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Sabes quién soy. Cartas a Inés Field: Tomo 1
Sabes quién soy. Cartas a Inés Field: Tomo 1
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Libro electrónico283 páginas4 horas

Sabes quién soy. Cartas a Inés Field: Tomo 1

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Sabes quién soy agrupa las cartas que la creadora de Celia escribió a la intelectual argentina Inés Field (1897-1994) entre diciembre de 1948 y mayo de 1950. Recién llegada Fortún a un Madrid en el que se siente extranjera, recibe la noticia de que su marido se ha suicidado en Buenos Aires durante su ausencia. Dan así comienzo meses de nomadismo entre España, Argentina y Estados Unidos y una intensa correspondencia remitida desde el mar y desde tierra firme.
La dura realidad del regreso del exilio y el trauma de la guerra asoman en estas misivas que son también un epistolario de amor, amistad y ausencia. Una difícil estancia al norte de Nueva York y la crónica del alejamiento entre una escritora y un hijo mentalmente deshecho por lo vivido en la guerra civil y por no aceptar el éxito literario de su madre, rematan esta crónica que es la historia, contada en primera persona, del regreso a España de esta inmensa escritora, conocida y reconocida por ser la gran autora del género infantil de nuestra literatura, ahora redescubierta como gran autora de literatura sin etiquetas. Su autobiografía novelada Oculto sendero y este epistolario son una buena muestra de ello.
IdiomaEspañol
EditorialRenacimiento
Fecha de lanzamiento15 abr 2021
ISBN9788418818011
Sabes quién soy. Cartas a Inés Field: Tomo 1

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    Sabes quién soy. Cartas a Inés Field - Elena Fortún

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    Elena Fortún

    sabes quién soy

    cartas a Inés Field

    [ tomo 1 ]

    Edición e introducción de Nuria Capdevila-Argüelles

    Biblioteca Elena Fortún

    Directoras:

    Nuria Capdevila-Argüelles y María Jesús Fraga

    © Herederos de Elena Fortún

    © Edición e introducción: Nuria Capdevila-Argüelles

    © 2021. Editorial Renacimiento

    www.editorialrenacimiento.com

    polígono nave expo

    , 17 • 41907

    valencina de la concepción (sevilla)

    tel.: (+34) 955998232 • editorial@editorialrenacimiento.com

    Diseño de cubierta: Alfonso Meléndez

    isbn

    : 978-84-18818-01-1

    Introducción

    «Todo es mentira. Todo lo que vemos es una pesadilla y la única verdad está fuera de aquí».

    31 de diciembre de 1948

    La publicación de estas cartas a Inés Field (1897-1994), escritas entre finales de 1948 y finales de 1951, impulsa la expansión de la propuesta de análisis desplegada en mi introducción crítica a Oculto sendero , la autobiografía novelada de Elena Fortún publicada en esta colección. La pregunta y los imperativos de una voz interior a la narradora en el duermevela –«¿Quieres ver cómo descorro la cortina? Mira la puerta… Atiende…»– interpelaba. Sin saber a ciencia cierta la narradora si era pesadilla o simplemente sueño que no debiera atemorizar, también la voz le invitaba a intentar asir verdades ocultas y, por tanto, a considerar las dimensiones del engañoso mundo en el que vive el yo apenas salta de la cama y se incorpora a la realidad que es fruto de la mano y la mente humana. La cama es también punto de origen de gran parte del texto de muchas de las carta s de Encarnación Aragoneses Urquijo ¹ a Inés Field, cama como destino narrativo al que llegará tras las vivencias recogidas en las cartas de este volumen. Lugar de reposo de un ser a quien vivir le cuesta cada vez más, Elena Fortún avanza estos años por un viaje de dolor físico y aprendizaje espiritual que, impulsado por el trauma referido al comienzo de este epistolario, le hará querer asir lo inmaterial de la mano de la mujer con la que sintió que tenía un matrimonio de espíritu y a la que le dice que el mundo real, donde todo es artificio creado por nosotros, es mentira. Lo verdadero nos es invisible. Las cartas participan de esa idea de que lo verdadero se comunica en el silencio, del que está más cerca el papel en un sobre encerrado.

