CAÍDAS DEL CIELO
ÍCARO NO FUE el primero en llevar plumas, pero quizá nadie como él quedó tan hechizado por la promesa de transformación que estas ofrecen. Según narra el mito griego, su padre, el arquitecto e inventor Dédalo, desesperado por escapar de la ira del rey Minos junto a su hijo, construyó una alas con cordel, cera, y plumas que habían dejado caer los pájaros que por allí pasaban, un conjunto que fácilmente podría haber vestido una bailarina de cancán del siglo xix en el Moulin Rouge de París. Ícaro había sido advertido de que no debía tomar por habilidad lo que era tan solo disfraz, pero, empujado por la euforia de ver el mundo desde arriba, olvidó sus limitaciones humanas y voló demasiado alto. Cuando el sol derritió la cera, perdió sus alas y cayó desde el cielo.
Casi desde el momento en el que los humanos fuimos capaces de caminar, nos hemos sentido insatisfechos con nuestro destino de seres encadenados a la tierra. La capacidad de volar en su forma más completa —trayectorias aéreas continuas que residen en la fuerza muscular, más allá de los saltos o la En las plumas de contorno que constituyen la mayor parte del plumaje de los pájaros —cuya forma, mitad hoja, mitad vela, es lo que nos viene a la mente cuando hablamos de plumas— estos pequeñísimos filamentos se mantienen unidos mediante ganchos microscópicos, una maravilla de la ingeniería que es la que crea las superficies tersas y aerodinámicas necesarias para volar.
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