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Enheduanna y las almas compartidas
Enheduanna y las almas compartidas
Enheduanna y las almas compartidas
Libro electrónico406 páginas

Enheduanna y las almas compartidas

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Información de este libro electrónico

Un hombre entra en un colegio de Madrid y mata a varios alumnos. El psicólogo encargado de evaluar al asesino cree estar ante un caso sencillo, pero se encontrará con una situación que escapa a su raciocinio y que sin embargo enseguida comprobará por sí mismo que es cierta.
Esta novela coral, magníficamente construida sobre escenarios tan dispares como la España actual o la Grecia de los filósofos, aborda temas sugerentes: el amor a través del tiempo, la posibilidad de recordar vidas pasadas y la eterna dicotomía entre el bien y el mal.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 jul 2023
ISBN9788419435354
Enheduanna y las almas compartidas

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    Vista previa del libro

    Enheduanna y las almas compartidas - Andrés García Ferreiro

    portada.jpg

    Primera edición digital: junio 2023

    Campaña de crowdfunding: equipo de Libros.com

    Composición de la cubierta: Irene E. Jara

    Maquetación: Irene E. Jara

    Corrección: María Luisa Toribio

    Revisión: Isabel Bravo de Soto

    Versión digital realizada por Libros.com

    © 2023 Andrés García Ferreiro

    © 2023 Libros.com

    editorial@libros.com

    ISBN digital: 978-84-19435-35-4

    Logo Libros.com

    Andrés García Ferreiro

    Enheduanna y las almas compartidas

    Un mundo mejor es posible.

    Índice

    Portada

    Créditos

    Título y autor

    Dedicatoria

    Prólogo

    Enheduanna y las almas compartidas

    Agradecimientos

    Mecenas

    Contraportada

    Prólogo

    La lluvia caía incesante sobre los cristales del coche, una cortina de agua que los limpiaparabrisas casi no podían evacuar.

    Desde que mi abuelo se había retirado y, una vez más, cambiado de domicilio, no le había visitado. Iba trasladándose de vivienda en vivienda desde hacía varios años, y esta última parecía encontrarse en el fin del mundo.

    Rehuía las interacciones sociales y su única compañía era un pequeño perro que no le abandonaba ni a sol ni a sombra.

    Lo de pequeño ciertamente era una ironía al hablar de un animal de más de sesenta kilos. Eso sí, manso y tranquilo como no he visto otro igual. Nilo se llamaba, y él era el principal motivo de mi visita.

    Mi abuelo se había roto una pierna, lo que le iba a dejar inmovilizado por una temporada, y me había pedido cuidar del animal mientras no pudiera pasearlo ni atenderlo como era debido.

    Yo estaba sin trabajo desde que acabé la universidad y me había tomado ese desempeño como unas vacaciones, que encima me iban a ser remuneradas. O así me lo había vendido mi abuelo, quien no tardó en convencerme al mencionar el apartado económico. Un par de semanas por mil euros. No pude resistirme, la verdad. Además, no tenía nada mejor que hacer.

    Llevaba más de media hora bajo aquella copiosa tormenta y el GPS me anunciaba por fin dos kilómetros para alcanzar mi destino.

    Como no podía ser de otra manera, me apartaba de la carretera principal. Ese último tramo discurría por un camino sin asfaltar flanqueado por una espesa vegetación. Aunque había reducido la velocidad, los limpiaparabrisas seguían a plena potencia y no veía el momento de llegar y olvidarme de aquella pesadilla de viaje. Si ese iba a ser el tiempo que me esperaba, menudas vacaciones.

    Por fin, vislumbré una casa al final del camino y el GPS terminó diciendo esa frase tan plana de «ha llegado a su destino».

    Quité el contacto del coche e hice el amago de llamar a mi abuelo por teléfono, pero la pantalla indicaba que no había cobertura. Esto sí que iba a estropear mis vacaciones de verdad. Quince días sin internet. ¡Me iba a volver loca!

    No me quedó más remedio que bajarme del coche, resguardarme mínimamente bajo mi chubasquero con la maleta en la mano y acercarme a aquella casa en medio de la nada.

    Menos mal que tenía un tejadillo antes de la puerta.

    Busqué el timbre por todas partes hasta que me percaté de la aldaba con forma de mano que presidía el centro de la puerta. Alcé la bola que sujetaba dentro de su palma y golpeé con fuerza repetidas veces.