    Como en el caso de la historia de María Luisa en Oculto sendero, para caminar por él hubo que descorrer la cortina: se abrió la puerta del armario. La autoría o función autora Elena Fortún estaba dentro, atormentada y significativa, representada en la literatura que no dio a su editor Manuel Aguilar y muy especialmente en esa novela autobiográfica y en esta correspondencia, de por sí otro texto memorialístico en primera persona que abarca los últimos años de la vida de la autora de Celia. En estos años, Encarnación Aragoneses Urquijo es una narradora herida que escribe desde la certeza de la muerte, en más de un sentido. Desentrañarlos y contribuir al estudio de la autora es el propósito de esta introducción y de estos dos volúmenes de importante correspondencia.

    Aunque sea imposible separar la cama del cuerpo enfermo y doliente, del dolor y de la cercanía de muerte, no es ese el único encierro del que salió esta correspondencia ni el único silencio que se rompe al publicarla y ampliar nuestra percepción de la humanidad de una gran escritora. Ella acabó convencida, al final de un difícil período de convivencia con su hijo en Estados Unidos, de que «[…] es mejor hacer el silencio ya sobre todo». Ese todo, el pasado violento de España, el pasado tenso de su propio hogar antes de 1936, ella misma, pierde su lugar en la historia y la memoria que como madre podría haber legado a su hijo y a su nuera, a quien llamaba hija también. Con el miedo a la agresividad filial, Fortún acepta un pacto del olvido que no puede separarse del que se hizo en España al comienzo de nuestra transición ni tampoco de nuestra tensión actual en relación a la memoria histórica, tan necesaria como necesario es recuperar este epistolario para iluminar la vida, obra y muerte de esta autora y su generación. «[M]i ser interior me es absolutamente desconocido», escribe desde Madrid en los primeros tiempos del regreso. Hay que dudar de esa declaración de desconocimiento pues el saber fue siempre central en su vida. El autoexamen de su yo, doloroso, ocurre en cada carta.

    El último de los deseos que Elena Fortún podó fue pasar los últimos años de su vida con Inés. La historia de esa poda ha quedado narrada en estas más de cien cartas, divididas en dos volúmenes. De esa historia se conserva solamente una perspectiva: la contada por Encarna a Inés. No firma ni una sola carta como Elena Fortún aunque sí habla de su alter ego escritor y la actividad intelectual y literaria es uno de los temas de esta correspondencia, tanto la escritura como la lectura y el pensamiento. Encarnación Aragoneses Urquijo, lectora ávida de libros sobre filosofía y espiritualidad, siempre ansiosa por asir lo inmaterial para entender mejor la existencia y su propio papel en el mundo, lee siempre que puede lo mismo que Inés y reflexiona sobre lo leído. Sigue sus recomendaciones, busca los libros o recibe agradecida los que su amiga le manda. Las lecturas, el rezo, diálogo con Dios que Encarna se esfuerza en conducir con profundidad para sentir su consuelo, y la introspección, ese pensamiento que Fortún intenta, tal es la sed que tiene de explicarse, no fluya atormentado sino claramente explicado para ella misma y para Inés en las cartas, forman parte de las cartas escritas entre el 14 de diciembre de 1948 y el 25 de diciembre de 1951. Este primer volumen incluye las cartas conservadas escritas antes del regreso definitivo a España en la primavera de 1951. Está aquí aún el yo de una escritora exiliada y nómada, insegura además de su lugar en el mundo.

    En conversación con la profesora gaditana Marisol Dorao, responsable de la llegada a España del archivo de Fortún así como de la primera investigación biográfica sobre la autora, la argentina Inés Field afirma que tiene «muy poco conservado del pasado»². Conservó, sin embargo, esta correspondencia, guardándola desde diciembre de 1948, mes en el que se suicida Eusebio de Gorbea Lemmi, marido de Elena Fortún, en Buenos Aires. Corría la década de 1980 cuando Inés Field compartió cartas y conversación con Marisol Dorao. Aún estaba asintomático el largo Alzheimer que causaría la muerte a esta última en el año 2018. Recopilaba datos con calma en las temporadas en que sus obligaciones académicas se lo permitían. Antes de acabar el volumen Los mil sueños de Elena Fortún (1999) en la década de 1990, la enfermedad empezó a mermar las capacidades de redacción de Marisol Dorao, como puede apreciarse particularmente en los últimos capítulos del libro. En ellos transcribe casi literalmente pequeños fragmentos de la correspondencia de Elena Fortún y no puede hacer mucho más. En línea con lo que sintió en relación a Oculto sendero, Dorao se distancia de todo aquel contenido de las cartas que se acerca a las facetas de la identidad de Encarna que le resultaban incómodas: la homosexualidad de Encarna manifestada por ejemplo en los celos de ser suplantada por otra en los afectos de Inés, en las exaltadas despedidas de las cartas y en las referencias a amores entre otras amigas, en las cuestiones de no ortodoxia genérica y en la tensiones entre estas facetas disidentes y las femeninas más convencionales, las cuales continuamente chocaban tanto en la vida pública como en la privada de Encarna-Elena y de casi todas las modernas que vivieron en mayor o menor medida un proceso de emancipación que reaccionaba contra el estereotipo decimonónico del ángel del hogar.

