Cuando por vez primera una flota escandinava hizo acto de presencia en las costas atlánticas de la península ibérica con ánimos evidentes de saqueo y depredación, ya hacía más de medio siglo que bandas vikingas cada vez más numerosas y osadas eran activas en diferentes áreas de Europa occidental. En efecto, desde los días iniciales en los que se produjo el controvertido incidente de Portland en Dorset (789) y el saqueo del monasterio nortumbrio de Lindisfarne (793) por parte de grupos guerreros que procedían de Noruega, muchos parajes de Irlanda, Escocia, las cadenas de archipiélagos boreales, la Inglaterra anglosajona y el litoral del orbe franco, desde Frisia hasta Aquitania, se hallaban sometidos a ataques marítimos protagonizados por los hombres del norte. Si partidas noruegas fueron quienes llevaron a cabo los primeros golpes, no hubo que esperar mucho para que los daneses se sumaran al fácil y rápido cultivo del botín y la toma de cautivos, que fueron uno de los rasgos que caracterizaron las décadas inaugurales de la Edad Vikinga. Porque, en términos generales, la conquista territorial, la creación de protectorados y la fundación de establecimientos permanentes de carácter colonial mediante el empleo de la fuerza en tierras de la cristiandad latina fueron propósitos que aparecieron un poco más tarde, a partir de mediados de la década del siglo IX.
NUEVAS TIERRAS, NUEVOS BOTINES
En buena medida, esta primera expedición vikinga contra la fachada atlántica de la Hispania cristiana y al-Ándalus debe ser entendida, más que nada, como una prolongación natural hacia tierras meridionales de las dinámicas de corte agresivo que los nórdicos estaban llevando a cabo contra los entornos