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La fiesta
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Libro electrónico437 páginas5 horas

La fiesta

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La fiesta es un libro de misterio clásico sumamente original que reúne todos los elementos del género en una fábula oscura e ingeniosa inspirada en los Siete Pecados Capitales, y que recuerda a las mejores obras de Agatha Christie, Daphne du Maurier o P.D. James.
Todo empieza con una noticia inquietante: un hotel en Cornualles ha quedado sepultado por un derrumbamiento en los acantilados que lo rodean, dejando siete huéspedes muertos. Pero, ¿qué es lo que reunió a este diverso conjunto de personas? Para descubrirlo, volvemos una semana atrás y conocemos a cada uno de los veraneantes, a cada cual más excéntrico y todos con su propia historia que contar. Con unas gloriosas vacaciones de verano como telón de fondo, se forman amistades, florecen romances y se revelan pecados, mientras unas grietas se ensanchan cada vez más en los acantilados.
Algunos de los invitados vivirán y otros morirán, pero la identidad de los supervivientes es desconocida hasta el sorprendente y desgarrador final.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento7 mar 2022
ISBN9788419179326
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    La fiesta - Margaret Kennedy

    Prólogo

    El sermón del funeral

    En septiembre de 1947, el reverendo Gerald Seddon, de St. Frideswide, Roxton, hizo su visita anual al reverendo Samuel Bott, de St. Sody, al norte de Cornualles.

    Son viejos amigos y estas vacaciones juntos es el mayor placer que conocen. Para el señor Bott, que no puede permitirse ir a ninguna parte, aquello es como una especie de asueto mientras el señor Seddon se queda allí con él. Intercambia la sotana que suele ponerse y con la que se le ve a todas horas por unos viejos pantalones de franela y una sudadera, y se va de expedición a mirar pájaros por los acantilados. Por la noche juegan al ajedrez. Ambos tienen cincuenta y muchos, son anglocatólicos, célibes y perturbadoramente sinceros. Les gusta que sus parroquianos los llamen «padre», pero ya no disfrutan de las escaramuzas con los protestantes tanto como lo hacían cuando eran jóvenes. El padre Bott tiene el pelo cano, es regordete e hirsuto; se parece a un terrier escocés y no es muy popular en la parroquia de St. Sody. El padre Seddon tiene la melancólica papada de un sabueso; su vida es más dura y más desagradable, pero sus parroquianos lo aprecian.

    Llega a tiempo para la cena y en cuanto terminan sacan el tablero de ajedrez. En Londres suele pasar las tardes en clubs y misiones, por eso ansía mucho la tranquilidad. Y, en consecuencia, se sintió algo ofendido cuando, la noche de su llegada en 1947, Bott le dijo que guardara el tablero de ajedrez.

    —Esta noche no puedo jugar —le explicó—. Lo lamento mucho, pero tengo que escribir un sermón.

    Seddon levantó las cejas. Una de las reglas de las vacaciones era que Bott debía escribir todos sus sermones por adelantado.

    —Es un sermón inesperado. He intentado escribirlo esta tarde, pero no se me ha ocurrido nada que decir.

    —Qué inusual —dijo Seddon poco amablemente.

    —Bueno, es un sermón para un funeral...

    Bott fue hasta su escritorio y quitó la cubierta protectora de su máquina de escribir.

    —Ni siquiera es un funeral al uso —se quejó—. En realidad ni siquiera es un funeral. No podemos enterrar a los fallecidos. Ya están enterrados. Debajo de un acantilado...

    —Oh, ¿Pendizack Cove?

    Seddon nunca tenía mucho tiempo para leer los periódicos, pero recordaba el incidente porque había sucedido en la parroquia de su amigo. Durante el mes de agosto, una gran parte de la pared del acantilado se había derrumbado de repente. Había caído sobre una pequeña cala a unos tres kilómetros del pueblo de St. Sody, y había destruido una casa que en su momento habían construido en la parte este de la misma. Todos los que estaban en su interior habían fallecido.

    —Fue una mina, ¿no? —preguntó—. ¿Explotó una mina en la cueva que había detrás de la casa?

