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De Requena a Leningrado: Historias y vivencias de familiares y amigos que se alistaron a la División Azul (1941-1943)
De Requena a Leningrado: Historias y vivencias de familiares y amigos que se alistaron a la División Azul (1941-1943)
De Requena a Leningrado: Historias y vivencias de familiares y amigos que se alistaron a la División Azul (1941-1943)
Libro electrónico492 páginas

De Requena a Leningrado: Historias y vivencias de familiares y amigos que se alistaron a la División Azul (1941-1943)

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En 1941, trece jóvenes de Requena, o con estrechos vínculos con esta población, se alistaron en la División Azul y partieron hacia  Rusia para luchar con el III Reich contra la Unión Soviética.  ¿Quiénes eran estos muchachos?, ¿cuáles los motivos que los condujeron a arriesgar su vida en el helado frente ruso? A través de este ensayo, magníficamente documentado, acompañamos a los soldados en sus andanzas y nos acercamos a un momento histórico apasionante y a un mundo ya extinto, pero aún muy presente.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento19 oct 2020
ISBN9788418261374
De Requena a Leningrado: Historias y vivencias de familiares y amigos que se alistaron a la División Azul (1941-1943)

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    De Requena a Leningrado - Francisco Javier Pérez

    1

    Visita a la ciudad heroica

    El viernes 19 de julio de 1991 llegué a Leningrado procedente de Moscú. Lo hice en ferrocarril, en un expreso nocturno que había tomado a medianoche en la hermosa estación moscovita de Leningradsky y que arribó, a las ocho de la mañana, a su estación gemela, la Moskovsky.

    En aquellos trenes soviéticos regía una sombría disciplina, acentuada por la austeridad de los equipamientos y la penumbra imperante. Coches-cama con cabinas colectivas, de cuatro literas, acogían a los pasajeros, a los que se proporcionaba una manta que sabe Dios cuándo habría sido la última vez que pasó por una lavandería. Los camastros disponían de una lamparilla cuyo encendido era potestad de unas matronas, corpulentas y adustas, que gobernaban cada vagón, mantenían el samovar y despachaban té en unos cacillos metálicos. Mientras tuvieron a bien apagaron la luz, y a hora temprana despertaron al pasaje que rendía viaje en la Perla del Báltico.

    Cuando el tren se aproximaba a la ciudad, a su paso por el tramo que va desde Sablino a Kolpino, recordé que esos territorios fueron escenario de la batalla de Krasny Bor, la de mayor envergadura y la más sangrienta de cuantas libró la División Azul[1]. Y me pregunté, una vez más, qué se les había perdido a mis paisanos de Requena en el cerco de Leningrado.

    En el gran vestíbulo de la estación Moskovsky, una monumental estatua de Lenin, creador de la URSS, recordaba su histórica vinculación con la ciudad de Pedro el Grande. Por entonces, la impronta de Lenin estaba presente en todos los rincones de la ciudad del Neva, bautizada con su nombre en 1924, año de la muerte del fundador del Estado soviético. Cualquier recorrido por su casco histórico pasaba, inevitablemente, por alguna referencia a las vicisitudes y a los hechos memorables protagonizados por Vladímir Ilich Uliánov. En septiembre de 1991 la ciudad recuperó su nombre original de San Petersburgo.

    La segunda gran evocación era el asedio de los nazis durante la Gran Guerra Patria, entre septiembre de 1941 y enero de 1944. Leningrado era la ciudad heroica, el ejemplo de la resistencia imbatible del pueblo soviético frente a la barbarie nazi-fascista. Como destacaban las guías turísticas: «Toda la población, a una llamada del partido, se alzó en pie de lucha»[2].

    La ciudad me pareció deslumbrante y vital. En pleno verano exhibía, magnífico, todo su patrimonio monumental: desde sus museos hasta sus palacios, iglesias, teatros, fortalezas y otras demostraciones de riqueza artística e histórica. En los parques florecían plantas ornamentales, parterres y cuidadas rosaledas. Los edificios suntuarios, que rivalizaban en belleza y esplendor, bordeaban los canales que se podían atravesar por elegantes y vistosos puentes. Sin duda Leningrado superaba con creces a Moscú, la enorme capital gris, burocrática y resignada del entonces Imperio soviético.