    No obtuve respuesta. Por lo menos no humana, aunque sin duda desperté a Nilo de su siesta. Sus profundos ladridos se acercaron cada vez más, hasta intuirse detrás de la puerta.

    —Hola, Nilo. Hola, cariño —dije, intentando apaciguarlo.

    Al rato se debió despertar en él esa memoria olfativa y debió reconocerme. Ahora era su pata arañando la puerta la que me pedía que abriese para poder saludarme. «¿Por qué no?», me dije a mí misma. Para qué cerrar la puerta en un lugar donde nadie iba a aparecer de manera fortuita. En efecto, giré el pomo y empujé la pesada puerta de madera con todas mis fuerzas. Enseguida Nilo salió desbocado, girando su cola a toda velocidad, síntoma de lo contento que estaba de volver a verme. Me agaché para demostrarle que yo también me alegraba de verle y enseguida empezó a lamerme la cara. La verdad es que era una bola de pelo de lo más cariñosa, eso no lo podía negar.

    —Siempre le has caído bien. Nilo, déjala respirar. ¡Venga, para dentro!

    Era mi abuelo quien me sorprendió al pie de la puerta, apoyado sobre una muleta. Se había dejado la barba larga y blanquecina. Tanto, que bien podía pasar por san Nicolás en una de esas típicas películas navideñas, aunque le faltaba la barriga prominente. Siempre había estado en forma y los años no habían trasformado aquel hábito. Nilo obedeció a regañadientes y ese respiro permitió que pudiese levantarme.

    —Hola, abuelo. Esta vez sí que te has venido lejos. ¿Cómo has encontrado este lugar?

    —En realidad, el lugar me encontró a mí. ¿Qué tal el viaje? Esta lluvia me está matando los huesos. Creo que me hago mayor.

    —Eres mayor, abuelo.

    Ambos reímos a la vez y nos fundimos en un abrazo. Recogí mi maleta y entramos en aquel pequeño santuario en medio de la nada.

    Era una casa de piedra con techos lo suficientemente altos como para poder haber diseñado una segunda planta, aunque sin duda hubiera perdido su encanto. La techumbre de madera negruzca indicaba que la casa tenía sus años, pero estaba bien conservada. Agradecí el calor que desprendía la chimenea para deshacerme de la humedad que habíamos dejado fuera y me quité el chubasquero. Mi abuelo se movía con dificultad con la pierna recta, intentando no hacer movimientos bruscos y con gestos de dolor a cada paso. No sé cómo podía realizar él solo todas las tareas que demandaba una casa como aquella.

    —Parece que tienes una avería maja, ¿no? —dije, señalando con la cabeza hacia su pierna.

    —Bueno… Podría haber sido peor, je, je.

    —¿Y cómo te las apañas tú solo?

    —Viene una amiga de vez en cuando para la comida y eso, pero Nilo necesita más atención. No quiero que coja más peso, por eso te he pedido que vinieses. Sin un paseo o dos por el monte, está que se sube por las paredes. Un poco como yo, je, je. Pero bueno, me ha dicho la doctora que dentro de un par de semanas estaré mucho mejor. Te he preparado la habitación al final de la casa. Tiene unas vistas magníficas al amanecer. Ponte cómoda y luego hablamos. Aparte de pasear a Nilo, me gustaría que me ayudases a otra cosa.

    Asentí con la cabeza, ya que estaba cansada del viaje, y tiré de mi maleta hasta el final del pasillo. Nilo iba haciendo de anfitrión y me indicaba el camino, feliz por tener visita. Aquella casa de planta única era enorme, y más aún para una persona sola. Llegué a contar un baño y tres habitaciones antes de alcanzar la mía, una amplia dependencia con un gran ventanal con vistas a un valle que sin duda haría las delicias de cualquiera. Un paraíso en medio de la naturaleza, «aunque sin internet», me dije a mí misma, sonriendo por ese inconveniente que sin duda iba a estropear mi estancia en aquel lugar. Me parecía imposible que alguien pudiese sobrevivir sin internet hoy en día. No es que mi abuelo fuese una de esas personas que no se manejan en las nuevas tecnologías. De hecho, debía ser un friki en su época más joven, según me había contado mi madre, pero había llegado a odiar aquella dependencia en la que el mundo estaba inmerso, en la cual me incluyo, por supuesto.

