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Un lugar seguro
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Un lugar seguro

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Un lugar seguro es un juego entre el relato y la novela en el que se entrelazan cuatro historias. Cada una protagonizada por uno de sus cuatro personajes: Laura, Daniel, Íkar y Crispín van desarrollando la trama y poniendo foco en el fracaso laboral y el paro juvenil. Una obra que transcurre a lo largo de la crisis financiera que vivimos en la primera década del siglo XXI y donde podemos observar la soledad a la que se enfrentó la generación recién graduada en la universidad, la falta de oportunidades y el desarraigo. Cuatro historias, cada una de las cuales nos muestra una faceta de Laura, la persona sobre la que recae el peso de la obra.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento31 jul 2023
ISBN9788419435491
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    Un lugar seguro - Cristina Armunia Berges

    Volver a casa

    Laura echaba de menos su hogar. Debía ir pronto a ver a su abuela. Sentarse con ella y atender a alguna de sus historias. Grabarlo todo con el móvil para poder escuchar siempre los mismos cuentos y aquella voz que cada vez sonaba más cansada desde el otro lado del teléfono. Ahora hablaba con ella a gritos porque la mujer se estaba quedando sorda como una tapia.

    Debajo de la piel, sus músculos estaban tensos, al igual que los de una deportista de élite a pocos segundos del disparo de salida. Estaba preparada para los cien metros lisos. Con la misma adrenalina. Parpadeaba con fuerza, como si con el movimiento de sus cortinillas de carne fuese a espantar el mal de ojo que la perseguía desde hacía meses, por no decir años. De niña, su abuela le había quitado un mal de ojo porque no comía y Laura pensaba que, con aquella dosis de misterio, las malas sombras se mantendrían alejadas por siempre. No fue así. Qué ilusa había sido.

    Se acordó de su abuela y del pasillo de la casa del pueblo, donde había nacido su bisabuela y donde ahora estaba colgado un retrato inmenso de su bisabuelo en tonos verdes, grises y marrones. El bisabuelo Anacleto había sido muy guapo, aunque en aquella pintura salía del todo calvo. Tenía los ojos rasgados y claros, se los imaginaba grises, y una media sonrisa que le recordaba a la mueca de Clint Eastwood en las pelis de vaqueros.

    Rememoró cómo la anciana, porque ya era vieja cuando Laura no tenía más de seis o siete años, le llenó la cara de aceite y espliego mientras removía un mejunje en una tacita blanca de porcelana con los bordes desconchados. Había cuencos, brebajes y botes de cristal sobre un mueble alargado de madera de roble. Todo estaba resbaladizo al tacto y amenazaba con caerse al suelo y romper los gruesos azulejos. El futuro inmediato dependía de si las dos gotas de aceite vertidas en el agua terminaban por juntarse o alejarse, y aquella intriga era mortal. Todos se asomaban compungidos al minúsculo recipiente. ¿Cómo el devenir de una niña podía depender de las artes de su abuela? Era increíble y grandioso.

    La Francisca, una vecina cotilla y malhablada, era la culpable de todo. Según creía su abuela, aquella mujer le había echado un mal de ojo porque Laura y sus amiguitos habían dado balonazos a su fachada a pesar de que la señora les había gritado todo tipo de lindezas para que parasen. Eran unos críos y ella una carcamal. «Niñatos, vagos, maleantes, hijos de puta». Cuanto más gritaba ella, con más fuerza le daban patadas al balón de fútbol roñoso, que terminó por ensuciar toda la fachada dibujando una constelación de esferas y lunas. Desde ese día, Laura apenas comía y su cuerpo había menguado hasta parecer el de un espantapájaros.

    Los padres dejaron que la anciana hiciera y pringase el cabello de la niña con aceites, fango y fajos de romero. ¿La niña comería de nuevo macarrones con tomate? Durante el rito, temieron por la casa y por el pelo de Laura, pero sobre todo por la casa. Barruntaban que durante la ceremonia alguna vela terminase por caer cerca de los sofás o las cortinas y todo acabase en incendio.

    El caserón antiguo no ardió y Laura empezó a comer de nuevo.

    ¿Estaba sola?, se preguntó con el olor imaginario del aceite de romero recorriendo sus fosas nasales y sus lagrimales. Su habitación en aquel piso de estudiantes era un horror, estaba helada y llena de muebles viejos y repulsivos. Sí, estaba sola. Cómo no iba a estarlo si todo desaparecía. Pensó en eso, en por qué todo iba desapareciendo, poco a poco, como si se tratase de una especie de embrujo. No era capaz de retener nada. Ni cosas ni personas, se lamentó. ¿Tenía de nuevo un mal de ojo encima?

