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Historia de Tierra Santa
Historia de Tierra Santa
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Libro electrónico722 páginas10 horas

Historia de Tierra Santa

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Esta obra monumental, escrita por el Abate Martín y publicada originalmente en 1839, ofrece un recorrido exhaustivo y detallado por la historia sagrada y profana de la Tierra Santa. Desde la Creación y los primeros patriarcas —como Adán, Noé, Abraham y Moisés— hasta la construcción del Templo de Salomón y el cautiverio de Babilonia, el autor relata con rigor y devoción los eventos bíblicos y históricos que forjaron la identidad del pueblo judío y la importancia eterna de Jerusalén.

A través de sus páginas, se exploran las edades del mundo, las dinastías de reyes, las profecías, las guerras y las alianzas que marcaron el destino de esta tierra única. Con un estilo narrativo claro y documentado, este primer tomo sienta las bases para comprender no solo la historia antigua de Israel, sino también su legado espiritual y cultural que perdura hasta nuestros días.

Ideal para estudiosos, creyentes y amantes de la historia, *Historia de la Tierra Santa* es una obra esencial que combina el relato bíblico con el contexto histórico, geográfico y arqueológico, ofreciendo una visión integral y profunda del corazón espiritual de la humanidad.

Se ha realizado una modernización lingüística del texto que incluyó:Ortografía: Actualización de grafías anticuadas a las formas modernas aceptadas.Acentuación: Aplicación de las normas de acentuación actuales.Gramática y Sintaxis: Adaptación de construcciones arcaicas para ajustarse al uso moderno, corrigiendo concordancias.Puntuación: Revisión de los signos de puntuación para mejorar la legibilidad según estándares contemporáneos.Léxico: Sustitución de términos en desuso por sus equivalentes modernos, excepto cuando se conservaron por contexto histórico.Consistencia: Unificación del uso de mayúsculas y minúsculas en cargos, instituciones y nombres geográficos o étnicos.El objetivo fue facilitar la lectura y comprensión del texto para un público contemporáneo, eliminando barreras lingüísticas arcaicas, pero intentando preservar en todo momento el estilo, tono y significado original de la narración.

IdiomaEspañol
EditorialBukinbook
Fecha de lanzamiento23 ago 2025
ISBN9798231177097
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    Historia de Tierra Santa - Abate Martín

    Autor: El Abate Martín

    Sello: Amazon Independently published

    Editorial: Bukinbook

    Año Edición: 2025

    Año Publicación Original: 1839

    Barcelona: imprenta de Brusi

    Idioma: Español

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO, si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra».

    Se ha realizado una modernización lingüística del texto original que incluyó:

    Ortografía: Actualización de grafías anticuadas a las formas modernas aceptadas.

    Acentuación: Aplicación de las normas de acentuación actuales.

    Gramática y Sintaxis: Adaptación de construcciones arcaicas para ajustarse al uso moderno, corrigiendo concordancias.

    Puntuación: Revisión de los signos de puntuación para mejorar la legibilidad según estándares contemporáneos.

    Léxico: Sustitución de términos en desuso por sus equivalentes modernos, excepto cuando se conservaron por contexto histórico.

    Consistencia: Unificación del uso de mayúsculas y minúsculas en cargos, instituciones y nombres geográficos o étnicos.

    El objetivo fue facilitar la lectura y comprensión del texto para un público contemporáneo, eliminando barreras lingüísticas arcaicas, pero intentando preservar en todo momento el estilo, tono y significado original de la narración.

    HISTORIA

    DE LA

    TIERRA SANTA

    TOMO PRIMERO

    Desde la más remota antigüedad hasta el año 1839

    PRIMERA EDAD DEL MUNDO

    Desde la creación del Mundo, 4004 años antes de Jesucristo, hasta el diluvio, 2348 años antes de Jesucristo, 1656 después de la creación

    Durante esta edad, Adán, llamado el padre de los hombres, su tercer hijo Set, Enos su nieto, Cainán, hijo de este, Malaleel, Jared, Henoc, Matusalén, Lamec y Noé fueron los patriarcas que dirigieron a los primeros hombres, de quienes descienden los hebreos. Tres hechos importantes, cuya época se fija en el principio y fin de este largo período, rompen la uniformidad de su transcurso. La Biblia comienza la historia de la especie humana con la falta del primer hombre y su expulsión del paraíso terrenal; atribuye luego el fratricidio, primer crimen cometido en el mundo, a Caín, hijo primogénito de Adán, quien, abandonándose a un acceso violento de envidia, asesina a Abel y atrae sobre sí la cólera del cielo.

    Cuando Dios quiso acabar por medio de un diluvio universal con todo cuanto existía en la tierra, eligió a Noé para perpetuar la especie humana y conservar una pareja de animales de cada raza; le mandó que construyese un arca y que se encerrase en ella con su familia y los seres que habían de librarse de la catástrofe, a los cuales preservó de todas las desgracias, no solo durante los cuarenta días del diluvio, sino también mientras duró la inundación, que fue de un año. El arca tenía, según nos enseña la Biblia, trescientos codos de longitud, cincuenta de anchura, y treinta de altura. Estaba construida de maderas labradas, con divisiones, y calafateada con betún por dentro y por fuera. En el techo tenía una ventana de un codo de altura, la puerta a un costado y en su casco había también divisiones, y estaba distribuida en tres estancias.

    SEGUNDA EDAD DEL MUNDO

    Desde el diluvio, año del mundo 1656, antes de Jesucristo 2348 años, hasta el nacimiento de Abraham, año del mundo 2083, antes de Jesucristo 1921

    Los tres hijos de Noé, Sem, Cam y Jafet, se distribuyeron la tierra, convirtiéndose en el tronco de todos los pueblos que habitan las distintas partes del mundo. La Escritura indica que, antes de la separación de los descendientes de los hijos de Noé, tuvo lugar el intento de edificar una torre que había de elevarse hasta el cielo. La llamaron Babel o Confusión, porque mientras la construían, Dios confundió la lengua de los trabajadores, reemplazándola repentinamente con una multitud de idiomas que no les permitieron entenderse, lo que les obligó a abandonar su empresa y a dispersarse por distintos países, llevando cada uno la lengua particular que hablaba.

    TERCERA EDAD DEL MUNDO

    Desde la vocación de Abraham, en el año de la creación 2083, antes de J. C. 1921 años, hasta la muerte de Moisés, año de la creación 2553, 1451 antes de Jesucristo

    Abraham, que pertenecía a la décima generación de los descendientes de Noé, fue elegido por el Señor para ser el tronco de un gran pueblo. Abandonó Ur en Caldea y se estableció en la tierra de Canaán, entre Hai y Betel; y aunque el hambre le obligó a ir a Egipto, donde reinaba el Faraón, no tardó en volver al lugar de donde había salido; luego ocupó el valle de Mambré, se alió con los pueblos que habitaban el mismo país, combatió a los reyes de Sodoma, de Gomorra, de Adama, de Seboim y de Bala o Segor, y tomándoles todo lo que ellos habían quitado a los reyes sus aliados, los derrotó por completo. Después de esta victoria, ofreció un sacrificio al Señor, el cual, habiéndole hecho dormir, se le apareció en sueños y le predijo que, a pesar de su avanzada edad, tendría varios hijos, que sus descendientes vivirían durante cuatrocientos años reducidos a la servidumbre y a la aflicción en un país extranjero, pero que la cuarta generación de sus hijos volvería colmada de bienes al país que él habitaba. Luego le mandó que circuncidara a todos los varones de su familia y de su casa. La Escritura fija en la misma época la destrucción de Sodoma y Gomorra, devoradas por una lluvia de fuego en castigo de las iniquidades de sus habitantes.

