Explora más de 1,5 millones de audiolibros y libros electrónicos gratis durante días

Al terminar tu prueba, sigue disfrutando por $11.99 al mes. Cancela cuando quieras.

Once vidas
Once vidas
Once vidas
Libro electrónico340 páginas4 horas

Once vidas

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer vista previa

Información de este libro electrónico

Un momento, ONCE VIDAS y un sinfín de consecuencias.
Once vidas tiene como protagonista al DJ radiofónico Xavier Ireland, quien por las noches regala sabias palabras a londinenses insomnes y que por el día es un ser solitario cuyo único amigo es el locutor que le acompaña en su programa, bien intencionado pero sin sentido del humor y tartamudo.
Un día, un acto inconsecuente de Xavier desencadenará una serie de acontecimientos que transformarán la vida de once personas que nada tienen que ver con él. Y hasta es posible que en el camino, Xavier acabe encontrando lo que no sabía que andaba buscando.
IdiomaEspañol
EditorialROCA EDITORIAL
Fecha de lanzamiento2 oct 2011
ISBN9788499183855
Once vidas
Autor

Mark Watson

Mark Watson es cómico, autor y un fanático de los deportes. Nació en Bristol, Reino Unido, en 1980 y, tal y como él mismo desvela, de acuerdo con la esperanza de vida de su grupo socioeconómico y su índice de masa corporal, morirá en 2056.

Autores relacionados

Relacionado con Once vidas

Libros electrónicos relacionados

Vida en la ciudad para usted

Ver más

Categorías relacionadas

Comentarios para Once vidas

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Once vidas - Mark Watson

    1

    Noche gélida de febrero. Londres se va cubriendo de nieve. Los copos bailan a la luz de las farolas y se acumulan en torno a los coches aparcados.

    Al oeste de la ciudad, junto a un edificio de hormigón, un zorro escuálido cruza un parking en busca de calor; en unas horas, sus huellas sugerentes fascinarán a los más madrugadores. Cinco pisos más arriba, por las ventanas siempre limpias de una emisora de radio, Xavier Ireland observa cómo el zorro se hace un rinconcito, a la sombra de un contenedor de metal para reciclaje.

    — Yo de vosotros me quedaría en casa, bien calentito, y seguiría llamando — aconseja Xavier a sus oyentes invisibles, repartidos por Londres— . Y ahora vamos a hablar con un hombre que se ha casado tres veces… y se ha divorciado otras tantas.

    — Uf — mete baza Murray, copresentador y productor, muy en su estilo, y le da un toque a un botón para que empiece el siguiente tema.

    — Vaya plan el de ahí afuera — comenta Xavier.

    — Por la mañana será un ca-ca-caos — tartamudea Murray.

    En 2003 Xavier trabajaba en la emisora de mensajero, haciendo té o conectando los cables en la cabina del estudio, cuando vio la nieve por primera vez. Hacía solo unas semanas que había llegado de Australia, se había cambiado el nombre — antes era Chris Cotswold— y se había entregado a la idea de empezar una nueva vida en este país lejano, en el que vivió de crío pero al que no había vuelto. Igual que entonces, le impresionó lo frágil que era cada copo por sí solo y la ingente cantidad de ellos que era necesaria para cubrir una calle. Pero, al mismo tiempo, esa visión poco acostumbrada y el frío glacial no hacían más que recordarle que entre él y su hogar, entre sus amigos y él, se extendía la mayor parte de la Tierra.

    Con el tiempo, Xavier ascendió de mensajero a ayudante de Murray, papeles que se acabaron intercambiando, así que ahora es Xavier el consejero de una amplia e insomne circunscripción.

    — Es que no entiendo qué tengo de malo — dice el oyente que ha llamado, un maestro de cincuenta y dos años que vive solo en una urbanización de Hertfordshire.

    La conexión del móvil flaquea y le corta la mitad de las frases. Murray se cruza la garganta con el dedo para indicar que pasen a otra llamada — esta ya dura tres minutos largos— , pero Xavier sacude la cabeza.

    — A ver, soy buena persona — continúa el maestro deprimido, que se llama Clive Donald y, una vez haya colgado, se agarrará a un sueño irregular lo que queda de noche antes de levantarse, ponerse un traje gris y meterse en el coche con treinta libretas de mates dentro de una cartera de piel— . Doy…, doy dinero a una fundación, por ejemplo. Tengo varias aficiones. Digamos que a primera vista no tengo nada de malo. ¿Por qué no consigo que mis matrimonios funcionen? ¿Por qué sigo cometiendo errores?