    El ejercicio diario de tener confianza, es decir, estar en el mundo aplicando la misma fe que se aplica en el rezo-comunicación con Dios para vivir así con la certeza esperanzada de que Dios cuida, sabe y guía, parece haber sido tema clave de las conversaciones entre las dos amigas. Los aspectos prácticos de la existencia diaria también tienen su lugar e iluminan una serie de hábitos que permiten reconstruir el modo de vida de nuestras modernas. Brilla el ameno estilo fortuniano y la perspicaz observación del entorno incluso en los tiempos más aciagos. El autoexamen constante de sí misma y la necesidad de ser amada rematan este epistolario. A pesar de no conservarse las cartas de Inés a Elena, es posible intuir la personalidad de guía de la profesora y teóloga, ya reflejada por Fortún en El cuaderno de Celia: «Porque está de manifiesto mi necesidad del papel rayado para dar dirección a mis renglones indecisos y de aquella mano pequeña […] pero enérgica, animosa y fiel de sor Inés. Si se hubiera apoyado en mi hombro en los momentos difíciles […], es posible que yo no hubiera sido tan tontuela ni me hubiera pegado tantos coscorrones con la vida». En este fragmento del epílogo del libro, Fortún fagocita a su personaje otorgándole características y vivencias que no le pertenecen sino que le son propias a ella, «la madre de Celia», como se autodenomina en estas cartas alguna vez. La Celia traviesa de la infancia se convirtió en una joven sensata y después en una mujer predecible y callada, como se ha discutido en relación al volumen Celia se casa en esta misma colección; los coscorrones son de Fortún y el reconocimiento es a la mano amiga de Inés. Y continúa desplegando en estas cartas la visión de sí misma como ser que va dando tumbos o pegándose coscorrones mundo adelante aunque quiere progresar en la fe y en su propia calidad espiritual, pues ese avance es parte del enamoramiento que siente por Inés. Prueba comprometida de que la quiere profundamente es validar su magisterio y demostrar en el diálogo epistolar que no cae en saco roto.

    El 15 de septiembre de 1948 Inés manda una postal a Elena. Está en Tandil disfrutando de unas vacaciones. Desde un paisaje idílico escribe a su «queridísima»: «Perdóname que no te escriba largo. Pero no dejes de hacerlo tú, por favor. De casa me mandan inmediatamente lo que llega. No he recibido más que una desde que estoy aquí, hace ya diez días. Creo que estoy mejor. Lo que anda mal es la sensiblería: desbordo una piedad universalizada patológica. Muchos besos, Inesita»³. Del texto se desprende qué importante fue para ambas hablar de la intensidad de sus emociones, vaciar el corazón, como pidió Elena el 30 de noviembre de 1949, en las cartas. Encarna no dejaría de hacerlo ni tampoco de apelar en cada carta a la piedad y a la sensibilidad de su maestra espiritual, la persona con la que le hubiese gustado compartir sus últimos años en un curioso gineceo conventual para dos, en el Pirineo o en Ibiza o en la sierra, pero de la que le acabó separando un océano.

    En relación a su cuidadoso magisterio espiritual y a la conflictiva relación con la iglesia que Encarna trajo de España, Inés toca, en conversación con Marisol Dorao, la importancia de la inteligencia para poseer bondad y comprensión:

    A mí no me preocupaba el conflicto religioso [de Encarna]; […] soy católica practicante pero no averiguo lo que creen los demás, no, me tiene sin cuidado; así que no me preocupó lo que pensaba […] de la religión Encarna pero… yo no sé, cuando se es inteligente, no se tienen contras tan duras contra nada porque uno comprende que los demás piensen lo que piensen, así que nunca he tenido yo mucho análisis de eso… pero era tan buena que, verdaderamente, aunque no fuera a misa estaba con Dios, sí.