    A los diez años de vivir Abraham en la tierra de Canaán, tuvo un hijo al que puso por nombre Ismael, y cuya madre, llamada Agar, era una egipcia, criada de su esposa Sara. Catorce años después, teniendo ya Abraham cien años y Sara noventa y uno, tuvo de esta otro hijo que recibió el nombre de Isaac. Dios le mandó que se lo sacrificara, y cuando iba a llevar a cabo el sacrificio, satisfecho Dios de su obediencia, le detuvo el brazo.

    Poco antes de la muerte de su padre, Isaac se casó con Rebeca, hija de Batuel, sobrina de Abraham, y esta dio a luz a los gemelos Esaú y Jacob. Este, que era el menor, quiso que su hermano le cediera el derecho de primogenitura, y habiendo conseguido más tarde, por sorpresa, que su padre, ya ciego, le diera la bendición que destinaba a Esaú, para librarse de la cólera de este se vio obligado a marchar a Mesopotamia, a casa de su tío Labán, hermano de Rebeca. Estuvo con él 20 años, y se casó con sus dos hijas Lía y Raquel. Tuvo seis hijos de la primera, y de la segunda dos: José y Benjamín, siendo este el último de todos. También había tenido cuatro hijos de Bala y de Zelfa, criadas de sus dos mujeres, componiéndose en total su familia de doce hijos. El Señor se le apareció de nuevo cuando volvía a la tierra de Canaán, le bendijo y le cambió el nombre por el de Israel, que después sería el del pueblo judío. Se detuvo en Salem, ciudad del país de Canaán, donde Siquem, hijo de Hemor, príncipe del país, raptó a su hija Dina, nacida de su esposa Lía: Siquem se ofreció a casarse con Dina, y formó una alianza con Hemor, su padre, y los suyos, que consintieron en circuncidarse; pero a los tres días de haber cumplido esta condición, Simeón y Leví, hijos de Jacob, recorrieron la ciudad espada en mano, mataron a cuantos hombres les salieron al paso, robaron y saquearon todas sus propiedades, se llevaron cautivas a sus mujeres e hijos, y arrancaron a su hermana de la casa de Siquem, vengando de este modo el ultraje que se les había hecho. Obligado Jacob, después de aquel suceso, a dejar aquellos países, se fue a las inmediaciones de Efrata, que después se llamó Belén, donde Raquel dio a luz a Benjamín y murió. Su marido depositó sus restos en un sepulcro, y llegado al valle de Mambré, hubo de cumplir los mismos deberes con el cadáver de su padre Isaac.

    Esaú, llamado también Edom, salió entonces del país de Canaán, se retiró a la montaña de Seir, y tuvo una numerosa descendencia que fue llamada pueblo idumeo. Antes que los israelitas, los hijos de Seir que vivían en el mismo país, y de entre los cuales tomaron sus mujeres Esaú y sus hijos, tuvieron reyes que gobernaron el territorio de Edom. Estos reyes fueron Bela, Jobar, Husam, Adad, Semela, Saúl, Balanán y Hadar. Los descendientes de Esaú, llamados a reinar en la nación que le debía su origen, son Tamar, Alva, Jetheth, Oolibama, Ela, Finón, Cenez, Temán, Mabsar, Magdiel e Hiram. Jacob, a quien en adelante llamaremos Israel, se había quedado en tierra de Canaán. Profesaba a su hijo José el más entrañable cariño, y la preferencia que le dio sobre sus hermanos despertó el odio y la envidia de estos. Este odio aumentó porque José, a la edad de 16 años, descubrió a su padre un grave crimen de sus hermanos, y les explicó a estos dos sueños que había tenido. En el primero, estando formando gavillas, vio que la que él tenía se iba levantando, mientras que las que ataban aquellos parecían inclinarse ante la suya en señal de adoración. En otro sueño vio que le adoraban el sol, la luna y once estrellas; lo que parecía pronosticar que llegaría un tiempo en que le rendirían homenaje su padre, su madre y sus hermanos.

    Sus hermanos siguieron disimulando la aversión con que le miraban, hasta que, habiéndole enviado su padre para saber de ellos y de los ganados que guardaban entonces en tierra de Siquem, resolvieron matarle. Rubén, que era uno de ellos y quería salvar a su hermano, los disuadió de este intento, induciéndoles a echarle en una cisterna seca, de la cual confiaba sacarle para devolverlo a su padre. Adoptaron su consejo; pero habiendo pasado poco después por aquel lugar unos mercaderes ismaelitas que llevaban aromas a Egipto, Judá propuso a sus hermanos que sacasen a José de la cisterna, y se lo vendieron a los mercaderes, que dieron por él 20 monedas de plata y le llevaron a Egipto. En seguida, cogiendo su túnica y tiñéndola con la sangre de un cabrito, la enviaron a su padre, el cual, no dudando de que alguna fiera le había devorado, se abandonó al dolor más amargo. Habiendo los mercaderes conducido a José a Egipto, le vendieron a Putifar, general de los ejércitos del Faraón y uno de los primeros oficiales de este príncipe. Como el Señor estaba con José y le protegía, no tardó en atraerse la confianza de su amo, que le puso al frente de su casa y ordenó que todo funcionase bajo su dirección; con lo cual los productos de sus bienes aumentaron muy notablemente. Pero la fortuna de José sufrió un revés imprevisto. Tenía apenas 27 años y su figura era tan hermosa como esbelto su talle. Apasionada ardientemente por él la mujer de Putifar, le declaró su amor y le indujo a que traicionase a su amo. José supo resistir a sus solicitudes; sin embargo, esta esposa criminal, cuya pasión parecía aumentarse con la resistencia, no dejaba de perseguirle, y no pudiendo conseguir que se quedase con ella, a pesar de la viveza de sus instancias, queriendo un día impedir que se marchase, le agarró por la capa; pero él se la dejó entre las manos y echó a correr.