    — Es muy fácil dar por hecho que todo es culpa tuya — le dice Xavier, a él y a todos los demás oyentes de la ciudad— . Créeme: yo me he tirado meses, o más bien años, reviviendo errores. Al final me obligué a dejar de pensar en ellos.

    Clive, lo bastante consolado como para irse a la cama a falta de algo mejor, le da las gracias a Xavier y se despide. Murray aprieta un botón.

    — Y ahora, a disfrutar de las noticias y el tráfico — anuncia— . Hasta dentro de un segundo.

    Murray se aleja por el pasillo y abre de golpe una salida de incendios para poder fumarse un cigarro en el crudo exterior. La nieve cae con una furia poco británica, como aguanieve o granizo, y no con esa suavidad de pluma propia de las nevadas. Xavier toma café de un tazón amarillo con las palabras «PEZ GORDO» y un pez dibujado. Se lo regaló Murray un par de Navidades atrás, y en cierto modo se parece a él, por su funcionalidad tirando a chillona y su tamaño poco práctico.

    A unos kilómetros de distancia, visible desde el estudio de Xavier solo en noches más claras, el Big Ben se estremece y da las dos.

    — A continuación, los titulares — lee desde lejos una mujer que, con voz monótona, aparece de forma simultánea en emisoras de todo el Reino Unido— . Dentro de pocas horas, el país amanecerá con la mayor tormenta de nieve caída en diez años.

    Curioso giro lingüístico, piensa Xavier para sí: «El país amanecerá», como si el Reino Unido fuese un internado gigantesco y silente, sacudido por el timbre de la mañana. Como atestigua el éxito de la franja de cuatro horas de Xavier, solo en Londres existe una enorme comunidad fantasma que pasa las noches en vela por toda clase de razones: horarios laborales, aficiones insólitas, culpa, miedo o enfermedad…, o, por supuesto, simple pasión por el programa. Xavier vuelve a mirar por la ventana atascada y se imagina el Londres tranquilo y nevado que se extiende varios kilómetros ahí fuera. Se hace una imagen de Clive Donald, el profesor de matemáticas, colgando despacio el teléfono después de la llamada, poniendo agua a hervir y sacando instintivamente dos tazas del armario para luego devolver una de ellas. Piensa en todos los que suelen llamar: camioneros que toquetean el dial cuando la señal se pierde al dejar Londres por la M1, señoras mayores sin nadie con quien hablar… Luego dedica un pensamiento fugaz al medio millón de personas que pueblan la noche londinense, más allá del aparcamiento con su zorro escurridizo, sus esquinas silenciosas y, hoy, las rodadas que se van formando en la nieve.

    Un alumno de Clive Donald, Julius Brown, de diecisiete años y ciento treinta kilos de peso, llora en silencio encerrado en su cuarto. Pese a sus sesiones de ejercicio en el gimnasio, parece incapaz de vencer su obesidad. A los catorce se medicó contra la epilepsia y como efecto secundario ganó un peso brutal, y aunque ningún médico sabe explicarlo, sigue ensanchándose a ojos vista cada vez que come algo. Los días en la escuela rebosan de insultos: la gente hace ruidos de pedos cuando él se sienta, las chicas se ríen de esa forma tan enigmática al pasar él en el recreo… Tiene un nivel muy avanzado en varias asignaturas, incluida tecnología de la información, pero supone que acabará llevando un servicio de asistencia para personas delgadas cuyo ordenador no funciona. Siente la nevada sin necesidad de mirar al exterior: hacía un frío de muerte al salir del restaurante donde trabaja algunas noches. Daría lo que fuera por que mañana anularan las clases.

    Hay otros que piensan justo lo contrario, como Jacqueline Carstairs, madre de un chico unos cursos por debajo del de Julius. Trabaja como periodista free-lance, y su forma de teclear es rápida y agresiva, como si tocara al piano un tema de rock. Ha quedado con su marido en que él llevará a Frankie al colegio al día siguiente, para que ella pueda acostarse tarde y acabar su artículo sobre un vino chileno; en el caso de que haya clases, también mañana podrá trabajar en paz. Con la agudeza de oído que da el haber criado a un hijo, capta el blando y casi imperceptible sonido de la nieve al caer sobre el contenedor de plástico de fuera. Teclea en un buscador el nombre de un actor chileno, ahora establecido en el Reino Unido, que aparece en un anuncio del vino sobre el que ella está escribiendo.