    San Petersburgo fue fundada en 1703 por el zar Pedro el Grande, quien concibió una ciudad cosmopolita, «ventana de Rusia al mundo», en la desembocadura del río Neva, en el mar Báltico. No escatimó recursos ni sacrificios, y miles de obreros forzados murieron desecando marismas y abriendo canales. La conocida como Venecia del Norte se construyó con el concurso de los mejores arquitectos e ingenieros, tanto rusos como italianos, alemanes y franceses. A partir de 1807 el talento de un español, Agustín de Betancourt, dejaría su huella en San Petersburgo. Este militar e ingeniero, nacido en Tenerife, fue director de la Escuela Imperial de Ingeniería de Rusia, asesor del zar Alejandro I y autor de importantes obras civiles y militares. Sus restos descansan en el cementerio Lazarevsky de San Petersburgo.

    El historiador Alan Wykes describe así la urbe:

    La ciudad es realmente hermosa. En torno a su núcleo, formado por la ciudadela antigua y la catedral nueva, se abren concéntricamente avenidas y bulevares. Puentes, torres, templos y galerías se alzan sobre el agua, columnatas y campanarios ponen otros tantos toques de elegancia, las fachadas marmóreas de los palacios refulgen bajo la luz nórdica[3].

    Recorrí con emoción los escenarios de la ciudad donde estalló la Revolución de Octubre. Nadie diría que Leningrado padeció un cruel asedio cuyos antecedentes hay que buscar en las conquistas del Imperio romano, en las guerras medievales o en las cruzadas. Sus bulevares, sus plazas, sus monumentos, sus calles y barrios fueron destruidos por la artillería y la aviación nazi, y sus pobladores sometidos a una hambruna tan extrema que llevó al canibalismo.

    Los responsables de la Academia de Ciencias Sociales de Moscú me habían facilitado alojamiento en una residencia oficial en el distrito de Smolni, donde el PCUS disponía de un complejo de inmuebles y oficinas para usos administrativos, congresos y atenciones oficiales. Este barrio, antiguo emplazamiento de elegantes y ricas mansiones nobiliarias, era una especie de Vaticano comunista. El Instituto Smolny, una institución educativa para hijas de aristócratas, fue residencia y cuartel general de Lenin en 1917 y sede del primer comité central del Partido Comunista de la Unión Soviética. Entonces la ciudad fue bautizada como Petrogrado, suprimiendo el nombre original por sus connotaciones zaristas y religiosas.

    Anduve largamente por las calles de Leningrado y visité el impresionante museo del Hermitage en lo que fue el Palacio de Invierno, la catedral de San Isaac, la Fortaleza de Pedro y Pablo, el Teatro Kirov, el edificio de la Filarmónica[4], el Hotel Astoria y la ribera del Neva, en uno de cuyos parques descuella el Jinete de Bronce, la bellísima escultura de Pedro el Grande. Escenarios, todos, del asedio de 872 días que causó la muerte por hambre de unos 750.000 civiles, entre un tercio y un cuarto de la población total de Leningrado[5]. Según Jacinto Antón, que toma como referencia el libro de Michael Jones, las autoridades cifraron en seiscientos mil los muertos civiles, pero otras estadísticas hablan de un millón doscientos mil[6].

    El 1 de mayo de 1945, Iósif Stalin proclamó a Leningrado «ciudad heroica» por la valentía que demostró durante la Gran Guerra Patria. Poco tiempo después se fundó el Museo Memorial del Sitio y Defensa de Leningrado, sobre la base de los objetos y materiales usados en la exposición Defensa Heroica de Leningrado, creada en pleno bloqueo.

    El museo era, en gran medida, una demostración de la humanidad, de la grandeza y los valores cívicos de los habitantes de Leningrado, y testimonio de agradecimiento a su sacrificio y a su valentía. Pero Stalin consideraba que «la gratitud es la enfermedad del perro»[7]. A su juicio, Leningrado resistió el asedio y derrotó a los nazis no tanto por la determinación de los sitiados como por la preclara y decisiva autoridad de su jefatura suprema. Y no le interesaba que trascendiesen noticias de las penalidades y la hambruna de la población civil, pues, de alguna manera, ponía en tela de juicio la improvisación y la incapacidad de su Gobierno para anticiparse a los acontecimientos[8].

    De ahí que, en 1949, Stalin ordenase el cierre del museo, y en 1953, año de su muerte, dispusiera la liquidación de la inmensa mayoría de los fondos expuestos. Se destruyeron objetos y colecciones importantes —gran parte eran donaciones ciudadanas—, y otros materiales fueron depositados en diferentes museos soviéticos. El zar rojo recelaba de cualquier asunto que tuviese carácter evocador, unificador y sentimental o que pudiese hacer sombra a su naturaleza egocéntrica y totalitaria. Sus propagandistas e ideólogos fueron unos maestros en las técnicas para interpretar y acomodar la historia a conveniencia, omitiendo unos sucesos y recreando otros a mayor gloria del «padrecito» Stalin y de su liderazgo en la Gran Guerra Patria.