    El estar con Dios era para Inés un ejercicio y un trabajo de pensamiento, una autodidaxia que ella podía apoyar, un camino hacia la armonía sólo posible si se razona y se contiene sensibilidad desaforada, experimentable ante la naturaleza o el arte, por la que ella se regaña a sí misma con humor, y también la vanidad. Este es el camino por el que Encarna la intentará seguir a pesar de dudar si la inteligencia es cosa buena o cosa mala, dado que tanto mal ha traído a su vida el haberla cultivado en el distanciamiento de su papel de esposa y madre a la que lo doméstico parecía un encierro que no lo será tal en la vejez de su último cuarto propio barcelonés. «Tú eres una creación de Dios, no una invención tuya…» escribió Inés Field a Fortún en una de esas cartas no conservadas pero citada por Encarna. Parece invitarla a aparcar el yo juez tan soberbio que condena sin piedad, a no ser vanidosa y no pensar en sí misma con juicios crueles y grandilocuentes, en los que Fortún incurre al calificarse de monstruosa, deleznable, lodo, ruin.

    La respuesta de Inés fue la benevolencia encubierta de razonamiento de fe: a ella no le correspondía juzgarse y era un acto de orgullo sin domeñar hacerlo. Así no podría seguir a ese Dios en el que buscaba alivio para esta última etapa de su vida. Inés siempre le repitió que era buena y Elena siempre lo dudó. Su paz siempre pendió de un hilo, como de un hilo fino pero resistente pensaba que pendía su espíritu de su cuerpo, al que llegó a denominar al final de su vida «hija». Como hija, era mejor no mimarla ni en el fin ni desde luego antes, como ella cree que hizo al emanciparse y ser Fortún. Hubiera sido mejor educar al cuerpo-hija en el sufrimiento, una conclusión tristísima. Inés, sin embargo, reconoció en Elena la posibilidad de fortalecimiento espiritual. Era una cuestión de cumplir con un rasgo claro en el carácter de Encarna: el acabar lo que se empieza y no dejar las cosas a medias. Al compilar su cuaderno de notas sobre Elena Fortún y Eusebio Gorbea, Inés Field escribió:

    Veía en Encarna una buena base de formación religiosa, conocimiento amplio del cristianismo, aptitud mística, fe en Dios. Pero vivía con el alma desasosegada, cosa casi natural a causa de sus continuos problemas existenciales, su difícil relación conyugal, el desapego agresivo del hijo (por carta). Pensé que la Iglesia podía tal vez ayudarle.

    Ella –como yo– necesitaba la integridad de las realizaciones, la precisión, que las cosas que hacía quedaran completas. Los cabos sueltos conspiraban contra su paz. (Pienso que pertenecer a medias al marido, haber convertido el matrimonio en pura fraternidad fue una causa permanente de sufrimiento y malestar para ambos. Pero no lo podía remediar, no he conocido a nadie más ajeno al sexo que Encarna). Por eso me pareció que ese Dios y ese Cristo que la rondaban sin ataduras, a quienes invocaba sin corresponder con el cumplimiento de actos y obligaciones prefijadas, que ese bautismo colgando de un hilo en lugar de ser eslabón de una cadena constituían para ella un desperdicio lamentable. Se acercó a los sacramentos y a las prácticas litúrgicas. Le hizo mucho bien, dio un sentido a sus sacrificios⁴.

    En la última carta de 1948, casi al comienzo de este epistolario, un par de semanas después del suicidio de Eusebio Gorbea, Encarna escribe con las mismas palabras que la protagonista de la película Cría cuervos (Saura 1976) usaría ante la muerte: «todo es mentira», una mentira aterradora en aquel duro momento de exiliada regresada llamada Encarnación Aragoneses, a quien la inesperada noticia de la muerte de su marido lanza a una relación negativa con Elena Fortún. Con todo, si la mentira es todo lo que se ve en el mundo real, la verdad está entonces escondida, invisible, lejos de ese «aquí» que puede ser el mismo Madrid, la realidad diaria, e incluso el espacio de emociones y testimonio de vida que las cartas van creando, oculto sendero textual en el que quien escribe en primera persona va intentando, como es preceptivo, llegar a alguna verdad prístina sobre su yo, el yo de un ser a quien dedicará los peores adjetivos: mala, débil, monstruosa, de alma ruin, «criatura tan estúpidamente mala, que hace el mal sin sentido como un espíritu malo», que no ha de tener «ni siquiera un poco de paz cuando no se ha merecido nada más que dolor y remordimiento». Nada de esto es justo con ella misma ni hace justicia a la enseñanza y el amor de Inés. No obstante, tampoco son afirmaciones verdaderas desde el momento en que los calificativos quedan plasmados en el papel, y quizás dichos en voz baja mientras redacta, es decir, sacados al mundo de la mentira aunque luego queden encerrados en la carta.