    La psicóloga del actor, la doctora Maggie Reiss (pronunciado «Rais»), está sentada en el váter de su casa en Notting Hill. Originaria de Nueva York, ejerce en Londres desde 1990 y ya cuenta con una larga lista de clientes famosos de los mundillos del espectáculo, los negocios y la moda. Hace dos años le diagnosticaron síndrome de colon irritable, lo que ella atribuye a las actitudes poco razonables de muchos de sus clientes: sus exigencias, su engreimiento y hasta, a veces, su agresividad. Sentada bajo la reproducción de un cuadro de Klimt cuyo original está en el MOMA, mira por la ventana del cuarto de baño cómo se blanquean los tejados y las chimeneas. Se pregunta si hoy en día esas chimeneas se utilizan o si son más bien ornamentales, como tantas famosas excentricidades de Londres. Maggie lleva el camisón de seda roja recogido en su regazo. Suspira y se acuerda de uno de sus clientes más histéricos, un político que — en este momento— engrosa el número de londinenses que cometen adulterio. En la sesión de hoy ha estado especialmente difícil, con sus absurdas amenazas de demandarla si violaba la confidencialidad. «Que se vaya al infierno — piensa Maggie, y su estómago se revuelve y protesta— . No tengo por qué estar así. Por mí ya se puede morir.»

    Unas puertas más allá, George Weir, albañil jubilado, se está muriendo de verdad. Ambos se han saludado por la calle varias veces, pero no han hablado nunca. Mientras Xavier se bebe el café cinco kilómetros al oeste, George agoniza a causa de un infarto, y jadea desesperado en busca de un aire que de pronto parece separado de su boca por alguna pantalla invisible. Se retuerce palmo a palmo para llegar hasta el teléfono y llamar a su hija, pero es demasiado tarde; en cualquier caso, ella ya no podría hacer nada. George nació en Sunderland setenta años antes, esa misma semana. Mañana pensaba ir a su partida de petanca, aunque de hecho se cancelará debido al tiempo, y a la semana siguiente se cancelará de nuevo como muestra de respeto hacia él.

    Uno de los últimos pensamientos de George Weir en esta tierra es el recuerdo de cuando tuvo que declinar un verbo latino: audere, atreverse. Se encalló a la mitad y el señor Partridge le golpeó en los nudillos. Más de cincuenta años después, le viene a la cabeza cómo era ese verbo. Mientras lucha en vano por respirar, también se acuerda de cuando supo que el señor Partridge había muerto, hará unos veinticinco años, y de la vaga satisfacción que sintió porque, al fin, se fuera extinguiendo la generación de puristas y sádicos que había amargado sus días de escuela. Pero ahora, inconcebiblemente, es el propio George quien se muere, y el tiempo lo ocultará de forma tan inexorable como al señor Partridge y a todos los demás.

    «Jesús — piensa, aunque nunca ha sido un hombre religioso ni emocional— , Jesucristo, no dejes que ocurra.» Pero ocurre. En breve, George sufrirá un paro cardíaco; cuando Xavier y Murray se vayan a casa, él ya aguardará, con la cabeza recostada y la boca abierta e inmóvil, a que lo encuentre un vecino de Maggie. Dentro de unos días, un coche fúnebre con su cuerpo avanzará con solemnidad entre la nieve fundida camino del cementerio de Abbey Park. Desde su cuarto de estar, Xavier lo vislumbrará un instante, igual que ahora contempla por la ventana este lienzo de episodios velados y minúsculos.

    — En el aire en cu-cu-cuarenta y cinco segundos — dice Murray, que se recoloca en su silla giratoria y se mueve suavemente adelante y atrás.

    Xavier piensa un momento en su primera experiencia con la nieve, una noche de hace cinco años, y luego regresa rápidamente al presente: el frío estudio y los oyentes que esperan al teléfono.