    No podía articular palabra. Su tristeza le crujía en el pecho, sobre el mismísimo esternón, y le hacía daño. Pensó en cómo sería eliminar esa parte de su cuerpo que le mandaba ondas expansivas de dolor y nervios que hacían temblar los cimientos de la casa y de toda la manzana.

    El mundo se reducía a tener o no tener dinero, y aquellos billetes de colores eran la piedra angular de sus días, la manera de no sentirse tan despreciable después de tantos años de estudio y noches de fiesta. Sabía que era un pensamiento básico, capitalista, horrendo e irónico. Sobre todo porque en sus veinticuatro años de vida solo había sido capaz de ahorrar mil euros.

    «Todo se va o desaparece», se repetía como un mantra sobre su cama, como en un rezo frío en medio de un templo de piedra. O quizá la que nunca había estado era ella. Optó por no dar alas a esa disyuntiva abstracta que cobraba fuerza cuanto más pensaba en Teruel y en sus padres. Se los imaginaba tristes bajo la lluvia esperando a la hija que nunca vuelve porque tiene una vida mucho más interesante en Madrid. Nada más lejos de la realidad. Ni aquí ni allá tenía nada y esa era la pura verdad.

    Pero sí que estaba sola. Por elección o casuística. Eso no lo tenía tan claro. Trabajaba en una absurda cafetería por una miseria y daba repasos los fines de semana a un niño con déficit de atención. Y además lo hacía sin tener ni idea de niños ni de enseñanza. Su síndrome de impostora se desvanecía al guardar el dinero en su monedero al final de cada clase.

    Desorientada. Sí. Estaba desorientada. Como cuando en un festival de verano, lleno de miles de personas, pierdes a tu grupo de amigos y sabes que eres la única con dos dedos de frente que cargó el móvil por la mañana, en el enchufe de unos baños plastificados llenos de mierda todavía fresca y litros de pis.

    Cerró los ojos, se recostó sobre su cama, exhausta. Durmió.

    De pronto, estaba sentada en la puerta de su casa del pueblo. Parecía tan real. Deseaba estar allí y no volver a Madrid.

    Una grieta amenazaba su fachada, las puertas no encajaban con sus marcos y la chimenea defectuosa no expulsaba bien el humo en invierno. Pero desde aquel lugar, el mundo se adivinaba mágico con una simpleza abrumadora. Montañas de arcilla, árboles de secano y huertos ralos. Sintió la calidez de lo conocido, de las cosas que se saben de memoria y se repiten, y que adquieren valor con el paso de los años y se supo libre. Dejó de sentirse pétrea. Poco a poco, cada extremidad volvió a moverse.

    Era verano, estaba aposentada en el escalón que hace las veces de asiento, porque nunca hay sillas para todos, observando la cuesta en la que una vez rodó y se hizo una brecha en la frente. Era muy pequeña, pero aquel episodio se recuerda por su valentía, porque no lloró con la sutura, y por la sangre, porque el baño y varios paños quedaron impregnados de su savia infantil.

    Olía a rosas y a dondiegos, a tomates y a calabacines, a crema de sol y a tierra. Se le llenaron los pulmones de vida y, al aguzar el oído, oyó a las tórtolas que siempre anidan en la noguera de enfrente y que dan esa extraña sensación de calma con su letanía. Aunque no se movió ni un centímetro de aquel escalón porque temía que terminase el repentino viaje, quiso volar con ellas y ver su pueblo desde arriba.

    Y eso que su pueblo no era uno de los más bonitos del mundo, porque no tenía casi de nada y porque en él habitaban seres enrarecidos, ariscos por el cierzo y envidiosos por el regusto a pobreza que los persigue a todos desde la posguerra. El lugar no era más que un trozo de tierra atravesado por un río poco profundo en el que ni siquiera era posible darse un baño. Cuando llovía, los caminos que custodiaban los dos márgenes de la corriente de agua se llenaban de babosas gordas y asquerosas.