    —En parte. Pero lo de la mina había sido meses antes —dijo Bott—. Sucedió el invierno pasado. Explotó dentro de la cueva y parecía que no había provocado daños. Todos fuimos conscientes de que la casa se había librado de milagro. Era un hotel. Había sido una vivienda, pero la habían convertido en una casa de huéspedes. La cueva está justo en el acantilado. La explosión debió de romper las rocas en el interior y aflojó una gran parte de la ladera. Un poco más tarde se encontraron grietas en la parte superior del acantilado, a unos ciento sesenta kilómetros en el interior. Humphrey Bevin, el inspector, ya sabes, que vive en Flamouth, se enteró y vino a echar un vistazo. No estaba muy seguro al respecto; pensó que si fuese a caerse ya se habría caído, pero, tras reflexionar, escribió a Siddal para decirle que si esas grietas se ensanchaban, le parecía que la casa no estaba a salvo y sería mejor que se fuesen de allí. Siddal era el dueño del hotel. Nunca contestó. Nunca hizo nada al respecto. Y ahora está debajo del acantilado.

    —¿Quieres decir que aún están todos enterrados?

    —Es imposible sacarlos. Deberías ver el lugar, no sabrías cómo hacerlo. La cala ya no existe. Nunca nadie se creería que ahí había una casa, y jardines y establos. Así que ahora tenemos que celebrar una espantosa ceremonia. La misa será en la iglesia y el resto lo haremos lo más cerca posible de ellos, trepando por los acantilados. No me gustan este tipo de cosas, pero no puedo negarme y tenemos que ofrecerles cristiana sepultura en la medida de lo posible. Lo hubiésemos hecho antes, pero durante un tiempo consideramos la posibilidad de sacarlos de allí. Es mañana. Y si yo fuera tú, me iría de aquí durante el día. Tendremos a toda la prensa por la zona, imagino, y coches llenos de excursionistas... ¡Y se supone que yo tengo que predicar!

    Bott se dirigió a la máquina de escribir. Mecanografiaba siempre sus sermones porque su letra manuscrita era tan mala que era incapaz de entenderla. Y tampoco podía leer siempre sus propios textos mecanografiados porque en eso también era inexperto. Puso una «q» en la parte superior del folio, volvió atrás y puso un «1». Después presionó la tecla de las mayúsculas y escribió el primer titular:

    AGTODE DIOS

    Después de eso hubo una pausa de veinte minutos. Seddon se enfrascó en un problema de ajedrez. Parecía que el tictac del reloj barato de la repisa de la chimenea corría más deprisa.

    Bott hizo dibujos en su papel secante. Primero dibujó un delfín. Después, unos capiteles curvados. Y luego dibujó Pendizack Point, sobresaliendo frente al mar. Aquello aún estaba allí. Estaba en el otro extremo de la cala. Llevaba allí cientos, quizás miles, de años. Pero el caos de las rocas y los peñascos caídos, la nueva y cruda ladera del acantilado, en el lado este, solo llevaba allí un mes. No pudo dibujarla; era absolutamente incapaz de aceptar su nueva apariencia.

    Durante semanas, se había encontrado con esa fría confusión al final de todos sus pensamientos, y había estado bloqueándolos con una especie de conmoción temblorosa, puesto que la carretera había quedado cortada la misma noche que salió corriendo para ver qué había ocurrido. Porque había oído, igual que el resto de la gente del pueblo, el rugido y el ruido sordo de la pared del acantilado al caer. Mientras corrían por el campo, se encontró a personas gritando que el hotel Pendizack había «desaparecido». Esperaba encontrar ruinas, ruido, confusión, gritos, cuerpos, cualquier horror menos el que se encontró.

    Se toparon con una cortina asfixiante de polvo mientras bajaban la colina hasta los acantilados, y no podían ver mucho. Para acceder al hotel había que descender por un sendero serpenteante y empinado, a través de árboles y arbustos al lado del pequeño barranco. El silencio que reinaba allí abajo había empezado a encogerle el corazón antes de tomar la segunda curva y chocarse con una piedra. Frente a él se alzaba una colina. Y no quedaba ni rastro del camino al hotel.

    Al principio pensó que era una barrera de peñascos sueltos e intentó trepar por encima. Pero, finalmente, tuvo que recular por las rocas que aún caían y se deslizaban, y cuando volvió a la carretera cogió un camino secundario, un pequeño túnel a través de los rododendros, que lo llevó a la explanada del acantilado. Ahí, bajo la luz de la luna aún oscurecida por el polvo, vio lo que había ocurrido. No quedaba ni rastro de la casa, ni de la plataforma de tierra sobre la que se asentaba, ni de nada que hubiese habido ahí antes.