    Cuando vuelven a casa, pasadas las cuatro, la nieve ya coge espesor en las calles. Xavier, con su considerable metro noventa y dos, va en el asiento del acompañante, con la chaqueta de piel bien ceñida al cuerpo y tamborileando con los pies en el suelo para entrar en calor. Murray, robusto y con una buena mata de pelo, va haciendo avanzar el coche a trancas y barrancas, como si quisiera animar a un caballo reticente.

    — Hoy ha estado bien — comenta, y asiente con su gran cabeza de cabello rizado— . Aunque el hombre de las tres esposas era una lata. Tendríamos que haber cortado antes.

    — A mí me ha parecido que había que escucharle. Estaba muy solo.

    — Eres una buena persona, Xavier.

    — Yo no diría tanto.

    Se hace un silencio algo denso. Murray se aclara la garganta. El clic-clic obediente del limpiaparabrisas se suma a la impresión de que va a decir algo importante.

    — ¿Q-q-qué te parecería ir a una noche de citas rápidas? Mañana. En ese sitio de ca-ca-Camden.

    — ¿Qué?

    — Ya sabes, citas rápidas. Conoces a un montón de mujeres. Y entonces…

    — Sí, ya sé de qué va. Solo intento averiguar si lo propones en serio.

    Murray se frota la nariz con la mano libre.

    — A ver, l-l-los dos llevamos ti-tiempo solteros.

    Su tartamudeo adquiere velocidad en los momentos incómodos, como si su voz fuese un viejo disco duro intentando descargar las palabras una por una. Las primeras sílabas son las más perjudicadas.

    — Yo estoy muy contento así, tío.

    — Yo no.

    El coche hace un giro forzado en una esquina deslizante junto a un buzón, cuyos horarios de recogida quedan ocultos por una capa de nieve.

    — Creo que no estoy en la situación ideal para ir a una fiesta de solteros. No puedo decir que soy Xavier de la radio. Imagínate qué incómodo sería si una de esas mujeres fuese una oyente.

    — Pues usa tu antiguo nombre. Di que te llamas Chris. ¿Qué tenía de malo ese nombre, para empezar?

    — Dé el nombre que dé, seguro que me preguntan en qué trabajo.

    — Invéntatelo.

    — Vaya, así que me pides que conozca a veinticinco extrañas y les mienta a todas una tras otra.

    — Todas van a mentir — dice Murray— ; es lo q-q-que hace la gente para resultar atractiva.

    Murray pone el intermitente con cuidado, aunque no hay ningún otro coche en la calle, y baja temblorosamente por la escarpada pendiente hacia el 11 de Bayham Road.

    — ¿De veras crees que de esta manera vas a encontrar a alguien? — pregunta Xavier— . ¿Con no sé cuántas conversaciones breves en un bar ruidoso?

    — ¿Se te ocurre algo mejor?

    Xavier suspira. Casi cualquier cosa sería mejor. Murray tendría que ver que, con su tartamudeo, está muy poco preparado para una cita de tres minutos. Obviamente, no será él quien le abra los ojos.

    — Bueno, vale. Al menos estará bien poder tachar otra solución de la lista.

    Al ponerse a andar, los pies se le hunden asombrosamente en la pila de nieve, como velas en la mantequilla de un pastel. Xavier mira atrás e intercambia un saludo con Murray.

    Las Navidades pasadas, en una fiesta del gremio de la radiodifusión, una influyente productora — bajita, pechugona y con unos tacones altísimos— trató de convencer a Xavier de que dejara a Murray y se lanzara con su propio programa; algo que no ha dejado de sucederle desde que Xavier empezó a ganarse un nombre.

    — ¡No es por nada, pero te está frenando! — le gritó ella, poniéndose de puntillas y echándole a la cara el aliento agrio de cóctel. Era de esas mujeres que le gritan a todo el mundo, como si, por ser tan diminuta, estuviera acostumbrada a transmitir sus palabras a una gran distancia— . Te está frenando… ¿cómo se llama?

    — Murray.

    — Exacto, guapo.

    Agarró a Xavier de la muñeca como si fueran a bailar o a besarse. Él, que no es un habitual de las fiestas de empresa, a menudo se siente desconcertado por la familiaridad poco apropiada de la gente que detenta el poder en su gremio.