    Hubo que esperar a Mijaíl S. Gorbachov y su perestroika, a finales de los años 80 del pasado siglo, para que el Museo del Asedio abriese de nuevo sus puertas. Poco tiempo después tuve ocasión de visitarlo. Un intérprete de español, el funcionario que te colocaban las autoridades y que siempre tenías la sospecha de que era un agente de la Seguridad del Estado en el papel de traductor, me fue dando explicaciones al tiempo que traducía los textos informativos escritos en cirílico.

    A pesar de la limpia ordenada por Stalin, se habían recuperado muchas fotos, dibujos, planos, diarios personales, objetos de la vida cotidiana, uniformes, armas, herramientas, etc. Había un área dedicada al llamado «camino de la vida», la carretera abierta en los inviernos del 41 y 42 sobre el lago Ladoga para abastecer a la ciudad por una precaria ruta que cruzaba la gran superficie de agua helada.

    Viendo aquel museo de los horrores se comprende que muriesen centenares de miles de personas de hambre y enfermedades; que los sitiados tuviesen que alimentarse con raciones diarias de ciento veinticinco gramos de pan amasado con grano podrido y serrín; que durante el verano cundiesen las enfermedades infecciosas al descomponerse los miles de cadáveres que habían quedado congelados por las calles en invierno; que se destruyese el mobiliario doméstico para calentar los hogares que no fueron demolidos por los bombardeos; que los combatientes apenas tuvieran fuerza, tal era su desnutrición, para sostener el fusil y arremeter contra el enemigo. Y que hubiera numerosos casos de antropofagia, aunque de este asunto no hay referencia alguna en el museo.

    Lo que sí había era información documentada y fidedigna, seguirá habiéndola, de las instrucciones impartidas por Hitler para sitiar Leningrado a sangre y fuego y provocar la muerte de sus habitantes por inanición. El general Walter Warlimont[9], destinado en el cuartel general del Führer, redactó el memorándum que contenía la sentencia de muerte de la ciudad: «Debemos cerrar Leningrado herméticamente, debilitarla después por el terror con ataques aéreos, artillería y hambre. En primavera ocuparemos la ciudad, deportaremos a los supervivientes al interior de Rusia y arrasaremos el lugar con explosivos de gran potencia»[10].

    Los nazis y sus aliados observaban la agonía de Leningrado desde sus arrabales. Se habían apoderado de Pushkin, la antigua Tsárskoye Seló (Aldea Real), sede del palacio de verano de los zares y de sus cortesanos. Tsárskoye Seló, también conocida como Peterhof, y que dista apenas una veintena de kilómetros de San Petersburgo, fue el segundo emplazamiento donde se desplegó la División Azul. La grandiosidad de sus alamedas, sus palacios y sus edificios oficiales impresionaron a los soldados españoles tanto como a mí.

    Los ciudadanos de Leningrado eran abiertos y hospitalarios. Merced a la ayuda del traductor tuve oportunidad de escuchar el relato de un hombre entrado en años, antiguo empleado municipal y superviviente del asedio. Contó que había vivido en su niñez la guerra civil que sucedió a la Revolución del 17 y, años más tarde, la conocida como Guerra de Invierno, librada entre Finlandia y la URSS, entre diciembre de 1939 y marzo de 1940. A su juicio, ninguno de estos conflictos —siendo como fue terriblemente sanguinaria e implacable la guerra de los rojos contra los blancos— se podía comparar con los padecimientos que se vivieron durante el cerco de Leningrado y, de manera estremecedora, el hambre y las muertes por inanición. Aunque en aquel momento imperaba la perestroika, aún se expresaba con cierta reserva y declinó compartir una fotografía.

    A través del intérprete, durante la visita a los memoriales, pregunté a algunas personas si conocían la presencia de soldados españoles, aliados de los nazis, en el cerco de Leningrado. Varias de ellas sabían de pasada del asunto y solo un personaje, que manifestó ser artista plástico y restaurador de un museo, aprovechó la parla para ensalzar la obra de Juan de Ávalos, el escultor del Valle de los Caídos, de quien se reconoció admirador incondicional. Reivindicaba al escultor predilecto de Franco con vehemente y encendido entusiasmo.