    Irritada la mujer de Putifar por la humillación que acababa de sufrir, y convirtiéndose en odio su amor, resolvió perder al que no había podido seducir: le acusó de haber intentado violarla, y enseñando la capa que suponía haberle quitado luchando para resistir a sus criminales tentativas, la presentó como testimonio de su delito. Engañado Putifar con esta impostura, mandó encarcelar a José; pero el alcaide de la prisión suavizó su encierro, destinándole al servicio del copero mayor y del panadero del Faraón, a los cuales este príncipe había mandado encarcelar. Después de una detención bastante larga, estos dos oficiales tuvieron en la misma noche dos sueños diferentes, y habiéndoselos contado a José, este pronosticó al primero que en el término de tres días volvería a la gracia del rey y sería repuesto en su cargo; y al segundo que en el mismo espacio de tiempo sería ajusticiado, rogando en seguida al copero mayor que, cuando hubiese vuelto a sus funciones en palacio, se dignara acordarse de él e interceder con el príncipe para que le pusiera en libertad. Se realizaron plenamente las predicciones de José; pero el copero mayor, una vez satisfechos sus deseos, se olvidó durante dos años de su compañero, del cual únicamente se acordó con motivo de dos sueños que había tenido el Faraón y que le inquietaban vivamente. Recordando entonces su promesa, y deseoso de reparar su descuido, contó al rey lo que había precedido a su salida de la cárcel, y como el Faraón lo creyese, mandó que se diese libertad a José y se le llamase a palacio. El príncipe le preguntó qué significaban los dos sueños que tanto angustiaban su espíritu, y cuyo sentido ningún adivino había podido interpretar hasta entonces. En el primero, dijo el rey, me parecía hallarme en las orillas del Nilo, del cual vi salir siete vacas hermosas y de gruesas carnes que pacían la hierba verde en el pasto de las lagunas; pero a estas, seguían luego otras siete tan feas y flacas, que devoraron a las primeras, sin dar indicios de dejar satisfecha su voracidad, y quedando tan flacas como antes. Desperté, pero no tardé en dormirme y vi en otro sueño siete espigas que brotaban de una sola caña, llenas y hermosas, y que habiendo aparecido otras siete delgadas y picadas de tizón, que salían igualmente de una sola caña, se tragaron a las primeras. José reconoció al instante que estos dos sueños tenían una misma interpretación, y que si Dios había repetido la primera advertencia, era con el objeto de manifestar más claramente que su voluntad se cumpliría cuanto antes. Las vacas hermosas y las espigas llenas presagian siete años de una fertilidad extraordinaria, y las siete vacas flacas y las espigas delgadas y picadas anuncian siete años de esterilidad que absorberán los frutos de los años precedentes y llevarán el hambre por todas partes. La prudencia aconseja pues que se encargue la administración de Egipto a un hombre que en los años de abundancia, con el auxilio de oficiales destinados a ello en las provincias, reúna en vastos depósitos todos los granos que no sean indispensables para el consumo, y forme de esta manera un acopio considerable con que atender a las necesidades que han de ocurrir en el período desastroso. Esta explicación y el consejo con que fue acompañada, inspiraron al Faraón la mayor confianza en José, y pensando que no hallaría otra persona más idónea para ejecutar lo que le parecía tan útil, le nombró intendente general del reino, le colmó de favores, casándolo con Asenat, hija de Putifar, sacerdote de Heliópolis, la cual le hizo padre de Manasés y de Efraín.

    Los siete años de abundancia facilitaron a José medios para hacer acopios inmensos, y cuando empezó el hambre se abrieron los graneros, y los egipcios pudieron comprar el trigo que necesitaban. Pero habiéndose extendido la miseria a todos los países vecinos y a la tierra de Canaán, Jacob se vio precisado a enviar a todos sus hijos, quedándose solo con Benjamín, a comprar trigo en el único paraje en que podían hallarlo. Los hijos de Israel se presentaron pues a José, al cual no acertaron a reconocer en medio de la magnificencia que le rodeaba; pero habiéndoles este reconocido en el mismo instante, y fingiendo tenerlos por espías, los mandó encarcelar. Pasados tres días ordenó que fuesen llevados a su presencia, y pudo apenas retener sus lágrimas cuando les oyó atribuir los males que sufrían al crimen cometido contra su hermano José, cuya muerte creían segura; les hizo varias preguntas sobre su familia, los puso en libertad, mandó repartirles el trigo que necesitaban, y les dio permiso para que lo llevasen a su padre; aunque con la condición de que volverían con Benjamín, disponiendo para seguridad de su cumplimiento que Simeón se quedase como rehén hasta su vuelta. Se les facilitaron víveres para el camino, y se fueron a la casa de su padre, al cual contaron lo sucedido, sin omitir la condición de su libertad; vaciaron en seguida los sacos, y se quedaron absortos al hallar revueltas con el trigo las monedas con que habían pagado su importe.

    Jacob, que nunca pudo olvidar la pérdida de su hijo José, se opuso obstinadamente a la salida de Benjamín, cuya privación había de agobiar su vejez con un dolor que pudiera acabar con su vida; pero cuando, escaseando los víveres, el hambre los expuso a nuevas privaciones, hubo de ceder a la ley de la necesidad, y dejó marchar al menor de sus hijos con los demás hermanos. Estos llevaron a Egipto una porción de regalos y una doble suma de dinero que la vez primera. Llegaron al palacio de José, y temblando de miedo se apresuraron a presentar el dinero que habían hallado en los sacos; pero el intendente se negó a admitirlo, asegurándoles que estaba todo satisfecho. Les introdujo en la casa de su amo, les sacó a Simeón y los obsequió prodigándoles toda clase de atenciones. Se presentó luego José, el cual, admitiendo los regalos de sus hermanos, recibió con el más afectuoso cariño a cada uno de ellos, especialmente a Benjamín, único hermano suyo de madre, les dio luego un magnífico banquete, y bebió con ellos. Al otro día, al amanecer, se pusieron en camino, llevando sus costales llenos de trigo y en ellos el dinero de su coste que José había mandado poner ocultamente; mas apenas se habían alejado un poco, cuando los alcanzó el mayordomo de José y los acusó de haber robado la copa de plata de su amo. Abrieron al momento sus sacos, y se halló la copa en el de Benjamín, donde José mandó ponerla. Con este motivo los trajo nuevamente a palacio, y abandonándose al dolor más violento, rasgaron sus vestidos, y protestaron mil veces de su inocencia y de su sumisión a José. Judá se ofreció a quedar como esclavo en lugar de su hermano, cuya ausencia, si se hubiese dilatado más tiempo, hubiera sido suficiente para poner fin a los días de su anciano padre. Por este medio había José querido hallar un pretexto para retener consigo a su hermano Benjamín; pero no le fue posible resistir a la aflicción que manifestaban sus hermanos, y aún menos a la idea de que podría contribuir a la muerte de su padre. Se dio a conocer finalmente, habló con dulzura a los que tan indignamente le habían tratado, no se quejó, les perdonó el mal que habían querido hacerle, y después de abrazar a Benjamín y a cada uno de los otros con la mayor ternura, les dijo: El hambre ha de durar todavía cinco años; volved a nuestro padre, decidle el poder de que me hallo investido, y traedle a Egipto con todo su ajuar, vuestras familias, ganados y cuanto poseéis: viviréis en mis inmediaciones, en el país de Gosen, en el cual no os faltará cosa alguna.