    Los juicios desafortunados hacia sí misma se ven exacerbados desde el comienzo de estas cartas por el suicido de Eusebio en Buenos Aires que Inés y Victorina Durán tuvieron que comunicarle. Todas las cartas, y tras ellas el devenir de la vida, están condicionadas por este suceso que, lamentablemente, otorga un último dominio sobre el yo de Encarna a un otro masculino y patriarcal que no encajó de buen grado no controlarla como esposo. Victoria pírrica de la muerte del padre que hará que por fin domine, como siempre quiso, el universo femenino a su lado, pero que en todo caso no cambia que el ser de Encarna-Elena permanezca lleno de elusiva riqueza e interés aunque tenso de dolor en esta correspondencia.

    Madrid ya no le gusta pues siente que no le pertenece y no quiere tampoco reconectar con el pasado sáfico que en la ciudad vivió antes de 1936, como se analizará en el segundo volumen. Las cartas fueron remitidas desde Madrid, desde el mar en ruta España-Argentina y Argentina-USA, desde el pueblo de Ortigosa del Monte en la provincia de Segovia, desde Orange (New Jersey), al norte de Nueva York, desde Barcelona capital y desde el imponente sanatorio Puig de Olena, en Centellas, hoy cerrado en parte y en parte dedicado a otras funciones. Desde estos lugares se despliega una amplia temática tanto sobre aspectos cotidianos de la existencia como sobre asuntos inmateriales del espíritu. Discurre en las cartas la manifestación de una profunda amistad entre mujeres, un enamoramiento tardío por parte de Encarna, vivido a medias y a medias soñado pues, como todos, este es un epistolario de ausencia.

    Están también la dura realidad del regreso del exilio, el padecimiento físico y el sufrimiento espiritual, la aceptación de la cercanía de la muerte, la lealtad de una red de amistades y apoyos a ambos lados del Atlántico, la necesidad de soledad y silencio, y, como siempre, la espiritualidad de Fortún, su búsqueda de Dios y la posibilidad de descansar en Él a través de la amiga amada que vive con más paz espiritual que ella. Se hallan en este corpus además el amor a España y el extrañamiento de quien regresa del exilio y siente la extranjería en lo que otrora fue patria, la gratitud hacia Argentina y las amigas de allí, la paz de la sierra madrileña y el amor al paisaje y al paisanaje, el impacto negativo en la salud mental y física de no tener cuarto propio y de ser tratada con violencia, el alivio de recuperar ese cuarto y vivir en él con cierta tranquilidad una temporada desafortunadamente corta y, por último, la capital importancia de la independencia económica y el miedo a la precariedad sofocado por un creer que Dios provee siempre. De eso no hay que dudar pues esa duda implica no participar del dogma cristiano de que Dios siempre cuida de sus hijos y Dios sabe cómo cuidarla en su camino. «El camino es nuestro pero el fin es de Dios», había escrito Elena a su amiga Matilde Ras, quien también aparece en estas páginas, años antes, en otra carta recogida en la antología El camino es nuestro.

    El archivo del cineasta y académico José Luis Borau, consultado como parte del trabajo investigador necesario para contextualizar estas cartas a Inés Field guarda, además de la abundante correspondencia de Elena Fortún y Eusebio de Gorbea con su hijo Luis de Gorbea Aragoneses, una serie de fotografías de Encarnación Aragoneses Urquijo a principios del siglo XX. No son en absoluto fotos de Elena Fortún. Son fotos de la escritora liminal que Aragoneses Urquijo fue, anteriores a la llegada de la autoría y la agencia cultural a su vida. Dado que esta autoría estuvo directamente ligada a la entrada de una Encarna mayor, ya casada y madre, en el mundo emblema de lo nuevo de la mujer moderna española, estas fotos testimonian la inmensa ruptura que significó el adoptar esta identidad para ella. No fue una hija del siglo XX sino una hija del XIX que abrazó la modernidad del XX en la edad adulta y de forma tan insegura como desesperada pues el matrimonio se le presentaba como obligación inescapable pero nunca deseada. Los armarios de la literatura que se abren a través una lectura feminista muestran la vida desde una perspectiva de género. En esa apertura, el papel de los epistolarios es fundamental en tanto que no fueron escritos para ser publicados por lo que en mayor o menor medida ofrecen una ventana al interior de la persona y a lo específico de la salida al exterior como hombre o mujer, así como una intrahistoria de autoría y de la lucha por entender el yo, su agonía y su caminar a la muerte, único destino cierto. En las más de cien cartas de esta correspondencia se esclarece la dura y apasionante experiencia vital de las modernas y, en definitiva, el conocimiento sobre experiencias que hoy, rescatadas, se han de quedar para contribuir a nuestro conocimiento sobre la historia de la autoría femenina. Aparecen las redes de mujeres que entre Buenos Aires y Madrid apoyaron a Elena Fortún y a otras autoras y artistas, la vida cotidiana, la precariedad y la riqueza, y también entrañables hábitos cotidianos como el gusto de las modernas por la merienda, momento sin duda relacionado con las tardes en espacios como el Lyceum de Madrid o el Club argentino de mujeres de Buenos Aires, junto con vivencias dolorosas como la enfermedad o como la agresividad con la que, por ser Elena Fortún, Encarnación Aragoneses Urquijo es tratada por su hijo en Orange, New Jersey, una vez que éste consigue tenerla con él allí, sin cuarto propio pero encerrada.