    La marea ya estaba lamiendo con suavidad los peñascos recién caídos, como si hubiesen estado siempre allí. La costa había adquirido un patrón nuevo y los acantilados habían vuelto a su antigua y silenciosa firmeza.

    Suspiró, tachó el primer titular, y mecanografió otro.

    eSTAOS QUIETOSYSABED QUE sOY DIOS

    —No estás avanzando muy rápido —observó Seddon.

    —Estaba aterrorizado —dijo Bott.

    Escribió: «Muerte repentina». Y añadió:

    —Aún estoy asustado.

    —Nunca hubiese imaginado nada de lo que pasó al norte de Londres en el 41 —dijo Seddon.

    —Lo sé.

    Bott se levantó y se acercó a la ventana. Hacía una buena noche, se estaba levantando viento. Podía ver los árboles agitándose alrededor de la torre de la iglesia, una masa oscura y móvil contra un cielo sin estrellas. Las hojas pronto caerían y quedarían esparcidas encima de las lápidas hasta que se pudriesen y volviesen a la tierra. Las ramas desnudas sufrirían el azote de los vendavales invernales, a la espera de que surgieran nuevos brotes. A medida que pasasen las semanas y los meses, esa noche de verano, que ahora recordaba, se adentraría cada vez más en el pasado. Se sentía más seguro respecto al futuro. «Nada es seguro —pensó—, salvo la primavera.»

    —Aquella primera noche —dijo— los supervivientes vinieron aquí. Subieron para buscar refugio.

    —¿Hubo supervivientes?

    —Oh, sí. Vinieron aquí y hablaron. Se pasaron toda la noche aquí sentados, contándomelo todo. Ya sabes cómo habla la gente cuando ha sufrido una conmoción. Dijeron cosas que no dirían en ningún otro momento. Dijeron cosas increíbles. Me contaron cómo habían escapado... Me contaron demasiadas cosas. Ojalá no lo hubieran hecho.

    —¿Cómo escaparon?

    —No sé qué decir al respecto —dijo Bott, apartándose de la ventana—. No sé muy bien qué pensar. Me dijeron muchas cosas, pero no me lo dijeron todo, por supuesto. Nadie nunca sabrá toda la verdad. Pero lo que sí me contaron...

    Se acercó a la chimenea y se sentó en una silla frente a Seddon.

    —Ahora escúchame —dijo—. Y a ver a qué conclusión llegas tú...

    Sábado

    1. Carta de lady Gifford a la señora Siddal

    The Old House

    Queen’s Walk, Chelsea

    13 de agosto de 1947

    Estimada señora Siddal:

    Debería haberle escrito antes para transmitirle cuántas ganas tenemos todos de pasar nuestras vacaciones en Pendizack. Pero en primavera, cuando mi marido reservó las habitaciones, no me encontraba muy bien y tenía prohibido escribir cartas. Ahora estoy mucho mejor. Los médicos, afilando sus cuchillos, me han prometido que para otoño estaré perfectamente bien.

    Llegaremos el sábado 16. Los niños viajarán en tren y necesitaremos un coche para recogerlos. La secretaria de mi marido le escribirá a este respecto y le dirá en qué tren y a qué estación, etcétera. Yo iré en coche con mi marido, y esperamos llegar entre la hora del té y la cena. Pero si nos retrasamos, ¿sería tan amable de vigilar que los niños se vayan pronto a la cama? Después del viaje estarán cansados y excitados.

    Nuestra amiga común, Sibyl Avery, me ha contado muchas cosas sobre Pendizack y lo maravilloso que es. Mucho más agradable que un hotel al uso, sobre todo para los niños. Dice que usted tiene varios hijos, pero que no recordaba qué edades tenían. Si aún están en la guardería, quizás Michael y Luke podrían comer con ellos, porque es posible que sean bastante ruidosos en el comedor, y mucho me temo que yo tendré que comer muchas veces arriba, en mis aposentos, por lo que no podré supervisarlos. ¿Supondría esto una gran molestia? Mi marido puede subir las bandejas, por supuesto. Odio ocasionar problemas. Pero mi médico insiste mucho en que reine la tranquilidad mientras como: sufro indigestiones a menudo y cree que es porque mi mente es muy activa (pienso y hablo mucho mientras como, por lo que es mucho mejor que lo haga sola).

