Valentina Roca y el Gambito Hacker: Valentina Roca
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Madrid vive días de caos cuando un ciberataque paraliza el sistema informático del Hospital Central. Entre titulares alarmistas y teorías precipitadas, la joven Valentina Roca descubre que la clave del misterio no está donde todos miran.
Con la ayuda de su inseparable amiga Sofía —y las enigmáticas lecciones estratégicas de Hélène Dubois, la ladrona más brillante de Europa—, Valentina se adentra en un mundo de ajedrez, intriga y espionaje digital, donde cada movimiento cuenta.
Pronto comprenderá que el verdadero objetivo del ataque no era el que parecía… y que detrás de la pantalla se esconde una mente capaz de sacrificar cualquier pieza con tal de ganar la partida.
Entre jugadas maestras y trampas mortales, Valentina deberá decidir qué está dispuesta a arriesgar para llegar al jaque mate.
Un thriller juvenil trepidante que combina misterio, tecnología y estrategia, donde la inteligencia es la mejor arma y la verdad, la jugada más peligrosa.
David Mateos Pascual
David Mateos: Nací en Madrid el 25 de agosto de 1986. Con 17 años comencé a escribir y 5 años después, en 2003, publiqué mi primera novela: "La Fotografía". En 2005 conseguí publicar mi segundo trabajo: "Camino a lo Inesperado". En 2023 y tras una trayectoria en la que he escrito numerosos cuentos y relatos cortos, publiqué "Personas: 19 relatos cortos". En 2024 ha salido a la luz "Calan Kennett y El Colgante Dorado". Éste último, es la primera novela de tres que componen la colección de las aventuras de Calan Kennett.
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Valentina Roca y el Gambito Hacker - David Mateos Pascual
Capítulo 1: Un nuevo jugador
Hacía ya seis meses que el nombre de la Araña había dejado de ser un susurro para convertirse en una leyenda, y Madrid, una ciudad con una memoria tan larga como sus avenidas, había encontrado una nueva y extraña paz. El otoño se había desvanecido, dando paso al frío seco y cortante del invierno. Mi vida, que durante unas semanas había sido una carrera de adrenalina entre museos y archivos secretos, había vuelto a su cauce. Era un cauce tranquilo, predecible, marcado por la rutina de los exámenes de historia, los maratones de series con Sofía y, una vez a la semana, una cita con el cartero.
La partida de ajedrez por correspondencia con Hélène Dubois era el ancla que me unía a ese otro mundo. Sobre el tablero magnético que presidía mi escritorio, las piezas blancas y negras avanzaban con una lentitud glacial, una jugada por carta, una semana de reflexión entre cada movimiento. Hélène no era solo una rival; era la mejor profesora que había tenido nunca. Cada una de sus jugadas, desde la silenciosa apertura hasta el agresivo enroque, me enseñaba a pensar de una forma diferente, a ver no solo el movimiento evidente, sino la red de consecuencias que se tejía a su alrededor. Estaba aprendiendo a leer el tablero completo, a entender la diferencia entre un ataque y una amenaza, entre un sacrificio y una pérdida.
—Sigo pensando que esto es muy raro, Val —me dijo Sofía una tarde mientras miraba el tablero desde mi cama—. Tienes una amiga por correspondencia que está en una prisión de máxima seguridad por haber cometido los robos más espectaculares de la década. A mis padres les daría un infarto.
—No es mi amiga —corregí mientras movía mi caballo a una nueva posición defensiva. Cf6, anoté en mi cuaderno—. Es... un duelo. Un entrenamiento.
—Suena a lo que dice un superhéroe justo antes de que su mentor se convierta en su archienemigo —replicó ella encogiéndose de hombros.
No le faltaba razón en el fondo, pero no podía explicarle la conexión que sentía con Hélène. Era puramente intelectual, un respeto profundo por una mente que jugaba en una liga diferente.
Mi relación con mi padre también había mutado. El secreto que antes nos separaba, ahora nos unía con un hilo invisible de confianza. Ya no necesitaba sonsacarle información; a veces, él mismo dejaba caer algún detalle de un caso mientras cenábamos, escuchando mi opinión con una atención que, meses atrás, habría sido impensable. No éramos compañeros, pero ya no éramos solo padre e hija. Éramos, de alguna manera, dos profesionales que se respetaban profundamente. Él seguía siendo el héroe de Madrid. Yo seguía siendo su secreto mejor guardado. Y ambos estábamos cómodos con ese delicado equilibrio.
La calma, por supuesto, no es eterna. Se rompió una noche de martes, con la violencia silenciosa del mundo moderno.
Estábamos en el salón, mi padre leyendo un informe en su butaca, y yo intentando hacer un trabajo de física que no entendía. Pistas dormitaba sobre mis pies. De repente, la pantalla de mi portátil parpadeó. La luz del salón vibró, emitió un zumbido agudo y murió. La música suave que mi padre había puesto se cortó de golpe. Todo el edificio, toda la plaza, toda la ciudad, se sumió en una oscuridad y un silencio absolutos.
—Apagón general —dijo la voz de mi padre tranquila y profesional—. Quédate donde estás.
Fueron diez minutos extraños. El único sonido era el murmullo asustado de los vecinos en otros pisos. Madrid, la ciudad que nunca duerme, se había quedado sin voz y sin luz.
Cuando la electricidad volvió, lo hizo de golpe. Las luces se encendieron con una intensidad casi agresiva, y un segundo después, el mundo digital explotó. Nuestros teléfonos, que se habían quedado sin conexión, empezaron a vibrar al unísono, inundados por una avalancha de notificaciones de noticias. La palabra clave era la misma en todos los titulares: CIBERATAQUE.
No había sido un fallo eléctrico. Había sido un ataque deliberado, masivo y coordinado. Y el objetivo era el corazón sanitario de la ciudad: el sistema informático del Hospital Central. Listas de espera, historiales de miles de pacientes, datos de donantes, investigaciones... todo secuestrado.
En la pantalla del móvil, vi la imagen que el atacante había dejado como firma. Ocupaba las pantallas de todos los ordenadores del hospital, un mensaje burlón para toda la ciudad. Era una araña. Pero no tenía nada que ver con los dibujos finos y elegantes de Hélène. Era una criatura burda, pixelada, de un color verde tóxico, como el icono de un videojuego arcade de los años ochenta. Era torpe. Era fea. Era un insulto.
—Una imitación —dije en voz alta con un desprecio que no pude reprimir.
—O un mensaje —respondió mi padre que miraba la misma imagen por encima de mi hombro. Su tranquilidad se había evaporado. Sus ojos de detective ya estaban trabajando.
Una caricatura de una persona El contenido generado por IA puede ser incorrecto.Los días siguientes fueron un caos de alta tecnología. Mi padre, acostumbrado a escenarios del crimen físicos, se vio de pronto nadando en un océano de código, protocolos de seguridad y jerga informática que no entendía. El nuevo ladrón, a quien la prensa bautizó rápidamente como El Imitador
, no había dejado huellas, solo un