    Como también la tuvieron otras mujeres nacidas en la década de 1880, inmersas en la modernidad del Lyceum y la ILE bien entradas en la treintena, Fortún tuvo la sensación de haber nacido antes de tiempo. El salto a la esfera pública de ellas representó un revulsivo contra modelos tradicionales que ya habían aceptado, en la vestimenta, en la conducta, en definitiva en la vida pública, en la privada y en la secreta. Encarna era esposa y madre, segunda de a bordo en el barco del hogar capitaneado por un hombre neurótico, «un señor español incapaz de comprar patatas y pan para cenar porque no se iba a manchar el traje negro», que «pensaba siempre muy mal, […] que creyó que ella lo había abandonado y que no volvería de España. No conocía nada a su mujer. Lo cual no era raro». Este testimonio a Marisol Dorao de la psiquiatra Fernanda Monasterio, amiga de Encarna, no muestra nada de benevolencia hacia Gorbea, morboso y deprimido, proclive al delirio y también un donjuán, que «ni corto ni perezoso abrió el gas y no dejó ni una línea».

    Las fotografías de estudio de Encarna probablemente recién casada en la década de 1910 determinan la distancia que separan a la señora de Gorbea de Elena Fortún. Retratan una mujer decimonónica, con moño o vistoso sombrero, vestida elegantemente a la moda fin de siècle con falda larga, pesada enagua y blusa de manga abullonada, más parecida a Emilia Pardo Bazán que a la Fortún de pelo corto, corbata y traje sastre que puede verse a toda página en La mujer española. Cien años de su historia (Campo Alange, 1961), en la portada del libro homenaje Elena Fortún (1886-1952) y en las fotografías de la argentina Inés Field y la exiliada Encarna que se conservan, tomadas en un viaje a Mar del Plata en las que vemos dos mujeres sonrientes y ostensiblemente felices de estar juntas, frente al mar, con falda por la rodilla y sin medias, a años luz del rito de paso femenino del moño y la falda larga vivido por Encarna en la primera juventud, a juzgar por las fotos conservadas en el archivo Borau. Este rito fue contado por Isabel Oyarzábal, compañera de Fortún en el Lyceum Club, en su autobiografía He de tener libertad (2010, 1940):

    Aquella primavera, un amigo le comentó a mi padre delante de mí que mis piernas constituían una tentación y que debería cubrirlas. Deseé no tener piernas. Mi padre decidió presentarme en sociedad y vestirme de largo. El día que me recogieron las trenzas en un moño por primera vez sentí que mi cabeza era toda alfileres. Las faldas largas me resultaban incómodas y no hacía más que tropezar, cosa que divertía a mi padre sobremanera. Mi madre me acompañó a visitar a parientes y a amistades […]. Acabadas las visitas, empecé a ser considerada una señorita (75).

    Encarnación Aragoneses, por su parte, lamenta en una carta a su hijo el 3 de noviembre de 1946 su infancia solitaria en la que no se le permitió salir sola a la calle hasta los 20 años y también su «espíritu inquieto […] que se había adelantado 20 años a su tiempo». Instalada en su juventud en el tedio de las señoritas que tan bien conocían amigas como Oyarzábal o Carmen Baroja, difícilmente podría imaginar cuando se puso de largo que

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