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LA INSTITUCIÓN DE LA BRUJERÍA COMO UN CRIMEN SOCIAL GRAVE

n un primer momento, la Iglesia consideró a los brujos seguidores de dioses paganos. Estas divinidades eran identificadas como demonios, siguiendo la interpretación judía de la existencia como una lucha entre dos poderes: el bien, representado por la ley de Dios y sus seguidores, y el mal, personificado en el demonio y sus adoradores. La Iglesia cristiana demonizó las divinidades de las confesiones religiosas previas al Mesías cristiano, generando, a su vez, nuevos conflictos sobre la posible consideración delictiva de la conocida como “magia blanca” o “magia buena”, aquella que no implicaba pactos demoníacos. Lo cierto es que algunas prácticas, como la astrología, tuvieron siempre buena acogida en las altas esferas, lo que dificultó su persecución. Finalmente, la Iglesia fundamentó la tipificación de delito de brujería en la creencia de que la magia estaba fuera de los límites de las capacidades humanas, siendo posible solo mediante la intervención del demonio a través de pactos. Pese a la aparente simplicidad de esta conclusión teológica, la naturaleza de los delitos de brujería fue

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