    Enterado el Faraón de la llegada de los hermanos de José, secundó las órdenes de este, y lleno de alegría por tan feliz suceso, quiso que desde Egipto se le facilitasen carros para transportar a sus mujeres y a sus hijos. Por su parte, José los colmó de presentes, encargándoles que no retardasen su vuelta. Cuando Israel oyó que su hijo vivía todavía y que mandaba en Egipto, pareció despertar de un profundo sueño; y a no ser por los carros y los presentes que se le remitían, todas las protestas de sus hijos no hubieran podido convencerle. Cuando se persuadió de la certeza de estas noticias, activó cuanto pudo su salida y se fue a Egipto llevando consigo a sus hijos y sus nietos, que ascendían a sesenta y seis, sin contar a José y sus dos hijos, ni tampoco a las mujeres de los hijos de Israel. José, enterado por Judá de la llegada de su padre, salió al encuentro de ese venerable anciano, que tenía entonces 130 años; y le abrazó con toda la efusión de su alma; le presentó en seguida, como a sus hermanos, al Faraón, el cual les cedió para su residencia Ramesés, en el país de Gosen, que es el más fértil de Egipto, y les confió el cuidado de sus ganados. En pago del trigo que José había vendido a los egipcios y cananeos, estos pueblos tuvieron que poner en las cajas del Estado todas sus riquezas; agotado el dinero, entregaron todos los ganados y los animales de toda especie, y más tarde hubieron de abandonar sus tierras y empeñar sus personas. De este modo José adquirió para el Faraón todos los bienes y tierras de Egipto, y además el derecho de disponer del trabajo de sus habitantes. Luego, habiendo dado a estos con qué cultivar y sembrar sus tierras, les cedió su posesión y producto, bajo la obligación de contribuir al rey con la quinta parte de sus cosechas. Israel, después de haber vivido diecisiete años en Egipto, llegado ya a la edad de 147, sintió acercarse su fin, llamó a José y le exigió juramento de que no dejaría sus restos mortales en Egipto, sino que los depositaría en el sepulcro de sus padres. En seguida dio su bendición a Efraín y a Manasés, llamó a todos sus hijos que habían de formar las doce tribus de Israel, pronosticó a cada uno el porvenir reservado a su raza, y después de haberles hecho el mismo encargo que a José, murió. José sintió profundamente la muerte de su padre, como también sus hermanos y todos los habitantes de Egipto; mandó embalsamar su cuerpo con todo el cuidado posible, y concluido el tiempo del luto, obtuvo del Faraón permiso para cumplir su voluntad. Acompañado de sus hermanos, de los principales oficiales del rey y de las primeras personas de Egipto, en medio de una comitiva tan numerosa como distinguida, llevó su cuerpo al país de Canaán, y le dio sepultura con la mayor pompa en el sepulcro de Abraham, en un extremo del campo de Efrón, en la cueva que hace frente a la llanura de Mambré. Volvió después a Egipto con sus hermanos, los trató con la mayor bondad, y desvaneció el temor que estos habían concebido de que, después de la muerte de su padre, se vengaría de los agravios recibidos de ellos. José vivió todavía largos años en medio del amor de su familia y del de los egipcios, vio nacer la tercera generación de los hijos de Efraín y de Manasés, y murió rodeado de todos los hijos de Israel, a la edad de 110 años; sus restos no fueron transportados al país de Canaán, sino que se le elevó un sepulcro en Egipto.

    Después que José y la primera generación hubieron fallecido, el sucesor del Faraón, que no había conocido a José, se alarmó al considerar cuánto había aumentado el pueblo hebreo. Temía que, creciendo prodigiosamente, llegase a ser más fuerte que el de Egipto, y acabara por dominarle: resolvió, pues, impedir su multiplicación, adoptando para conseguirlo un sistema opresor, y sujetando a los hebreos a los trabajos más penosos. En conformidad con su plan les mandó edificar las ciudades de Pithom y de Ramesés; mas viendo que ni las fatigas ni el mal trato que se les daba impedían que su número fuese cada día mayor, dispuso que fuesen arrojados al Nilo todos los hijos varones que de ellos naciesen. Por esta época, habiendo una mujer de la casa de Leví dado a luz un hijo, quiso librarle de la ejecución de una orden tan bárbara. Durante tres meses consiguió ocultarle; pero temerosa ya de que se descubriese su nacimiento, le puso en una cesta de juncos calafateada con pez y betún, y lo abandonó en un carrizal de la orilla del río, dejando cerca a una hermana del niño para que le diese cuenta de cuanto observase. La hija del Faraón iba con sus criadas a bañarse en el río, y habiendo visto la cesta, la abrió, y como encontrase un niño, que al punto tuvo por hebreo, le movió a compasión su llanto, en términos que hubo de aceptar el ofrecimiento que le hizo su hermana de traerle una mujer de su nación que lo criase. La muchacha fue a buscar a su madre, a quien la hija del Faraón encargó el cuidado del niño; el cual, cuando creció, fue devuelto por la madre y adoptado por la hija del Faraón, que le puso el nombre de Moisés, es decir, salvado de las aguas. Llegado a la edad de cuarenta años y siendo testigo de la aflicción de sus hermanos, Moisés vio un día a un egipcio que ultrajaba atrozmente a un hebreo. No pudiendo soportar con paciencia semejante espectáculo, mató al egipcio y sepultó su cadáver en la arena. Pero el faraón, al tener noticia de este homicidio, quiso quitarle la vida a Moisés, quien se vio obligado a huir y refugiarse en el país de Madián. A su llegada, se le presentó la ocasión de defender de la violencia de unos pastores a las hijas del sacerdote Ragüel, quien acogió a Moisés con el mayor cariño. Le ofreció de inmediato hospitalidad y luego le dio por esposa a su hija Séfora, con la cual tuvo dos hijos: Gersón y Eliezer.

