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LO QUE SIGUE

Este mes, hace 50 años, el ser humano pisó la Luna. Fue uno de los acontecimientos más asombrosos en la historia, y no solo porque nuestra primera vista a otro mundo se cuenta entre los logros científicos más grandes de la humanidad o porque fue la culminación de una carrera épica entre dos superpotencias mundiales, si bien ambas cosas son ciertas. En su primera plana, The New York Times publicó un poema de Archibald MacLeish, mientras que el comunicador Walter Cronkite, “el hombre más confiable de Estados Unidos”, declaró que, en 500 años, las personas considerarían el alunizaje como “la hazaña más importante de todos los tiempos”. Sin embargo, lo más significativo no fue el final de la carrera, ni siquiera la consecución de una proeza antaño inimaginable. Ese logro fue apenas el comienzo. El inicio de una nueva era para nuestra visión de los horizontes de la humanidad, de los lugares que podríamos explorar e incluso habitar. Éramos navegantes espaciales y, muy pronto –conforme esa victoria seminal nos ayudara a superar lo que el famoso científico y autor Isaac Asimov llamaba nuestro “chovinismo planetario”–, nos transformaríamos en una especie extraplanetaria. El adjetivo “terrícola” ya no bastaría para describir lo que éramos. Todo esto causó gran expectación cuando, con la euforia y el asombro del 20 de julio de 1969, el Eagle, el módulo lunar del Apolo 11, se posó en la superficie de la Luna. El viaje más grandioso comienza con un solo paso. Un pequeño paso para un hombre; un gran salto para toda la humanidad. Poco después, Thomas O. Paine, director de la Asociación Nacional de Aeronáutica y el Espacio (NASA), puso la mira en Marte, con un itinerario detallado expuesto en National Geographic. Salida: 3 de octubre de 1983. Tripulación de 12 integrantes, repartidos en dos naves de 75 metros de largo impulsadas por cohetes nucleares. Entrada en la órbita de Marte: 9 de junio de 1984. Ochenta días de exploración en la superficie marciana. Regreso a la órbita terrestre: 25 de mayo de 1985. Llegar a la Luna enalteció a la especie humana, infundiéndonos la confianza que haría falta para adentrarnos en el espacio. “Adonde fuéramos, la gente no decía ‘Vaya, ustedes, los estadounidenses, lo lograron’, sino ‘¡Lo logramos!’ –recordó Michael Collins, piloto del módulo de comando del Apolo 11–. Nosotros, la humanidad; nosotros, la especie humana. Nosotros, todas las personas, lo logramos”.

Faltan algunas horas para el amanecer y, mientras el autobús circula por un camino solitario que se extiende varios kilómetros por la estepa del sur de Kazajstán, sus faros iluminan de manera fugaz un mural gigantesco y decolorado, o un mosaico desportillado. Dañadas por veranos calcinantes y crudos inviernos, las estilizadas obras de arte adornan edificios ruinosos y abandonados, y celebran la gloria pasada del programa espacial de una nación que dejó de existir: la Unión Soviética.

Por fin, después de interminables kilómetros en ese paisaje de despojos de la Guerra Fría, el autobús gira hacia un sendero privado y se detiene frente a una estructura colosal y destartalada que, en

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