    Me instalé rápidamente y me tumbé en la cama, con Nilo a mis pies, intentando adivinar qué era esa otra cosa en la que quería que lo ayudase. Me había dejado con la duda, aunque el cansancio acumulado del viaje no tardó en vencer mi curiosidad y me dormí, acompañada del sonido de los pájaros en el exterior.

    Me desperté al rato y lo primero que hice fue mirar el móvil para observar que había pasado una hora y que seguía desconectada del mundo. Decidí poner el teléfono en modo avión para que no me comiese la batería buscando de continuo redes disponibles.

    Nilo se despertó conmigo de su nueva siesta y me acompañó por toda la casa buscando a mi abuelo. Entré habitación por habitación hasta encontrar la que supuse que era la suya. Era mucho más pequeña que la mía y bastante sobria: una cama, un armario y una pequeña mesa donde se amontonaba una pila de papeles con una pluma de escribir al lado.

    —Veo que has descubierto tu otro cometido —observó mi abuelo, sorprendiéndome por la espalda.

    —¿A qué te refieres?

    —Me ha contado tu madre que te encanta leer y me gustaría que le echases un vistazo a esta novela que estoy escribiendo. Si no te importa, por supuesto.

    —Claro. Si tú quieres.

    Sabía que mi abuelo escribía en sus ratos libres, pero nunca había leído nada de él, así que esta sería una buena oportunidad. Además, no iba a tener nada mejor que hacer estando desconectada del mundo.

    Leer era para mí una pasión desde pequeña. Devoraba libros por doquier hasta que poco a poco me fui haciendo mayor y los quehaceres de la vida diaria me limaron tiempo. Además, como mucha gente, había sustituido los libros por las redes sociales. Un error, por supuesto, pero había que estar conectada. Si no, estabas muerta.

    —He preparado un poco de merienda, pero, si no te importa, le podrías dar un paseo a Nilo primero, ahora que ha dejado de llover. Está deseando salir un poco. Comienza un camino justo debajo de la ventana de tu habitación que le encanta. Y si tenéis suerte podéis ver algún corzo. No te preocupes, los intentará perseguir, pero enseguida se cansa y vuelve. Acude siempre a la llamada, y si no es así, agitas y le enseñas estas barritas rojas que le encantan —explicó, acercando la mano para darme aquel manjar perruno.

    Yo asentí con la cabeza. Nilo parecía intuir aquel primer paseo desde hacía días, ya que no dejaba de mover la cola hacía el lado derecho. Eso parecía indicar excitación, según había leído hacía poco en una de esas páginas de animales en las que me había informado para manejarle mejor. Si la agitaba hacia la izquierda, era signo de tensión. Me pareció muy interesante descubrir las formas de comunicación que tienen estos animales. Ya podíamos ser los humanos tan claros en nuestros estados de ánimo. Nos ahorraríamos muchos disgustos.

    Salimos, tal y como nos había indicado mi abuelo, por el camino que bajaba al valle. Pronto descubrí por qué había escogido aquel lugar para vivir. Un sendero entre hayas y robles que discurrían a la vera de un arroyo. Una auténtica gozada… si te gusta la naturaleza, claro está.

    Empecé a respirar la tranquilidad y la paz que generaba aquel lugar y fui eliminando el estrés que traía con el viaje. Nilo iba siempre por delante, olisqueando cualquier cosa, y volvía para comprobar que todo estaba en orden. Estaba como loco yendo de un lado a otro. No sabía la edad que tenía. Mi abuelo lo había adoptado al morir mi abuela, y de eso hacía ya varios años, pero se movía igual de ágil que un cachorro. Estaba claro que no era un típico perro de ciudad atado siempre con correa. Se le notaba feliz paseando por aquel entorno.

    Estuvimos apenas media hora hasta que dimos la vuelta sin perder de vista aquel arroyo y sin ver ningún animal. Sin embargo, el frescor que inundaba todo había relajado completamente mis sentidos y puesto una sonrisa en mis labios. Estaba feliz de haber aceptado la invitación de mi abuelo.

    Regresamos por donde habíamos venido y llegamos a la casa casi anocheciendo. Al entrar, Nilo devoró la comida que mi abuelo le había preparado y se echó de nuevo a descansar, satisfecho de su magnífico paseo.

