A MARTILLAZOS
La comida envasada herméticamente reventó las costuras de la historia como lo haría un luchador de sumo con un traje de primera comunión. Es decir: las partió, literalmente, en pedazos. La clase media introdujo la carne en el menú con alegre regularidad y muchos marineros evitaron eficazmente el escorbuto. Además, los aventureros y exploradores ya no terminaron algunas de sus excursiones comiéndose los unos a los otros después de mirarse torvamente a los ojos como jugadores de póquer. Por supuesto, los soldados también pudieron dejar de masticar hielo y nieve para engañar (infructuosamente) a sus estómagos vacíos.
Es verdad que los alimentos podían conservarse antes de que se inventaran los envases herméticos. Lo que sucede es que los métodos que se empleaban pedían a gritos una revolución. Casi todo –desde la fruta hasta la verdura, pasando por la carne o el pescado– se podía secar, salar, encurtir, almibarar y almacenar a bajas temperaturas, pero estos procesos o exigían mucho tiempo y espacio, requerían unas manos habilidosas o, y esto era lo más habitual, los productos perdían por el camino muchas de sus propiedades, incluida la vitamina C, crítica para prevenir el escorbuto.
Nicolas Appert, un confitero y chef francés, creía que podía cambiar la situación para siempre. Y lo consiguió. Appert llevaba introduciendo frutas y verduras en recipientes
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