunca antes aquel torneo había despertado tal interés, hasta que, en plena Guerra Fría, un soviético y un norteamericano se dieron cita en la final. Durante los casi dos meses que duró el duelo entre Borís Spassky y Bobby Fischer, las superpotencias trasladaron su confrontación a un tablero. Era evidente que el resultado no influiría en la geopolítica, pero en juego estaba el prestigio de los países representados en la final. Y en aquella batalla, la Unión Soviética tenía más que perder que Estados Unidos.
Desde 1948, el título mundial parecía un club reservado a jugadores soviéticos. Su superioridad abrumadora permitía a la Unión Soviética lucir el mejor palmarés de la historia. Todo ello era fruto