    Sibyl me contó que usted tiene su propia granja, por lo que debería ser fácil continuar con mi dieta. Es difícil conseguirlo en un hotel convencional, porque no moverían ni un dedo por una inválida. No son grandes cosas, pero voy a dejarle por escrito (a) lo que mi médico dice que debería comer y (b) lo que no debería comer.

    (a) Aves, caza, carne fresca de la carnicería, hígado, riñones, mollejas, etc., beicon, lengua, jamón, verduras frescas, ensaladas verdes, huevos, leche, mantequilla, etc. Así que, como ve, hay una amplia variedad.

    (b) Carne picada, carne cocinada dos veces, margarina, y nada que salga de una lata (huevo en polvo, leche en polvo, etc.) y nada de picadillo de carne.

    No voy a entrar en detalles aburridos. Es solo que, desde que nació Caroline, mi metabolismo nunca ha estado bien, y todos los de la calle Harley parecen incapaces de llegar al meollo del asunto. No me preocuparía tanto si no fuese tan aburrido. Odio, de verdad, ser una molestia y no puedes estar enferma sin ser un problema para los demás. Pero sé que usted lo entenderá. Sibyl me ha dicho lo maravillosa persona que es usted y lo estupendamente bien que cuida a sus huéspedes. Asegura que después de pasar una semana en Pendizack seré una mujer nueva. Y otra cosa respecto a que coma en mi habitación: no puede, como es natural en estos tiempos difíciles, darle a todo el mundo lo mismo que debo comer yo, así que quizás prefiera que otros huéspedes no vean lo que me está cocinando. A veces la gente es de lo más egoísta y desconsiderada.

    La admiro mucho por haber encontrado un modo de mantener su vieja y encantadora vivienda. Nosotros tuvimos que abandonar nuestra casa de campo en Suffolk. ¡No había personal! Parece que hemos dejado atrás toda la amplitud y la elegancia de la vida, ¿verdad? Parece que se han esfumado para siempre.

    Ah, y ¿le importaría si llevamos un gato? Hebe insiste en llevarse a su gata y no tengo agallas para decirle que no. Me temo que malcrío a mi familia, pero ¡espero que lo entienda después de que Sibyl le haya contado mi divertida y triste historia! Después de Caroline no he tenido más hijos, ¡y eso que quería una docena! Pero no podía soportar que Caroline fuese hija única, así que tenía que buscar a una hermana y a dos hermanos pequeños entre las pobres criaturas rechazadas de este mundo, y siempre he sentido que debo ser más que una madre para ellos para compensar esa primera y horrible mala desdicha. Hebe tiene diez y los chicos (gemelos) tienen ocho.

    Me he dado cuenta de que no he dicho nada del pescado. Me permiten comer de todo menos arenques, pero no creo que la platija me siente muy bien, ni el bacalao, a menos que se cocine con mucha mantequilla. No tengo prohibidos ni el cangrejo ni las langostas, lo cual es muy conveniente, porque espero que consiga muchos y no haya muchas personas que puedan comerlos.

    Será un placer conocerla. Y debo insistirle en que no emplee la mayor parte de su tiempo como la maravillosa ama de llaves que es y que pase de vez en cuando un rato conmigo para cotillear, porque creo que tenemos muchos amigos en común.

    Me parece que conoce a los Grackenthorpes. Estoy muy orgullosa de Veronica, y ahora que se han ido a Guernsey la echo mucho de menos. Pero, si no bajan los impuestos, todos nos tendremos que ir a vivir allí.

    Saludos cordiales,

    Atentamente,

    Eirene Gifford

    P.D.: ¿Hay alguna posibilidad de que mi marido juegue al golf?

    2. Carta sin terminar de la señorita Dorothy Ellis a la señora Gertrude Hill

    Pendizack Manor Hotel,

    Porthmerryn

    Sábado, 16 de agosto de 1947

    Querida Gertie:

    Anoche recibí tu postal. Sí, me llegó tu carta sin problemas y no me culpes si no te contesté porque desde que he llegado aquí no he parado, literalmente, ni un segundo. Bueno, en cuanto a la pregunta que me haces en la carta, no, no te recomiendo venir aquí si puedes conseguir cualquier otro trabajo (una cocinera siempre consigue trabajo, no como la pobre de mí). Si pudiese soportar el calor de una cocina, no estaría donde estoy ahora. Esto es un agujero podrido, el peor lugar en el que he caído; no creo que me quede mucho, no al menos si encuentro otra cosa. He respondido a muchos anuncios, pero, claro, al haber venido aquí ya no quedan buenos trabajos, y creo que la dueña me engañó porque no necesita un ama de llaves sino una sirvienta que le haga toda la faena. Si no fuese lo suficientemente mordaz para cuidar de mí misma, estaría haciéndolo todo.

