National Geographic México

A PESAR DE NOSOTROS, SOBREVIVEN

PARA VER TANTO lo esperanzador como lo atroz del trato que damos a las tortugas marinas, no hay mejor punto de partida que el hotel Burj Al Arab Jumeirah. Esta reluciente torre de cristales azules y blancos, con la silueta del foque de un velero que enfila hacia la costa, fue erigida hace dos décadas sobre una isla artificial en el acerado bosque de grúas de construcción que se alza en Dubái, Emiratos Árabes Unidos. Con una superficie de 780 metros cuadrados, la suite real incluye una sala de cine privada y 17 opciones de almohadas; una estancia de fin de semana puede exceder los 50 000 dólares. Por fortuna, me encuentro en calidad de huésped invitado.

Me reúno con el biólogo marino británico Da-vid Robinson y descendemos en el ascensor hasta el estacionamiento, donde caminamos entre Lamborghinis aerodinámicos hasta nuestro destino: un laberinto de tuberías y estanques de plástico en la unidad de cuidados intensivos de un sofisticado hospital para tortugas marinas. En una tina reposa una tortuga verde que lucha para sobrevivir al daño de sus órganos internos. Los acuarios del piso superior están repletos de careyes enfermas amenazadas.

El hotel que resguarda este centro de rehabilitación es propiedad de un consorcio que encabeza el emir de Dubái. Su alteza, el jeque Mohammed bin Rashid al Maktoum, se ha propuesto convertir su ciudad en un modelo de liderazgo ambiental. Los empleados del centro han hallado tortugas con globos alojados en sus intestinos, con aletas fracturadas tras quedar atrapadas en redes de pesca y una que arrojaron de un barco con la cabeza casi destrozada.

“Las personas causan todo esto –acusa Robinson, exadministrador de operaciones de la instalación–. Todo es antropogénico: cada daño a cada especie de tortuga, cada amenaza que enfrentan”.

Por supuesto, no

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