    — El otro día estuve hablando sobre ti en una reunión. — Mencionó a un par de mandamases— . Deberías pensarte lo de la tele. En serio, quedarías fantástico por cámara, o si prefieres la radio hay muchas otras cosas. Pero necesitas ir por tu cuenta.

    Xavier miró inquieto al otro lado de la habitación, donde Murray oscilaba alrededor de un grupo, intentando sin éxito colar algún comentario dentro de una conversación fluida.

    — Me lo pensaré.

    — Hazlo. — Y le metió una tarjeta de visita en la mano. Él se la guardó en el bolsillo del pantalón y ahí sigue, dentro del armario.

    Por supuesto, no le transmitió la conversación a Murray; como siempre que se daban estas situaciones, le dijo que solo hablaron de chorradas.

    Xavier observa a Murray, con su torpe obstinación, llevar el coche cuesta arriba con una serie de chirridos y saltos.

    Ya en la cama, en una antesala entre pensamientos y sueños, la mente de Xavier se ve arrastrada de nuevo a la conversación en el coche, y se acuerda del día que se cambió el nombre, dos semanas después de aterrizar en Londres. El proceso en sí fue sorprendentemente trivial: cuestión de rellenar unos formularios, llevarlos a una gris oficina de Essex y esperar la confirmación por correo días después. Pero el hecho en sí de escoger su nuevo nombre de entre las opciones infinitas había sido bastante desalentador.

    Primero se centró en las nuevas iniciales, XI. Varias cosas parecían apuntar en esa dirección. Para empezar, «Xi» era una palabra, poco conocida pero válida, con la que ganó un campeonato de Scrabble la misma semana que se cambió el nombre. Por supuesto, estas letras también significaban «once» en números romanos, cifra a la que siempre había estado inexplicablemente ligado: no le sorprendió acabar viviendo, como vive, en el 11 de Bayham Road. Xavier fue uno de los pocos nombres de pila que conocía que cumplieran el requisito; Ireland, el apellido que eligió, tampoco tenía un significado especial. Pero en conjunto, le pareció que Xavier Ireland funcionaba bastante bien: original y exótico, pero verosímil.

    Cambiarse el nombre le había parecido importante porque el viejo, Chris Cotswold, había jugado un papel decisivo en las relaciones clave de su vida hasta entonces. Conoció a sus tres mejores amigos, Bec, Matilda y Russell, porque sus apellidos iban seguidos en la lista alfabética de cuarto curso. Los distribuyeron en grupos y les dieron a representar una fábula de Esopo. Chris, como se llamaba entonces, tomó el mando: designó como zorro a Bec, que a los nueve años ya vestía bien con sus leotardos y sus zapatos rojos; a Matilda, que llevaba trenzas, como la oveja; y al rechoncho Russell como el barco que los conduciría a través del río. Cuando se pusieron a ensayar, a Matilda empezó a sangrarle la nariz. Xavier no olvidará el ominoso goteo sobre las baldosas, ni el pequeño, sereno y pecoso rostro de la niña, semejante a un mapa de carreteras sucias y sanguinolentas. Matilda se sentó, con su indiferencia de nueve años, mientras las gotas caían de su nariz como lluvia sobre cristal.

    Chris hurgó en el bolsillo de su pantalón corto y sacó un mugriento pañuelo de papel para ofrecérselo.

    — Iré a decírselo a la señorita Hobson.

    — No, no vayas. Ya ha parado.

    — No es para chivarme, es porque… nos puede ayudar.

    — Por favor, no se lo digas.

    Lo agarró del brazo y él se quedó donde estaba. Acababan de dar el primer paso hacia el que sería su primer beso, en una barbacoa a los quince años.

    Con la taciturna eficiencia que a veces demuestran los críos, el grupo coincidió en quitar importancia a la hemorragia trabajando aún más concienzudamente en la representación. Aquella tarde, Chris, Matilda, Russell y Bec fueron juntos a la parada del bus, y nadie más se atrevió a hablar con ellos. Chris estaba tan feliz que no pudo dormir: tenía una pandilla.

