En su primera encíclica, Summi Pontificatus, publicada el 20 de octubre de 1939, Pío XII hablaba del “terrible incendio de la guerra” que se había desencadenado pese a sus esfuerzos, y aludía al “fúnebre llanto” de Polonia, una nación que se había destacado por su “tenaz fidelidad a la Iglesia y por sus méritos en la defensa de la civilización cristiana”. Su toma de postura era clara y situaba a la Iglesia en el lado “bueno” de la historia, en línea con la encíclica Mit brennender Sorge (Con ardiente preocupación) de su antecesor, Pío XI, quien en 1937 había explicado a los fieles alemanes las razones del Concordato con el Reich y se había descargado de culpa por su incumplimiento.
Sea como sea, los esfuerzos de la Santa Sede por mantener la paz se revelaron in-útiles y el Vaticano se adentró en las aguas pantanosas de un conflicto en el que se desenvolvería con las solas armas de la di-plomacia. Es ahí donde sus detractores en-cuentran una mina para desprestigiar su labor, por mezquina o insuficiente, obviando a veces el contexto en el que se desarrolló y pasando por alto que tanto