    Al cabo de algún tiempo, murió el rey de Egipto. Los hijos de Israel, que gemían bajo el peso de tantos ultrajes y trabajos, no cesaban de clamar a Dios. Moisés apacentaba los rebaños de su suegro en el fondo del desierto, al pie del monte Horeb, cuando el Señor se le apareció en medio de una llama que salía de una zarza que ardía sin consumirse. Allí le ordenó que fuera a Egipto, reuniera a los ancianos de la nación y les dijera que, compadecido de su miseria y movido por sus súplicas, había resuelto poner fin a su opresión y sacarlos de Egipto para conducirlos a la tierra del cananeo, del hitita, del amorreo, del ferezeo, del heveo y del jebuseo; una tierra donde encontrarían abundancia, prosperidad, y arroyos que manarían leche y miel. El Señor mandó igualmente a Moisés que, acompañado de los ancianos de Israel, se presentara ante el faraón y le dijera que el Dios de los hebreos los llamaba y que, en consecuencia, debían ir a ofrecerle un sacrificio en el desierto, a tres jornadas de distancia. Le advirtió que el rey se opondría a su salida, pero que lo obligarían a permitirla los prodigios que Moisés ejecutaría ante su vista con la intervención de su hermano Aarón. Entonces los hebreos, vestidos ricamente, podrían salir llevándose alhajas de oro y plata, y los más preciosos despojos de Egipto. Moisés se puso en camino con su mujer y sus hijos. A su llegada a Egipto, contó a su hermano Aarón lo que el Señor le había ordenado. Los dos presentaron una súplica al rey, quien, no contento con rechazarla, ordenó a los capataces de las obras que aumentaran la carga de trabajo a los hebreos. Moisés hizo cuanto pudo para consolarlos y alentarlos, asegurándoles que no tardarían en verse libres y de vuelta a la tierra de Canaán; pero la profundidad de su aflicción no les permitió siquiera oírle. Moisés y Aarón volvieron entonces ante el rey y, para convencerle de la sinceridad e importancia de su misión, hicieron varios milagros que los magos del país imitaron, por lo que el faraón no les dio crédito alguno. Queriendo el Señor vencer la terquedad del faraón, ordenó a Moisés y a Aarón que afligieran sucesivamente a Egipto con varios azotes, que se llamaron las diez plagas de Egipto. Para producir el primero de estos azotes, Moisés eligió el instante en que el rey se dirigía al río. Al llegar a la orilla, Aarón extendió la mano y las aguas se transformaron en sangre y se corrompieron, repitiéndose el mismo fenómeno en todo el reino: en los lagos, en los pozos, en los arroyos y hasta en las vasijas. Murieron los peces, y durante siete días los egipcios no encontraron modo de apagar su sed. Este prodigio no causó impresión alguna al rey, por lo que Aarón hizo salir del río un sinnúmero de ranas que, entrando en las casas, se diseminaron por todo el país. El faraón prometió entonces a Moisés que, si lo libraba de aquel azote, permitiría que los hebreos fueran a cumplir su sacrificio; pero cuando las ranas desaparecieron, faltó a su palabra. El Señor ordenó entonces a Aarón que con su vara golpeara la tierra, y al instante salieron mosquitos que se pegaban a hombres y animales y lo cubrían todo. Después de los mosquitos, salieron unas moscas muy nocivas que llenaban las casas y atacaban a las personas. A este prodigio siguió una peste que mató a la mayor parte del ganado de los egipcios. Al otro día, los hombres se cubrieron de tumores y úlceras; al siguiente, un granizo de magnitud espantosa, mezclado con fuego, mató a la gente que estaba en el campo y a los animales que se habían librado de la peste, destrozó los árboles y destruyó las hierbas y las mieses. Al tercer día, una nube de langostas devoró lo que el granizo había perdonado, y luego, durante tres días, unas tinieblas horribles cubrieron Egipto. Ninguno de estos azotes llegó a la tierra de Gosén, por lo que los hebreos no tuvieron nada que sufrir. En la novena plaga, el Señor dijo a Moisés que solo quedaba una de las plagas reservadas para los egipcios, y que después de ella el faraón se apresuraría a permitir la salida de los israelitas, porque causaría la muerte de todos los primogénitos de Egipto, desde el del rey hasta el de la última esclava, extendiendo su influencia incluso a los animales de todas las especies. Moisés anunció esta última calamidad al faraón, pero al no poder sacar a este príncipe de su ceguera, el nuevo azote cayó sobre Egipto.

    Con este motivo se instituyó la ceremonia del cordero pascual, cuya celebración se ha perpetuado hasta nuestros días. La Biblia nos explica su origen en estos términos: El Señor encargó a Moisés que participara a los hebreos, reunidos en asamblea general, que el mes en que iba a librarlos de la servidumbre que los había oprimido durante cuatrocientos treinta años, sería para ellos el primer mes del año. Que el día diez de ese mes, cada cabeza de familia tomara un cordero sin defecto, macho y de un año, y lo guardara hasta el día catorce, en cuya tarde los hijos de Israel inmolaran cada uno su cordero. Que con la sangre de la víctima rociaran los dos postes y el dintel de la puerta de su casa, y que luego, reunidos con sus familias, comieran su carne asada, junto con pan sin levadura y hierbas amargas. Si sobraba algo, debían quemarlo. Para comerlo, les prescribió que llevaran la cintura ceñida, los pies calzados y un bastón en la mano, comiéndolo de prisa, porque era el Paso (Pésaj) del Señor. Esta fiesta, que había de perpetuarse de edad en edad, se renovaría cada año de la manera más solemne, en el mes en que había sido consagrada la primera vez. En su memoria, durante siete días, a contar desde el catorce, debían comer pan sin levadura y abstenerse de todo trabajo servil, y en el día séptimo celebrar la Pascua, de la cual participarían todos los hebreos, quedando excluidos los que fueren de otra religión. En el día señalado, los hijos de Israel hicieron lo que se les ordenaba. A medianoche, el ángel exterminador empezó a recorrer Egipto, hiriendo sin distinción a todos los primogénitos egipcios; pero los hebreos, que se mantuvieron encerrados en sus casas y habían teñido las puertas con la sangre de los corderos, fueron respetados. El faraón, que acababa de presenciar la muerte de su hijo y veía la desolación de su pueblo, hizo llamar a Moisés y a Aarón, y les ordenó que salieran de inmediato con todos los israelitas, a quienes autorizó para que llevaran consigo sus ganados y todo cuanto poseían, recogiendo una gran cantidad de plata, oro y muchísimos vestidos.