    —¿Qué tal ha ido?

    —Se ha portado muy bien y el sitio es espectacular. Hemos bajado un buen trecho el arroyo.

    —Me alegro de que te haya gustado. Si bajas el río un poco más, hay un pequeño pueblo. Se puede ir también por carretera, pero tardarás más que andando. Te lo aseguro.

    —Para otro día.

    —Sí, eso es. Ahora a merendar. Yo tengo la costumbre de acostarme pronto porque a este —dijo señalando a Nilo— le gusta madrugar. Así que, cuando te levantes, otro paseo. ¿Te parece? Tiene que ponerse en forma, je, je.

    Con un ladrido, Nilo, tumbado en el suelo, discrepó de aquel comentario y ambos reímos a la vez.

    Enseguida nos entregamos a la merienda-cena y mi abuelo se puso al día con continuas preguntas sobre mi vida en la ciudad. Aunque el relato era más bien escaso: rutina y un poco de aburrimiento. Un resumen perfecto para mis últimos meses.

    Después de recoger la mesa, mi abuelo tal y como había dicho, se metió en la cama no sin antes entregarme el manuscrito que tenía encima de escritorio y del que debía dar una crítica en pocos días.

    —Buenas noches, Lía.

    —Buenas noches, abuelo.

    Yo me fui a la cama también, ya que tampoco había televisión. «No sé si podré aguantar tantos días», me dije. Tendría que haberme llevado alguna película descargada en el móvil. En fin, ya era tarde para lamentaciones. Así que, después de aquella siesta y sin apenas sueño, no me quedó más remedio que dedicarle tiempo a aquel manuscrito del que mi abuelo me había hecho cómplice. Enheduanna y las almas compartidas, se titulaba. Ya la primera página me dejó boquiabierta. «Sesión 1…».

    Sesión 1

    1

    Centro penitenciario de Madrid. En la actualidad.

    —Está bien. Es sábado 21 de abril. Comencemos.

    —¿Estoy bien aquí?

    —Sí. Imagino que no es la primera vez que cuenta una historia. Intente no omitir ningún detalle.

    —Sabía que este momento llegaría y he preparado un poco la introducción. Espero que no le importe un pequeño toque melodramático. Son gajes del oficio.

    —Será un placer. Tres, dos, uno…

    —La voz en mi interior cada vez es más fuerte. Es un susurro imperceptible, un aliento que envenena mi alma dejando un poso imposible de eliminar. Trato de no escucharla, pero mi reflejo me recuerda que está ahí, acechándome, un reflejo envejecido no tanto por los años como por las cosas que he hecho y por las experiencias que me ha tocado vivir. Como expiar la culpa que me atormenta. Como apartar de mi mente esas imágenes que atentan contra mi humanidad, o al menos lo que queda de ella. He de ocultarme de mí mismo, avergonzado de mis actos, derrotado en una batalla interior que solo tiene un contendiente. Me da miedo dormir y encontrarme con aquel niño que miraba a la muerte con alegría, orgulloso de proclamar al mundo tan honroso destino.

    »Morir en nombre de Dios.

    »La escena se repite en mi memoria una y otra vez, como un bucle sin principio ni fin. Entra por la puerta y proclama en voz alta «¡Alá es grande!» antes de que se desvanezca todo a nuestro alrededor. El zumbido de mis oídos apelmaza el resto de mis sentidos y tardo unos instantes en volver a recobrar la razón. Sigo vivo. Polvo y sangre cubren mi cara y la tierra nutre mis papilas gustativas. Me froto los ojos en busca de una ráfaga de aire que haga recuperar la normalidad de una tarde de verano, pero no consigo mi propósito. Solo empapo mis dedos de una textura que no logro identificar. Soy capaz incluso de palparla ahora mismo. Sin embargo, es el sudor lo que recorre mis manos.

    »¿Por qué sigo vivo?, me pregunto. Todo a mí alrededor era muerte y escombros, pero yo continuaba vivo. No tenía sentido. Aparto de mi lado restos de un cuerpo que desconozco y me pongo en pie para observar con detenimiento la escena a mi alrededor.

    »El techo se ha desplomado casi en su totalidad y los amasijos de hierro que conformaban las vigas han quedado al descubierto. No logro diferenciar ninguna de las mesas que dibujaban el café ni tampoco a sus ocupantes; sin embargo, la bandera con los colores de la liga árabe, rojo, blanco y negro, con las palabras «Dios es grande» escritas en su interior, permanece suspendida en la pared, como un epitafio de lo que allí acaba de ocurrir.