    En el momento de los hechos, cuando los voluntarios de la Blau Division tomaron posiciones primero en el frente del Vóljov y dos años después en los arrabales de Leningrado, es improbable que los divisionarios tuviesen consciencia plena de que estaban colaborando en un asedio cuya finalidad era rendir por hambre y fuego a la población de Leningrado. Pero, de igual modo, existe la certeza de que entre ellos corría el rumor, la apreciación, de que el asalto se había sustituido por el cerco de acero.

    A esta conclusión se llega, sin ir más lejos, a través de las memorias de Ridruejo. Aunque había renunciado a sus privilegios como jerarca falangista y servía como soldado de antitanques, Dionisio Ridruejo tenía muy buena información de lo que se urdía en el cuartel general. Recibió una filtración a la que no dio crédito por ser la noticia tan inhumana y despiadada: «Medieval y trágica», son sus calificativos. Copio textualmente: «Se dice que en Leningrado se ha desatado la peste, o una grave epidemia de gran mortandad, y que la defensa está quebrando por causa de este enemigo terrible e interior. Pero los alemanes temen una extensión del mal y por tal motivo se abstendrán de atacar y ocupar la ciudad, rodeándola, por el contrario, con grandes precauciones sanitarias y dejándola a su suerte, es decir, dejando que se consuma su población poco a poco. Luego la limpiarán por el fuego…»[11].

    Muñoz Grandes, en tanto que comandante en jefe de la División, y alguno de sus oficiales de Estado Mayor sí debieron ser informados por el OKH y el mando del Grupo de Ejércitos Norte, aunque es posible que sin facilitarles todos los detalles del criminal proyecto. Sabemos que el 13 de octubre de 1942 Von Manstein visitó a Muñoz Grandes y le puso al corriente del plan para el asalto definitivo a Leningrado, proyecto que se paralizó un mes después[12]. El mariscal Erich von Manstein hubo de ser enviado de urgencia a la región del Don, en noviembre de 1942, para intentar liberar al VI Ejército alemán, cercado en Stalingrado.

    Si mucho tiempo después alguno de nuestros paisanos tomó conciencia de la atrocidad en la que participaron, se reservó celosamente su opinión. Con los años tuvieron inevitablemente que conocer los hechos, pero el asunto era tabú. «De la guerra en Rusia nunca se hablaba en nuestra casa»: es la versión más frecuente y habitual de los familiares de los paisanos y allegados que se alistaron a la DEV. Según Caballero Jurado, «para el divisionario normal, el sentido político de su lucha en la URSS era acabar con el comunismo y que España, en el Nuevo Orden Europeo, recuperase Gibraltar. Y poco más»[13]. Acaso la opinión de algunos no se alejase, básicamente, de la manifestada por Arturo de Gregorio, divisionario de noventa y siete años entrevistado por El Español en marzo de 2018. Su declaración es rotunda: «Hitler fue un asesino, pero yo no lo sabía al ir a Rusia». García-Berlanga, cuando conversé con él, vino a decirme más o menos lo mismo. Pero en 1941 Adolf Hitler era el líder victorioso que merecía gratitud y reconocimiento por haber ayudado a Franco a salvar a España del bolchevismo.

    De los testimonios recabados, por la correspondencia y documentación analizada, por los libros sobre temática divisionaria y las opiniones manifestadas en documentales audiovisuales, si hay algo que perturbó sobremanera a los voluntarios hispanos es el reproche, inapelable e irrefutable, de que fueron partícipes y cómplices en el medieval asedio de Leningrado. Estremece pensar que Hitler, un psicópata grotesco, un poseso charlatán imbuido de un resentimiento enfermizo, decidiese eliminar de la faz de la tierra una de las ciudades más hermosas del mundo[14]. Aquel viaje a la ciudad heroica está en el origen de mi interés por la historia de los voluntarios requenenses en la División Azul.

    Lo que aquí se cuenta no es una historia más de la fuerza expedicionaria alistada por el franquismo para contribuir, en alianza con los nazis, a la derrota de la Unión Soviética. Esta es una modesta contribución que pone el foco en una docena de voluntarios, la mayoría combatientes anónimos e ignorados, aunque dos de ellos —Rodrigo Royo y Luis García-Berlanga— alcanzaron notoriedad y prestigio en sus respectivos ámbitos profesionales.

