LOS JUICIOS DE NÚREMBERG EL INICIO DE LA JUSTICIA UNIVERSAL
En la madrugada del 16 de octubre de 1946, diez hombres murieron ahorcados en el gimnasio de la prisión de la ciudad de Núremberg. Estaba previsto que fueran once, pero Hermann Göring, el todopoderoso jefe de la Luftwaffe (la aviación alemana), durante años considerado el sucesor de Hitler, se había suicidado horas antes mordiendo una cápsula de cianuro. La ejecución fue criticada por chapucera. Al parecer, los verdugos calcularon mal la longitud de la soga, y en vez de sufrir una muerte rápida, algunos de los condenados –entre ellos el ministro de Exteriores nazi, Joachim von Ribbentrop–, agonizaron durante veinte minutos.
Dos semanas antes, se habían dictado las sentencias del llamado juicio principal de Núremberg: doce condenas a muerte –una de ellas tres cadenas perpetuas, cuatro largas penas de cárcel y tres absoluciones. Terminaba así un proceso de más de un año en el que los vencedores de la Segunda Guerra Mundial hicieron algo que nunca se había intentado antes: someter a los responsables últimos de una catástrofe bélica como la que había asolado Europa y el mundo a un juicio con garantías en el que tuvieran la posibilidad de defenderse. Pese a todos sus defectos y contradicciones, pocas dudas caben hoy de que los procesos de Núremberg alcanzaron ese objetivo y marcaron el camino para la aplicación de una justicia universal en el futuro. Tanto la creación del Tribunal Penal Internacional de La Haya como los juicios por el genocidio de Ruanda y
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