    Los hebreos, en número de cerca de seiscientos mil hombres, sin contar los niños, salieron de Egipto. Les seguía una turba inmensa de gente de toda clase, y llevaban consigo una innumerable cantidad de ganado y animales de toda especie. Moisés, cumpliendo la promesa que José había exigido a los hijos de Israel, se llevó los huesos de este patriarca, que habían permanecido hasta entonces en Egipto. Salidos de Ramesés, los israelitas marcharon hacia el desierto y se detuvieron en Sucot, donde cocieron la masa sin levadura que habían llevado antes de dejar sus casas. Después siguieron su camino y acamparon sucesivamente en Etam y al pie de Piahirot, en la orilla del mar, donde les alcanzó el ejército del faraón, que con su príncipe a la cabeza había salido contra ellos. Pero el Señor, que era su guía, poniéndoles delante una columna de nube durante el día y una de fuego por la noche, no los abandonó en este trance. Y aunque el ejército del rey era casi tan numeroso como el suyo, no corrieron riesgo alguno, porque Moisés, extendiendo la mano sobre el mar Rojo, separó las aguas, dejando un espacioso trecho para su paso. Sopló toda la noche un viento fuerte y abrasador que secó la arena, y los hebreos pudieron atravesar el abismo a pie enjuto. La columna de nube que les había precedido se colocó entre ellos y el ejército egipcio, de modo que no podían verse. Cuando los egipcios, persiguiendo a los israelitas, hubieron entrado en el mar, Dios volcó los carros, derribó a los jinetes y, al mismo tiempo que Moisés ordenaba que las aguas se unieran de nuevo, todos los egipcios perecieron ahogados. Los israelitas, después de cruzar el mar Rojo y seguir su camino a través del desierto de Sur, murmuraron repetidas veces a causa de las privaciones que sufrían. Para remediarlas, el Señor obró distintos prodigios. En un lugar llamado Mara, donde no había manantial de agua potable, las aguas amargas se volvieron dulces en el momento en que Moisés sumergió en ellas un madero de una especie particular. Después, los hebreos, privados de todo alimento en medio del desierto de Sin, vieron llegar un inmenso número de codornices, y la tierra se cubrió de una materia blanca y azucarada parecida a la escarcha, que les proporcionaba un alimento abundante. Este manjar, llamado maná, que les sirvió de pan, caía en la misma abundancia todas las mañanas, excepto el sábado, consagrado al reposo y a la oración. Este beneficio del cielo se renovó durante cuarenta años, hasta que los hijos de Israel entraron en la tierra de Canaán. Al no haber en Refidim señal alguna de agua, Moisés, con el solo contacto de la vara, hizo manar de la roca de Horeb un copioso manantial. Amalec fue a atacar a los israelitas en ese mismo lugar, pero Josué, a quien Moisés había puesto al mando de gente escogida, derrotó al príncipe y a su ejército, porque Moisés, colocado en una eminencia con Aarón y Jur, extendía sus manos sobre los combatientes, asegurándoles la victoria con esta señal de protección. Salidos de Refidim, los hebreos colocaron sus tiendas al pie del monte Sinaí, en el desierto del mismo nombre, y allí Moisés les entregó las leyes que habían de regular todas sus acciones. Los pormenores de este suceso portentoso que nos explica la Biblia no pueden omitirse de manera alguna.

    Moisés, cumpliendo lo que el Señor le había ordenado, hizo reunir al pueblo al pie de la montaña, subiendo él solo a la cima. Luego, habiendo Dios descendido, el monte se cubrió de inmensidad de llamas y nubes de humo, oyéndose el estruendo de los truenos y el agudo sonido de una trompeta. Dios, para dar a conocer al pueblo su voluntad, envió a Moisés, quien subió otra vez a la montaña acompañado por Aarón, Nadab, Abihú y los setenta ancianos de Israel. Estos vieron y oyeron al Señor, y bajaron luego, dejando a Moisés, que subió hasta la cumbre del Sinaí. Allí le fue dictado el Decálogo, es decir, los diez mandamientos de Dios, que la Iglesia ha conservado como ley fundamental, y todas las demás leyes y reglamentos que Moisés recopiló, prescribiendo su observancia al pueblo de Israel. Antes de recibir estas leyes, había edificado un altar y ofrecido un sacrificio. Después de haberlas recibido, se presentó de nuevo al pueblo, cuya dirección y vigilancia confió a Aarón y a Jur, y luego volvió al Sinaí, donde estuvo cuarenta días hablando con el Señor, sin comer ni beber. Recibió nuevas instrucciones sobre las ofrendas que los hebreos debían llevar al templo de su Dios. También las oyó acerca de la construcción del arca del testimonio, destinada a guardar las tablas de la ley; sobre la mesa santa en la que siempre había de haber panes ofrecidos al Señor; y sobre el tabernáculo de la alianza, en el cual se colocaría el arca. El Señor le indicó también cómo debían construirse el altar de los holocaustos y todos los objetos necesarios para el servicio del culto. Finalmente, le dio instrucciones sobre la materia y forma de los trajes y adornos de los que habían de ir revestidos el sumo sacerdote y los demás sacerdotes; le dijo que elegía a Aarón y a sus hijos Nadab, Abihú, Eleazar e Itamar para desempeñar el ministerio sagrado, y que encargaba particularmente a Bezalel, hijo de Uri, nieto de Jur, de la tribu de Judá, y a Aholiab, hijo de Ajisamac, de la tribu de Dan, que, asociados a los artistas más hábiles, construyeran todos los objetos mencionados. Le encargó nuevamente la exacta observancia del sábado, y le entregó las tablas de la ley, que eran de piedra y en las cuales la ley, escrita por ambos lados, había sido grabada por el dedo de Dios.

    El dilatado tiempo que Moisés estuvo en el monte Sinaí dio ocasión a que el pueblo creyera que no volvería, y le hizo desear forjar dioses que pudiera llevar consigo. Quisieron, pues, fabricar un ídolo para ofrecerle sus adoraciones, y Aarón, que no tuvo suficiente carácter para resistir sus exigencias, hizo traer los pendientes de las mujeres y de los niños y, fundiéndolos, los convirtió en un becerro de oro. Se dedicó un altar a este ídolo, se le ofrecieron holocaustos y los israelitas, después de haberle adorado, se entregaron a toda clase de diversiones. Dios, justamente irritado por la infidelidad de los hebreos, manifestó su intención de exterminarlos, pero las súplicas y promesas de Moisés aplacaron su enojo. El Señor le ordenó que bajara del monte Sinaí y pusiera fin al escándalo que reinaba en Israel. Al llegar en el momento culminante del festín, Moisés no pudo reprimir su cólera: arrojó las tablas del testimonio y las hizo pedazos. Luego, cogiendo el becerro de oro, lo puso en medio de una hoguera, lo calcinó e hizo beber a los hebreos el agua mezclada con las cenizas que había producido. Reprendió ásperamente a Aarón, quien se excusó diciendo que no había tenido medios para resistirse a la voluntad del pueblo. Se puso entonces a la entrada del campamento, llamó a todos los que eran fieles al Señor y, levantándose en masa la tribu de Leví, se unió a Moisés, quien les dijo: «Ármense, recorran el campamento y acaben con todo lo que se les ponga delante; así lo ha mandado Dios». Los hijos de Leví obedecieron, muriendo en un solo día veintitrés mil hombres.

    Después de tan sangrienta carnicería, Moisés pidió al Señor e intercedió por el perdón de los que no habían sucumbido. Él le respondió que en el día de la venganza visitaría al pueblo y castigaría su pecado, pero que entonces debía sacarlo de ese lugar para conducirlo a la tierra de Canaán, hacia la cual le dirigiría un ángel. Le mandó también que preparara unas tablas de piedra iguales a las que había roto, para inscribir en ellas lo que estaba grabado en las primeras. Moisés se apresuró a obedecer; subió antes del amanecer al monte Sinaí, se postró humildemente e imploró con el mayor fervor la misericordia de Dios en favor de su pueblo. El Señor se dejó conmover; prohibió del modo más formal a Moisés que se aliara con los pueblos de Canaán y que permitiera a los hebreos casarse con sus hijas, advirtiéndole que echaría del país reservado para los israelitas a todos los que se hubieran establecido en él hasta aquel día. Renovó todas las instrucciones anteriormente dadas y, después de haberle detenido en la montaña cuarenta días como la primera vez, lo despachó, llevando las tablas en que el Señor había escrito sus diez mandamientos. Cuando Moisés bajó con tan precioso tesoro, los hebreos notaron que su rostro estaba circundado de rayos luminosos. Esta aureola siguió brillando en su semblante mientras vivió, por lo que comúnmente llevaba un velo que solo se quitaba al entrar en el tabernáculo, y volvía a ponérselo al salir y siempre que hablaba al pueblo. Explicó a los hijos de Israel lo que el Señor le había mandado, e invitó a los que tuvieran habilidad en algún arte a que se presentaran para construir los objetos sagrados, y a los demás a que cada uno trajera las ofrendas de que pudiera disponer para esta obra. El pueblo entero respondió a esta invitación, presentando toda clase de joyas, alhajas de oro y plata, telas preciosas, pedrerías, maderas raras y finísimos vellones, todo con tal profusión que Moisés se vio obligado a manifestar por pregón público que no admitiría ya donativo alguno.