    »Empiezo a escuchar los primeros sonidos tras la detonación. Parecen sirenas. Se acercan los primeros curiosos a la puerta, sorprendidos, aún más que yo, de que salga por mi propio pie y sin un solo rasguño.

    »Esa fue la primera vez que morí.

    —¿Cuándo ocurrió todo esto?

    —No recuerdo la fecha con exactitud. Me encontraba como corresponsal en Irak cubriendo la guerra o al menos lo que quedaba de ella. La lengua la define como la desavenencia y rompimiento de la paz entre dos o más potencias, pero lo que allí quedaba no eran sino las cenizas de la palabra. El 20 de marzo de 2003 comenzaron los primeros bombardeos y apenas mes y medio después, el presidente George W. Bush declaró el final de los principales combates. Habían pasado dos años desde aquellos días, pero la muerte seguía copando las páginas de los principales diarios.

    »Fue una tarde cualquiera. Los días se sucedían en una normalidad manchada de sangre, pero que asumíamos con total hipocresía, enganchados a la búsqueda de noticias, como en tantas otras guerras que ya habíamos cubierto con anterioridad. Ni una sola lágrima derramada por la barbarie ni un apéndice de moralidad por los crímenes que reportábamos. Tan solo escribíamos sobre lo que nuestros lectores demandaban, la destrucción, los asesinatos y la muerte, sin preguntarnos si hacíamos bien o mal al transmitir aquel legado empapado en poesía.

    »Recuerdo los momentos antes del atentado. Yo esperaba noticias de los últimos movimientos políticos chiíes mientras mis ojos observaban una taza de café con la serigrafía de un disco de alabastro encontrado en las ruinas de Ur, de la antigua Mesopotamia, y que rescató de mi memoria mis primeros momentos en aquella encrucijada.

    »Para que entienda la relación con lo que le estoy contando, he de volver atrás en el tiempo para mostrarle mi primera visión. Más o menos al principio de la guerra. —Interrumpió su historia para dirigirse de nuevo a la persona que tenía delante.

    —Quiere decir que tiene visiones. ¿Ve cosas o personas que le ordenan hacer algo?

    —Ja, ja, ja. Sé a dónde quiere llegar, pero no se equivoque. Lo que le estoy narrando no es más que la verdad. Preste mucha atención. Es muy importante que entienda lo que le voy a contar.

    —Entiendo. Continúe, por favor.

    —Estábamos en el ojo del huracán acompañando a la III División estadounidense en sus primeras incursiones. Adam, un compañero del New York Times, y yo disfrutábamos de las instantáneas que acabábamos de tomar de la antigua ciudad de Ur.

    »Aunque estaba amaneciendo, su impresionante edificio nos había transportado a los albores de la civilización humana, y ante mí apareció Enheduanna, suma sacerdotisa de la época sumeria. Parecía real, no como si fuese un sueño, sino algo más palpable. Era como si percibiese aquellas imágenes con un sentido que no dominaba o controlaba.

    ¡Debe morir! Jamás una mujer debió dirigir nuestros pasos.

    Ella habla con Nannar, el dios Luna, y debemos escuchar su palabra. ¡Es la palabra de Dios!

    Los rumores rebotaban en la amplia sala, destruyendo la solemnidad de aquel momento. Enheduanna se mantenía firme ante sus detractores con la mirada altiva, aunque, sin duda, distante, envuelta en sus propios pensamientos. Se sabía perdida ante aquella manada de lobos en la que se había convertido la ciudad corrompida por el poder y desgastada por la hambruna. Pero no le importaba. Ya había superado la rabia que le producía ver morir de hambre a su pueblo y en el eco de su mente tan solo recordaba los últimos himnos compuestos.

    Rey mío, algo se ha creado que nadie ha creado antes susurró.

    Rimush, con esta acción estás invocando a Inanna, dios de la guerra. No podrás escapar a su ira. Era Dhiun quien había hablado, acallando a la multitud por completo. Dhiun había cuidado de Enheduanna desde que esta era pequeña y, aunque sabía que el daño estaba hecho, esperaba un último golpe de efecto de sus palabras.