    Bueno, esto no es un hotel en absoluto. No es más que una casa de huéspedes que se cae a pedazos y cuyo tejado gotea, y se ve claramente que durante años no se han gastado ni un penique, y solo hay un baño. Han perdido todo su dinero, así que ella tuvo la brillante idea de convertirla en una casa de huéspedes porque por supuesto sus queridos niñitos tienen que seguir yendo a escuelas pijas, pero no tiene ni la menor idea de cómo llevar un hotel, no sabría ni queriendo. Me pone histérica verla con un lugar tan grande como este, porque yo podría haber abierto mi salón de té si tuviese las oportunidades que tienen otros.

    Hasta donde yo sé, él no ha movido un dedo en toda su vida, salvo para venir a este mundo; le han mandado a dormir a ese agujero donde se limpiaban las botas y no es más que un auténtico dolor de cabeza. La semana pasada había aquí una familia, de apellido Bergman, no de lo mejor, más bien normalitos, y el señor Bergman se quejaba de que el agua no salía caliente (bueno, nunca lo está) y ella vino rápidamente y dijo que cuando llegase le pediría a Gerry, que es su hijo mayor, que atizase el calentador. Ah, no, dijo el señor Bergman, lo va a hacer usted ahora mismo, señora Siddal. A mí me da igual quién avive el calentador, dijo. Pero pago seis guineas a la semana para descansar, no para que sea usted quien descanse. ¡Su cara! Tendrías que haberla visto. No me río a menudo, porque no hay mucho de que reírse, pero en ese momento estaba fuera en el camino y me reí de lo lindo. Este gobierno socialista no se preocupa de los pobres como habían prometido pero han acabado con los ricos, lo cual es un alivio.

    Está a kilómetros de distancia de Porthmerryn y las tiendas también, así que por supuesto que no puede conseguir servicio. Solo tiene a una sirvienta todos los días y a un joven mentalmente deficiente que se supone que es camarero. Tiene que hacer la comida hasta que puedan conseguir una cocinera. Y ahora mismo no tienen a ningún huésped, solo a una pareja de ancianos chiflados de apellido Paley, aunque se supone que esta tarde llegan dos familias.

    Bueno, Gertie, he de terminar esta carta en algún otro momento porque van a dar las ocho de la mañana y ya puedo ver a Nancibel, la supuesta sirvienta, cruzando la arena y he de perseguirla o no hará nada. ¡No hay paz para los impíos!

    3. Fragmento del diario del señor Paley

    Pendizack, sábado, 16 de agosto

    Llevo aquí sentado, frente a la ventana, desde las cinco de la mañana, observando cómo baja la marea. Puedo ver a la pequeña y joven sirvienta..., he olvidado su nombre..., bajando por el camino del acantilado desde Pendizack Headland. Hace ese recorrido todos los días y siempre que la marea está baja cruza por la arena. Debe de ser más tarde de lo que creía.

    Christina duerme. No se despertará hasta que la sirvienta nos traiga el té y las vasijas de agua caliente. Después, dará comienzo un nuevo día. Este descanso terminará. Cuando Christina se despierte ya no estaré solo.

    No me preguntará por qué me he pasado media noche aquí sentado. Ya no me pregunta nada ni se preocupa por cómo estoy. Pasa su vida a mi lado, en silencio. Es, sin duda, una vida miserable, pero no puedo ayudarla. Al menos es capaz de dormir. Yo no puedo. La sirvienta ha llegado ya a la arena, pero camina muy despacio. Es una jovencita grácil. Camina bien. Creo que es el ojito derecho de Christina. Pero mi mujer siempre tiende a ser muy sentimental con las chicas jóvenes: para ella representan la hija que perdimos. El instinto maternal es un asunto puramente animal. Una gata que ha perdido a su gatito amamantará felizmente a un cachorro, o eso me han dicho.