    Bezalel y Aholiab, asociados a los mejores artistas, empezaron por construir el tabernáculo. Por el sur y el norte estaba compuesto de veinte tablones de madera de acacia, y por el oeste, frente al mar, tenía solo ocho tablones. Cada uno de ellos, cubierto de planchas de oro de seis codos de largo y dos y medio de ancho, se apoyaba en dos basas de plata y se unían entre sí por medio de travesaños de la misma madera cubiertos de oro, asegurados con argollas del mismo metal. Dividían el interior del tabernáculo en dos partes cuatro columnas de madera de acacia, cubiertas de oro, con capiteles del mismo metal y basas de plata. Decoraban la entrada cinco columnas iguales a las primeras, con la sola diferencia de que las basas eran de cobre. Unas y otras tenían dos velos: uno servía para separar las dos partes del tabernáculo, y el otro para cerrar su entrada. Estos dos velos, de lino fino torcido, de color jacinto, púrpura y carmesí, ricamente bordados y adornados con presillas de piedras preciosas colgadas de anillos de oro, formaban diez cortinas de veintiocho codos de largo y cuatro de ancho, unidas entre sí de cinco en cinco. Cubrían el techo del tabernáculo tejidos de pelo de cabra, y vellones de carneros teñidos de carmesí y azul.

    El arca, también de madera de acacia, cubierta y forrada de planchas de oro puro, tenía dos codos y medio de largo y uno y medio de ancho. En las cuatro esquinas había anillos de oro por los que pasaban varas para transportarla, y una tapa de oro (propiciatorio) adornada con dos querubines del mismo metal, trabajados a martillo, que se miraban mutuamente y la cubrían con sus alas. No eran menos preciosos la mesa de oro purísimo, las copas, tazas y demás vasos que la cubrían, lo mismo que el candelabro con sus seis brazos y siete lámparas. El altar de los perfumes estaba también cubierto de oro, y el de los holocaustos forrado de cobre. El atrio tenía veinte columnas que miraban al sur, veinte al norte, diez al oeste y seis al este, por cuyo lado tenía la entrada. Tanto estas como sus basas eran de cobre, con capiteles y adornos de plata. Se extendían en un espacio de cien codos por el sur, y de igual espacio por el norte, cortinas de lino fino; pero por el oeste no tenían más que cincuenta, y por el este dos partes de quince codos cada una, entre las cuales había un gran velo de veinte codos de largo y cinco de ancho, como las cortinas del atrio, todo bordado de color jacinto, púrpura y carmesí sobre fondo de lino fino. En estas obras, que fueron llevadas a cabo con una perfección rara, se emplearon veintinueve talentos y setecientos treinta siclos de oro, más de cien talentos y mil setecientos setenta siclos de plata, y setenta talentos y dos mil cuatrocientos siclos de cobre. Esta enorme cantidad de metales había sido ofrecida por seiscientos tres mil quinientos cincuenta hombres mayores de veinte años. Bezalel trabajó también los vestidos y adornos del sumo sacerdote y de los demás sacerdotes, todo de las telas más ricas, en las que brillaban las pedrerías más raras. Moisés bendijo estas y las demás obras y, según el mandato del Señor, consagró el tabernáculo el día primero del primer mes. Puso en su interior el arca del testimonio, colgó delante de ella los velos, colocando también la mesa de las ofrendas, el candelabro con sus lámparas y el altar de los perfumes. Después colgó el velo que cerraba la entrada del tabernáculo. Delante de este velo, en el atrio, puso el altar de los holocaustos y cercó el atrio con cortinas. Moisés recibió también instrucciones sobre las diferentes especies de sacrificios. Unos eran públicos y otros resultado de devoción particular. En los primeros se ofrecían bueyes, ovejas, cabras, tórtolas y palomas; pero cuando el fuego consumía enteramente la víctima, el sacrificio tomaba el nombre de holocausto. En este caso, no había más residuo que la piel, que se daba al que ofrecía el sacrificio. Cuando este era en acción de gracias (sacrificio pacífico), el oferente comía una parte de la víctima, que también debía ser de uno de los animales nombrados; se reservaban para Aarón y sus hijos el pecho y la espalda. Cuando la ofrenda era por el pecado, debía ser igualmente de animales de la misma especie. Si por ignorancia un sacerdote cometía alguna falta, la víctima había de ser un becerro sin defecto, que después de ser inmolado delante del tabernáculo, era sacado fuera del campamento y quemado entero, a excepción de la grasa y los riñones, que se consumían en el altar. Si el pecado era cometido por el pueblo entero, tenían lugar las mismas ceremonias. Si el culpable era un hebreo común, la víctima era una cabra o una oveja. En los pecados que perjudicaban a un tercero, ante todo había que indemnizar el agravio y pagar una quinta parte más; luego se ofrecía una oveja o una cabra. A todos estos sacrificios había que unir lo necesario para las libaciones: tortas, panes, flor de harina; de todo lo cual el fuego consumía una parte, y el resto se daba al sacerdote. Para cumplir un voto, bastaba con ofrecer cualquiera de estos últimos objetos. Era uno de los deberes de los sacerdotes conservar el fuego en el altar sin dejar que se extinguiera. Una de las leyes impuestas a los hebreos, bajo las penas más severas, era no comer ni la grasa ni la sangre de los animales. Las ceremonias para la consagración del sumo sacerdote y de los demás sacerdotes duraban siete días; durante ellos, sin poder salir del tabernáculo, debían velar incesantemente delante del Señor. Se observaron estas ceremonias con Aarón y sus hijos, a quienes Moisés, después de haberlos purificado, revistió con los trajes y adornos de su dignidad y derramó sobre su cabeza aceite santo en presencia de todo el pueblo, congregado por orden suya. Siguió a esta consagración el sacrificio de un becerro, cuya grasa, con las demás partes reservadas al fuego del altar, fueron las únicas quemadas en el atrio. El resto se consumió fuera del campamento, porque era destinado para la expiación del pecado. Luego inmoló Moisés un carnero que, como ofrecido en holocausto, fue enteramente consumido en el altar. Finalmente, inmoló otro carnero, hizo consumir en el altar las partes reservadas al Señor con un pan sin levadura, una torta amasada con aceite y una hojuela. Después mandó a Aarón y a sus hijos que cocieran las carnes delante de las puertas del tabernáculo y las comieran allí con los panes de la consagración, todo lo cual cumplieron puntualmente.