    Tal vez, viejo. Pero si Inanna es invocado, luchará de nuestro lado por la injuria cometida. Jamás se debió tomar el camino que tu suma sacerdotisa ha tomado.

    Puede que tengas razón, pero sigue siendo una sirvienta de los dioses.

    Rimush sopesaba sus palabras. Aquel anciano había acallado al pueblo y jugaba con sus miedos. Sabía que si quería conservar el poder, solo le quedaba una solución.

    Pues que los sirva lejos de aquí. En Ur jamás será bienvenida. Y tú te irás con ella.

    Dhiun esbozó una pequeña mueca imperceptible en señal de victoria y agarró la mano de Enheduanna para sacarla de allí lo antes posible.

    ¡Guerra! gritó Rimush mientras era aclamado por una única voz de un pueblo ya rendido a sus pies.

    ¡Guerra! rebotaba en toda la sala.

    »Dejaron atrás la ciudad al mismo tiempo que mi mente regresaba a la realidad, sin olvidar aquellos recuerdos frente a la antigua ciudad de Ur.

    —¿Conocía usted algo sobre estos personajes que aparecen en sus evocaciones? Parecen un montón de nombres impronunciables. No sé si podré acordarme de todos —interrumpió la persona que le estaba entrevistando.

    —No será necesario que recuerde sus nombres, y sí, ya conocía a algunos de los personajes que le he mencionado. Uno de mis primeros artículos en la facultad versaba sobre la estrategia política del rey Sargón el Acadio de situar a una mujer para controlar el sur de Sumeria en el tercer milenio antes de Cristo.

    »Rey mío, algo se ha creado que nadie ha creado antes. Enheduanna. Una sacerdotisa en honor al dios Nannar, también conocido como Sin o dios de la luna. Un eco del pasado, que apareció en mi mente tan vívido que desgarraba la realidad que tenía ante mí. Era como si entre la arena emergiesen las imágenes de aquel momento de la historia de la humanidad. Como si aquel instante fuese un recuerdo vivido en mi infancia, algo que enseguida se desvaneció al entrar por equivocación en Nasiriya tras pasarnos un cruce entre las carreteras 7 y 8. Un error que nos recordó qué hacíamos allí, en medio de la guerra de Irak. Los disparos se entrecruzaban en una emboscada que enseguida se cobró sus primeras víctimas. Adam, mi compañero, no tardó en caer, y yo contemplaba su cuerpo sanguinolento agazapado tras uno de los acorazados del convoy, pero no podríamos permanecer mucho más en aquella situación.

    »Sentí miedo en aquel instante. Pero no se equivoque. No confunda la delgada frontera en la que acecha el pánico. El miedo te hace estar alerta; condiciona tus pasos, sí, pero te mantiene vivo. El pánico comete errores y desemboca en la muerte. Un error como el que había cometido Adam al verse superado por aquella situación: levantar la cabeza en busca de una solución externa que no iba a llegar no fue la mejor de las ideas.

    »Los disparos se sucedían y rebotaban contra el armazón metálico del blindado que defendía nuestras vidas. Entonces Enlil, el dios del viento, se levantó para acallar el fuego de artillería. La visibilidad era casi nula y las comunicaciones imposibles, pero nos dio un respiro del fuego enemigo y pudimos escapar de allí.

    »Caminábamos entre la oscuridad que supone una cortina de arena, sin rumbo, sin dirección alguna, hasta que unas horas más tarde escuchamos el bombardeo aéreo de dos A-10 que terminaron con el enemigo, pero también con varios soldados aliados.

    »El silencio que nace tras una batalla es ensordecedor. Solo lo igualan los momentos tras el último suspiro de vida que emana de un ser humano. Escapamos de la ciudad hasta que fuimos rescatados. Yo caminaba al lado de Enheduanna, exiliado de una tierra que no era mía y buscando un argumento para mi siguiente artículo.

    2

    —No entiendo estos flashbacks ni a dónde quiere llegar. Si no le importa, podríamos retomar el relato tras el atentado del café que me ha descrito antes. Aunque tampoco veo la relación con este caso, me parece un punto de partida interesante.

    —Por supuesto. Ahora entenderá el porqué de ambas historias.

    »—¿Te has enterado? —Era el teniente Henry quien me hacía esa pregunta.