    La pandilla de los cuatro, tal como los llamarían sus amigos mutuos, se convirtió en una institución. Bec era elegante y metódica; Matilda, pecosa y desaliñada, siempre con las medias agujereadas y camisetas demasiado grandes o pequeñas; y Russell, lento y pesado, necesitaba constantemente que Chris lo ayudara con los deberes. Russell y Bec se convirtieron en pareja a los catorce años; a partir de aquel momento, el rostro fornido del chico adoptó la expresión permanente de un hombre que ha encontrado a alguien muy por encima de sus expectativas. Chris y Matilda tardaron un poco más. Aseguraban que su amistad era demasiado preciosa para arriesgarse a tener un romance. No obstante parecía una cuestión de tiempo, porque era el único desenlace con sentido. Los cuatro se iban de vacaciones juntos, cogían juntos trabajos voluntarios e iban en grupo a las fiestas e incluso a las bodas, como una sola persona. En veinte años, apenas se perdieron de vista unos a otros durante más de un día.

    Tras concederse un instante para la nostalgia, Xavier logra caer en el sueño, pero, como muchas otras veces, este lo vuelve a llevar a Melbourne. Está en el jardín botánico con la pandilla de los cuatro, además de Michael, el bebé de Bec y Russell. Michael da unos cuantos pasos vacilantes persiguiendo un pájaro de pico largo; sus pequeñas piernas se interponen una ante la otra y cae. Todo el mundo se ríe, pero se ha hecho daño y empieza a llorar. Xavier no está del todo inmerso en el sueño en ningún momento: aun cuando lo contempla, parte de su cerebro sabe que no está ocurriendo de verdad, que no podría ocurrir nunca, y hace un esfuerzo consciente por salir de él.

    Finalmente, unos golpes apremiantes en la puerta le arrancan del sueño y de la época desaparecida que se desvanece trémulamente. Se sienta en la cama. Los golpes paran y vuelven a empezar. A través de las cortinas corridas llega un tenue resplandor blanco, y se acuerda de la nieve de anoche. Con la camiseta y los calzoncillos con que dormía, Xavier se tambalea hasta la puerta y la abre con cautela.

    Al principio le parece que no hay nadie. Pero entonces baja la vista y ahí, a la altura de su rodilla, ve a un niño de tres años que, más bien desconcertado ante el éxito de sus golpes, se pregunta qué más hacer. Xavier y Jamie — que vive en la planta baja y un día desarrollará un anticuerpo contra dos clases de cáncer— se miran. Antes de que ninguno pueda decir nada, la madre de Jamie sube las escaleras y aparece en el rellano.

    — ¡Ven aquí, Jamie! ¡Jamie! — chilla, y luego le dice a Xavier— : Lo siento mucho.

    — No pasa nada — contesta él.

    — ¿Por qué molestas a este señor? — regaña a su hijo, que se resiste enérgicamente a sus intentos de cogerle la mano— . Vámonos. — Jamie grita algo sobre la nieve— . Sí, saldremos a ver la nieve en cuanto a mamá le traigan el paquete.

    Jamie sacude la cabeza y le pega a un radiador con su pequeño puño: el paquete no es ni por asomo una excusa suficiente. Gime y brinca como un perro con la correa demasiado corta. Su madre, que se llama Mel, le hace una mueca a Xavier:

    — De verdad que lo siento.

    — No pasa nada — dice Xavier.

    Se miran unos segundos, incómodos. Mel está avergonzada porque esta es otra muestra de su ineficacia a la hora de controlar a su hijo. Xavier se siente violento porque, aunque Mel sabe que él trabaja de noche, resulta embarazoso el hecho de que se acabe de levantar de la cama cuando es evidente que la otra persona lleva despierta y vestida varias horas. Mel se siente mala madre porque no hay ningún padre para llevar a Jamie a ver la nieve, porque su matrimonio acabó, y mal, el año pasado, y aún no ha superado la sensación de que todos los que lo saben tienen una opinión negativa de ella. Después de tanta incomodidad sobrellevada en silencio, los dos se sonríen con timidez y Mel desaparece escaleras abajo con Jamie a remolque.

    El historial de travesuras de Jamie se remonta a mucho antes de que el marido de Mel se marchara; casi a la noche, que Xavier recuerda muy bien, en que un taxi aparcó delante y la futura expareja emergió triunfante con su nuevo tesoro dentro de un moisés. Xavier, que esa noche no tenía programa — así que sería un viernes o un sábado— , se maravilló de lo minúsculo que podía ser un humano, y de cómo aquella cosa inerte, cuyas uñas casi no se veían de tan pequeñas, podía tener toda

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1