    Ayer mantuve una charla con Siddal, nuestro anfitrión. Me dijo que Pendizack Cove se llamaba Hell’s Kitchen y que sus hijos querían llamar a la casa Hell’s Hotel. Puesto que para él esto era una broma, empecé a reírme y no dije, como Mefistófeles: «¡Esto es el infierno y no me he librado de él!». Pero esa frase, esa frase, me persigue allá donde vaya. Nunca puedo escaparme de ella.

    Debería, si pudiera, pensar en otra cosa. ¿En qué debería pensar? ¿Puedo pensar? A veces me da la sensación de que he perdido la capacidad de hacerlo. Pensé en los viajes. Permanezco... donde estaba.

    Pensaré en Siddal. Es un tipo curioso. Si pudiese sentir algo por cualquier otro ser humano, sentiría una pena enorme por él. Porque me da la sensación de que nunca ha sido capaz de mantenerse a sí mismo. Y ahora que ha perdido todo su dinero, debe vivir del trabajo de su mujer y aceptar el pan de sus manos. Aquí no tiene un puesto. No lo respetan. Vive, o eso me han dicho, en una pequeña habitación detrás de la cocina, una habitación que antaño utilizaba el limpiabotas. Todas las mejores habitaciones de la casa han sido desalojadas para los huéspedes, por supuesto. La señora Siddal duerme en algún lugar en el ático y los chicos Siddal en una buhardilla encima de los establos.

    ¿Cómo puede Siddal soportar una vida semejante? Si tiene que dormir en ese agujero, ¿por qué no insiste en que su mujer duerma con él ahí? Yo lo haría. Pero, claro, yo no hubiese actuado como lo hizo él, de ninguna manera. Yo me hubiese negado a explotar mi casa de ese modo. Se ha hecho, entiendo, para pagar la educación de los dos niños pequeños. Si tienen que pagar la educación a ese precio tan alto, entonces, digo, la pagan muy caro. Además, es obvio que estos chavales desprecian e ignoran a su padre.

    Y, aun así, no le falta inteligencia. Se le consideraba brillante, según tengo entendido, cuando era joven. Llegó al Colegio de Abogados. No sé qué le fue mal allí. Tenía medios privados y esto, unido a su indolencia y a una falta de ambición absoluta, pudo ser su ruina.

    Debería estar agradecido de no haber tenido nunca ni un penique, de no haber aceptado jamás ayuda o dinero de nadie. Siempre he tenido que depender enteramente de mí mismo.

    Me sonrojo cuando estoy con él. La mayor parte del tiempo es invisible. Pero a veces aparece en la terraza, o en las salas comunes, mal afeitado y no demasiado aseado, muy dispuesto a hablar con cualquiera que quiera escucharle. Tiene tres hijos que lo desprecian. Yo no tengo hijos. Pero no me cambiaría por Siddal...

    4. Un par de manos

    Nancibel Thomas llegaba un poco tarde, pero atravesó la arena, como el señor Paley había notado, muy despacio. Todas las mañanas era lo mismo. En esa parte del camino no podía acelerar. En cuanto tenía la casa a la vista, su ánimo se derrumbaba, y lo hacía cada vez más a cada paso que daba, como si estuviese adentrándose en una neblina de tristeza y depresión. Y cada día sentía mayor reticencia a continuar.

    No sabía a qué podía deberse. El trabajo en Pendizack no era duro ni desagradable y todos la trataban bien. No le gustaba la señorita Ellis, pero la vida en el Servicio Auxiliar Territorial le había enseñado cómo llevarse bien con todo tipo de gente, incluso con aquellas personas que no le caían bien. La señorita Ellis no podía ser la responsable de esa aversión que la asaltaba cada vez que se aproximaba a la casa, no era la culpable de esa sensación de que algo horrible, algo indescriptiblemente triste, estaba ocurriendo en aquel lugar.

    A veces pensaba que aquello podía deberse a una tristeza que ella misma había traído consigo a ese lugar, donde una vez fue una niña feliz, haciendo recados entre Pendizack y la casa de campo de su padre en el acantilado. Porque había llegado con el corazón roto y el invierno había sido duro. Pero si fuese yo, pensó, mientras arrastraba los pies en la arena, estaría mejorando. Porque yo estoy mejorando. Lo estoy superando. Ahora mismo solo pienso en ello dos o tres veces a la semana. Sin embargo, la casa está empeorando.