    Al octavo día, Aarón y sus hijos, siguiendo la orden de Moisés, eligieron de entre su ganado un becerro y un carnero, ambos sin defecto. Los hijos de Israel les presentaron un macho cabrío por el pecado, un becerro y un cordero para el holocausto, y un buey y un cordero para las ofrendas pacíficas. Ofrecieron todas estas víctimas en sacrificio y dieron la bendición al pueblo, al cual se apareció la gloria del Señor por medio de una llama que, bajando al altar, devoró el holocausto y todo cuanto lo acompañaba. En el mismo instante, dos de los hijos de Aarón, Nadab y Abihú, pusieron en sus incensarios un fuego distinto del del altar y, habiéndose presentado delante del Señor, fueron consumidos por un rayo. Por orden de Moisés, Misael y Elisafán, primos de Aarón, sacaron sus cadáveres del campamento, pero el sumo sacerdote y sus dos hijos, Eleazar e Itamar, permanecieron en el templo.

    Dios prohibió a sus sacerdotes, cuando hubieran de entrar en el tabernáculo, el uso del vino o de otro licor que pudiera embriagarlos, y fijó la lista de animales que era lícito a los israelitas comer, designando al mismo tiempo aquellos cuyo contacto debían evitar. Podían comer los cuadrúpedos rumiantes que tuvieran la pezuña hendida; los peces con aletas y escamas; toda clase de aves, excepto las que se indicarán después; y todos los insectos que, teniendo las patas traseras más largas, andan a saltos, como la langosta, el saltamontes, el grillo y el afaquí. Los animales impuros, de los cuales no podían hacer uso, eran: entre los cuadrúpedos, los rumiantes que no tienen la pezuña hendida, como el camello; los que teniendo la pezuña hendida no rumian, como el cerdo; la liebre y el conejo (que, aunque rumian, no tienen pezuña hendida); los peces que no tienen escamas ni aletas; las aves de rapiña: el águila, el quebrantahuesos, el azor, el milano, el buitre, el cuervo, el avestruz, la lechuza, la gaviota, el gavilán, el búho, el somormujo, el ibis, el cisne, el pelícano, el calamón, la garza, la abubilla y todos los volátiles que tienen cuatro patas, como el murciélago. También eran considerados inmundos la comadreja, el ratón, la tortuga, la lagartija, el camaleón, el eslizón, el lagarto y el topo, así como todos los reptiles que se arrastran por tierra. El que tocaba uno de estos animales después de muertos, debía lavar sus vestidos y quedaba impuro hasta la tarde. Si alguna parte del animal caía en una vasija de madera o en algún vestido, este debía lavarse y la persona seguía impura hasta la tarde, quedando después purificada. Si el objeto manchado por un contacto impuro era una vasija de barro, había que hacerla pedazos; si era comida, bebida o cualquier alimento, debía tirarse. Cuando alguno de los animales cuya carne podían usar los hebreos moría de muerte natural, el que tocaba su cuerpo debía lavar sus vestidos, quedando impuro hasta la tarde, lo mismo que si hubiera tocado un animal impuro; y en este caso, le estaba prohibido comer su carne bajo ningún pretexto.

    La mujer que daba a luz un niño era considerada impura durante siete días; al octavo día circuncidaban al niño, y la madre seguía treinta y tres días sin poder entrar en el santuario ni tocar cosa sagrada. La que daba a luz una niña era considerada impura durante dos semanas, y no podía entrar en el santuario hasta pasados sesenta y seis días. Después de este tiempo, presentaba a la puerta del tabernáculo un cordero de un año para el holocausto, y un pichón o una tórtola como ofrenda por el pecado. El sacerdote rogaba por la recién parida, cuya purificación quedaba así concluida. Si la mujer no tenía posibilidades para ofrecer un cordero, ofrecía un par de pichones o tórtolas, una para el holocausto y otra para la ofrenda por el pecado. Cuando alguien sufría un ataque de lepra, era presentado a Aarón o a uno de sus hijos, quien lo aislaba por siete días. Pasados estos, lo examinaba, y si la enfermedad no había aumentado ni curado, encerraba de nuevo al enfermo otros siete días. Si después de este plazo no presentaba señales de lepra, lo declaraba puro; pero si tenía síntomas positivos, lo declaraba impuro. Cuando el sacerdote reconocía en el enfermo una lepra bien caracterizada, no lo aislaba porque su mal era patente, limitándose a declararlo impuro. El enfermo estaba obligado a llevar los vestidos rasgados, la cabeza descubierta y el rostro velado, gritando que estaba impuro y que nadie se le acercara. Mientras fuera leproso, debía vivir aislado. Al desaparecer la lepra, el sacerdote purificador salía del campamento, se aseguraba de su curación y le mandaba que ofreciera dos pájaros vivos, madera de cedro, grana e hisopo. Inmolaba uno de los pájaros y al otro, después de haberlo mojado siete veces en la sangre del primero junto con la madera de cedro, la grana y el hisopo, se le daba libertad. El enfermo lavaba su cuerpo y sus vestidos y volvía al campamento, pero permanecía siete días más de observación fuera de su tienda. Al octavo día, se afeitaba la cabeza y la barba, lavaba nuevamente su cuerpo y sus vestidos, tomaba dos corderos sin defecto y una oveja de un año, también sin defecto, flor de harina y aceite; y el sacerdote lo presentaba con estas ofrendas delante del santuario. Inmolaba luego un cordero, ungía al leproso y ofrecía la víctima en holocausto, rogando por el paciente. Los hebreos entendían que las tiendas y las casas podían ser atacadas por la lepra. Las leyes indicaban las señales para reconocer si existía esta enfermedad en los objetos y prescribían las ceremonias para su purificación.

    Tras la muerte de los dos hijos de Aarón, se le prohibió a este entrar en todo momento al santuario, más allá del velo que estaba frente al propiciatorio que cubría el arca. Antes de entrar, debía ofrecer un becerro por el pecado y un cordero en holocausto, y vestirse con las vestiduras sagradas. Recibía del pueblo de Israel dos machos cabríos para el sacrificio por el pecado y un carnero para el holocausto. Después de inmolar el becerro, entraba en el santuario y quemaba perfumes en un incensario que había llenado con carbones del altar. A continuación, sacrificaba uno de los machos cabríos y llevaba su sangre, junto con la del becerro, al santuario, donde rogaba por sí mismo, por su casa y por todo el pueblo. Luego ofrecía vivo al Señor uno de los dos machos cabríos, y sobre la cabeza del otro confesaba las iniquidades, transgresiones y pecados de los hijos de Israel, para luego enviarlo al desierto. Entonces Aarón volvía al santuario, se

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