    Pero estaba allí y eso era suficiente. ¿Era posible que hubiera volado? ¿Había logrado un cambio espacial tan solo con un pensamiento? No dijo nada y saludó a su madre como si acabasen de verse esa misma mañana o la noche anterior. La mujer entró por la puerta y las cortinas de tiras de plástico la golpearon despacio en la espalda. Todo seguía su curso del mismo modo que siempre y se sintió llena.

    Bajó al corral en busca de huevos calientes. Llenó el barreño de plástico rojo y descolorido por el sol para que las aves bebiesen a sorbos, con el pico apuntando al cielo. Desencajó unos cuantos granos de maíz de los zuros marrones y ásperos, y volvió a subir por la cuesta de hormigón gris hasta su casa. Se asomó a la cocina, donde estaba su madre ordenando por aquí, limpiando por allá, manteniendo en pie los recuerdos y los suspiros de todos.

    No cruzaron palabra. Tampoco hacía falta estar hablando todo el rato. Se metió en la habitación, se quitó la camiseta de propaganda de la Caja Rural y los pantalones cortos decimonónicos que hacían las veces de pijama y se puso rápidamente su bikini de frutas. Justo ahí, de manera abrupta, terminó el sueño.

    Regresó a la realidad. Volvió a Madrid y a su cuarto cochambroso.

    Con el estómago vacío y todavía con un regusto amargo en la boca, Laura salió de casa para dar la que iba a ser su última clase de repaso. Aunque eso todavía no lo sabía. Su alumno se llamaba Íkar. Se trataba de un niño polaco con grandes problemas para concentrarse que, durante los fines de semana, no hacía mucho más que recibir clases de apoyo, jugar a videojuegos y bajar a la calle con su hermano mayor. Íkar era algo bajito para su edad, diez años, tenía los ojos castaños y saltones, además de un flequillo recto que le recortaba su padre a conciencia una vez al mes. El hombre no era buen peluquero y el niño, muy poco presumido. En el colegio solo tenía dos amigos, Juan e Íñigo. Los tres vivían cerca de Francos Rodríguez, así que cuando hacía bueno bajaban a la calle, casi siempre acompañados de algún adulto o del hermano mayor de Íkar, Rado, que ya iba al instituto y pasaba poco por casa.

    «¿A que no te subes a ese árbol? ¿A que no le dices nada a esa chica? ¿A que no robas una bolsa de Doritos? ¿A que no encanas el balón en la casa de la vieja del quinto y luego le llamas al telefonillo? ¿A que no te la tocas?». Las tardes con Rado eran un continuo desafío, e Íkar prefería que su hermano estuviera castigado a que bajase a la calle con ellos, así que, siempre que podía, se chivaba a su madre de todas las fechorías de su hermano. A Juan y a Íñigo tampoco les caía bien, porque les recordaba a todas horas que eran los chicos más pringados de su clase.

    A Laura le caía bien el chico y de alguna manera le recordaba a las tardes en el pueblo, a su primo Crispín.

    En un piso cercano al parque de la Dehesa de la Villa, la madre de Íkar, Janica, siempre estaba preparando algún plato delicioso en una cocina destartalada y llena de esquinas asesinas en la que se movía como un animal salvaje entre nudos de lianas. Los azulejos azules de las paredes desconchadas combinaban fatal con las baldosas marrones del suelo y con los muebles de aglomerado que poblaban todas las estancias. Las cortinas naranjas del salón, el televisor de caja, las alfombras irregulares y los sofás azules de principios de los ochenta daban a la casa un aspecto de república del este. En las paredes colgaban cristos y varios cuadros en tonos ocre que apagaban la poca luz que entraba en el piso interior, de ventanas de aluminio. En invierno, entraba el frío y, en verano, les comía el calor.

    A pesar de estar concentrada en cada uno de sus movimientos culinarios, Janica era una gran conversadora. Con un acento bien marcado, hablaba de sus hijos (dos en España y uno en Polonia), del Gobierno, de la mala suerte en general y de la de su familia polaca en particular, de sus padres y de los vecinos… Al término de esa primera charla, Janica espolvoreó sobre una lasaña de carne picada y verduras trazas de queso Bundz que le había traído la vecinita del primero, Laska.

    Laska era la hija pequeña de una familia de cinco hermanos, también polacos, que se mudó al edificio hacía poco por recomendación de una tía de Janica en Cracovia. La niña se había convertido en la debilidad de Janica, que había engendrado tres varones tan sensibles como el hormigón armado. Laska tenía seis años, el pelo rubio, casi siempre recogido en dos trenzas finísimas que

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