    Y aun así, la casa tenía una apariencia inocente y desesperada esa mañana. Todas las cortinas estaban echadas, y no había salpicaduras brillantes de los bañadores colgando de las ventanas, porque desde que los Bergman se habían ido nadie se bañaba. Y recordó que en una ocasión se encontró con el señor Bergman cerca de las rocas, mientras ella atravesaba la arena. Él iba a bañarse. La había mirado con dureza, y dudó, como si fuese a tirarle los tejos. Pero no lo hizo. Le dio los buenos días con todo respeto y siguió su camino hacia las rocas. Ya nadie se le insinuaba. Su problema, y la fortaleza que la había ayudado a superarlo, la habían convertido en Alguien. Incluso el rudo del señor Bergman era capaz de ver que no era una chica más, otra chica rolliza, guapa y morena. Parecía que hasta su madre se daba cuenta, porque había dejado de darle consejos a Nancibel y, en ocasiones, incluso se los pedía.

    Pero a medida que se acercaba comprobó que no todas las cortinas estaban echadas. El pobre señor Paley estaba sentado, como siempre, en el gran mirador del primer piso. Parecía una estatua, observando el mar. Y de la ventana batiente surgió un destello, justo debajo de una fila de cormoranes posados en el borde del tejado. La señorita Ellis había estado cotilleando y se había ocultado.

    Nancibel apretó el paso y subió corriendo los escalones tallados en la piedra. Una verja en la parte superior la llevaba hasta la terraza del jardín de donde salía un camino que rodeaba la casa. Su peto blanco colgaba de un gancho fuera de la cocina, y sus zapatos de trabajo estaban en el suelo, justo debajo. Se los puso rápidamente y entró en la cocina. El hervidor siseaba en el fogón. Sabía que debía darle las gracias a Gerry Siddal por ello, y no a Fred, el camarero. El trabajo en Pendizack era siempre mucho más fácil cuando el señor Gerry estaba en casa durante sus vacaciones. No solo hacía gran parte de las cosas, sino que también se aseguraba de que Fred, que también dormía en los establos, se levantase por la mañana. Mientras se acercaba a la casa, había oído el rítmico chirrido del interior, lo que significaba que Fred estaba arrastrando su limpiamoquetas de un lado a otro del suelo del comedor.

    Una vez que habían subido el té y las vasijas de agua caliente a las habitaciones, ella tendría que hacer la sala mientras Fred hacía la entrada y las escaleras y la señora Siddal preparaba el desayuno. Luego fregarían los platos, harían las habitaciones, los rellanos y el baño. Entre los dos, de algún modo, Fred y Nancibel tendrían todo hecho antes de la hora de la comida.

    Pero no será posible si esta tarde llegan de verdad diez personas más, pensó, mientras subía el té a los Paley. No puedo hacer todas esas habitaciones adicionales. Ellis tendrá que hacer algunas.

    Un año atrás, antes de que ella fuese Alguien, no hubiese pensado en aquello con tanta tranquilidad. Habría ensayado un manifiesto acalorado sobre el hecho de que abusen de ella, y al mencionárselo a la señora Siddal se hubiese aturullado. Ahora sabía cómo cuidarse sin pasar por situaciones desagradables.

    Llamó a la puerta de los Paley y le dijeron que entrara. La temprana luz atravesaba la ventana descubierta. El señor Paley aún estaba ahí sentado, escribiendo en un libro de ejercicios. La señora Paley estaba tumbada en su mitad de la cama, y su pelo cano estaba perfectamente recogido en una redecilla rosa para dormir. En la habitación rondaba una atmósfera petrificada como si algo violento acabase de ocurrir, y sus ocupantes se hubiesen tensado y quedado inmóviles solo por el golpe en la puerta de Nancibel. Los Paley siempre sugerían esta especie de suspendida violencia momentánea. Desayunaban, siempre, en un silencio sombrío y concentrado, como si estuvieran mentalizándose para realizar un esfuerzo enorme que tendrían que sostener a lo largo del día. Poco después se les podía ver atravesando la arena, con libros, cojines y una cesta de pícnic. Caminaban en fila, con el señor Paley a la cabeza. Subían el camino del acantilado y desaparecían a la altura del cabo. A las cuatro, después de haberse deshecho del cadáver, como sugería el frívolo de Duff Siddal, volvían en el mismo orden para tomar el té en la terraza. Era difícil creer que no hubieran hecho otra cosa más que leer y comer

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