    »—¿De qué? —le respondí, sin apenas prestar atención a sus palabras. Llevaba horas deambulando entre las calles hasta alcanzar las oficinas del servicio de Inteligencia británico recordando cada instante antes del atentado. Me había lavado las manos y la cara y sacudido el polvo de entre mis ropas, pero no conseguía arrojar de mí ese olor a muerte que desprendía. No podía dejar de ver a aquel niño sonriendo ante mis ojos.

    »—De lo que ha pasado en la cafetería Abdel Rahîm —dijo el teniente Henry—. Un niño ha entrado con una bomba y no han quedado en pie ni los cimientos. La explosión ha debido ser brutal. ¿No es allí donde sueles quedar con tus informadores? Eres un tío con suerte. Dicen que…

    »—’Siervo del más compasivo’.

    »—¿Qué?

    »—Es el significado del nombre del café. Su dueño siempre pensó que Alá se compadecería de él y por eso dejaba entrar a los occidentales a su local.

    »—Pues creo que se equivocó. Fuck! A este paso no vamos a poder ni tomar un café en esta puta ciudad. Esto se está yendo de las manos, y encima tengo que realizar todo el papeleo de lo que ha sucedido. Tú por lo menos tienes una noticia de la que informar.

    »El teniente Henry y yo habíamos intimado en los últimos meses. Una botella de whisky de contrabando de vez en cuando colaboró bastante en nuestras pequeñas conversaciones, en las que yo me daba por enterado de los últimos acontecimientos y él disfrutaba del poder que da la información. Pero en aquella ocasión me sorprendió la forma en que desgranó ese último acontecimiento.

    »—Y para tus lectores tengo lo mejor de todo. Multitud de testigos que dicen que un hombre salió sin un rasguño de aquel holocausto…

    »La palabra holocausto no era la más adecuada para definir la masacre de la que acababa de escapar, pero no quise hacer uso de la definición lingüística. Así que aguanté mi soberbia y simplemente arqueé una ceja, mostrando mi pleno interés en aquella información de la que yo era el protagonista.

    »—Ahora sí he captado tu atención, ¿eh? Creo que por esto me vas a tener que traer un par de botellas extra, ¡ja, ja, ja! Dicen que ni el mismísimo Houdini hubiese logrado escapar de allí, amigo mío. Yo no me creo ninguna de estas patochadas, pero tengo que recoger las declaraciones de varias decenas de personas que afirman haberle visto salir de allí inmune como si nada. Como si no tuviese nada mejor que hacer. Espero que mañana por la mañana dispongamos de un retrato robot y cacemos a ese superhéroe. Aunque a saber dónde estará ya.

    »—¿Un retrato robot? —pregunté.

    »—Sí. Yo también me pregunto para qué cojones vamos a perder el tiempo en todo esto. Tengo veintidós cadáveres que identificar y debo analizar el detonador utilizado, si es que encontramos algo. Y las altas esferas dan prioridad máxima a esta… cómo la podemos llamar… supería. Sí, creo que esa es la palabra correcta.

    —Superchería.

    —Pues eso, que me están jodiendo por todos los lados, y encima…

    »Maquinaba en mi cabeza lo que suponía aquella información y reflexionaba sobre los pasos que debía tomar. Aún no estaba seguro de lo que había sucedido ni de por qué había sobrevivido de forma inexplicable a aquella explosión, pero debía escapar de aquel lugar y encontrar una respuesta que mi conciencia pudiese soportar.

    »—Bueno, veo que estás muy ocupado. Te dejo. Tengo un artículo que escribir —alegué, a modo de excusa, para escapar de allí lo antes posible.

    »Recorrí el escaso medio kilómetro que separaba la oficina del teniente Henry de mi hotel en apenas un suspiro, pero durante aquellos momentos no podía dejar de observar cada mirada o cada movimiento, que parecían reconocerme como la persona que había escapado de la muerte.

    »Recogí en una pequeña mochila mis escasas pertenencias y me dispuse a dejar aquella habitación que había sido mi hogar durante los últimos dos años. Antes de cruzar el umbral de la puerta, reflexioné sobre las cosas que habían pasado durante ese tiempo y cómo había perdido toda esperanza de encontrar una vida normal.

    »Aunque acababa de alcanzar la treintena, los años exprimían muchas vivencias que no podía soportar sin la adrenalina que supone estar conviviendo con la muerte cada día. Pero en aquel

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