    2

    El encendido ambiente del Café de Colache

    La peripecia divisionaria en Rusia no se explica sin los precedentes de la guerra civil española. Esa trágica y traumática circunstancia condiciona y marca la trayectoria de los protagonistas de este relato. Cada uno de ellos cargaba en su macuto episodios y vivencias que darían de sí para más de un libro. Y estaban, casi todos, poseídos del afán de ser partícipes de la que para ellos era la noble y legítima batalla de la civilización europea contra el bolchevismo.

    El 1 de abril de 1939 concluyó en España la Guerra Civil. El punto final fue el célebre parte, leído ante los micrófonos de Radio Nacional de España, con solemnidad intimidatoria y patriótico énfasis, por Fernando Fernández de Córdoba y Esquer. Militar, actor y radiofonista, la voz de la España nacional, Fernández de Córdoba tardó treinta y siete segundos en locutar el texto redactado por Franco de su puño y letra[15].

    Dos días antes, el 30 de marzo de 1939, las fuerzas franquistas ocuparon Requena. Las vanguardias motorizadas, procedentes de Villar del Arzobispo y Chera, irrumpieron en el pueblo desde el norte, por las actuales calles de San Luis y de las Cruces. Hubo vecinos que engalanaron los balcones con gallardetes, reposteros y banderas nacionales. Salieron a la luz tallas religiosas que algunas familias habían ocultado, enterradas en corrales y huertos.

    La División n.º 15 quedará emplazada en Requena y la 3.ª en Utiel, distribuyendo sus efectivos en las aldeas y enclaves estratégicos de ambos términos municipales. Al mando se encuentra el general José Enrique Varela Iglesias, comandante en jefe del Cuerpo de Ejército de Castilla, dos veces condecorado con la Cruz Laureada de San Fernando. Militar africanista que se ha distinguido durante todo el conflicto por su carácter implacable[16], instala su cuartel general en la finca Casablanca, un elegante palacete que había sido incautado por el Frente Popular a la familia Lamo de Espinosa.

    Las tropas ocupantes reparten víveres entre la exhausta población, se designa un consistorio adicto, se restablece el culto religioso y Varela acoge, en saraos y amigables veladas, a lo más granado de la gente de orden. Testigos de la época comentaron al autor que en la residencia del general se organizaron varios bailes a los que se invitó a las señoritas más distinguidas de la localidad. Recordaban también que no era infrecuente ver a Varela pasear a caballo por el extrarradio del pueblo, acompañado por oficiales de su Estado Mayor.

    El 14 de abril de 1939, cuando se cumplen ocho años de la proclamación de la República, el general Varela Iglesias dicta un bando cuya lectura aún impresiona. Hace saber que se constituyen en la zona, bajo su mando, los Juzgados Militares encargados de sancionar todos los hechos delictivos que hayan sido cometidos durante la dominación rojo-marxista. Dispone que toda persona que tenga conocimiento de actos que puedan revestir carácter de delito vienen obligados a denunciarlos ante la autoridad militar, así como a comunicar la identidad de todos aquellos que hayan desempeñado cargos en comités, partidos, organizaciones sindicales o cualesquiera otros organismos de carácter político o administrativo. El incumplimiento de lo dispuesto en el bando, así como el encubrimiento de personas, será considerado como auxilio a la rebelión y penado en consecuencia. Eso significaba que desoír lo establecido podía conllevar la pena de muerte o largas condenas a presidio.

    Las tornas cambian y el ajuste de cuentas, las represalias y la persecución de los vencidos se imponen con toda su crudeza. Medio centenar de dirigentes o militantes de las organizaciones del Frente Popular en Requena son sometidos a consejos de guerra y pasados por las armas, y a varias decenas más se les imponen severas penas de cárcel. Además, se suceden las detenciones arbitrarias, las intimidaciones, palizas y humillaciones a familiares de los penados y sospechosos de izquierdismo. La depuración de funcionarios —maestros, profesores de Bachillerato, médicos y empleados públicos— se aplica de manera inmisericorde, y muchos serán apartados del servicio.

    El 1 de septiembre de 1939, el III Reich invade Polonia e inicia la Segunda Guerra Mundial. España, arruinada y exangüe después de tres años de guerra fratricida, se declara neutral. Solo los más fanatizados y furibundos partidarios de las potencias fascistas son proclives a intervenir en el conflicto europeo[17].

    De nuevo resuenan tambores de guerra. Según Martínez Bande, ya en las postrimerías de la guerra, y entre sectores de la población de ambos bandos, el anhelo de paz era un clamor, y el descenso de la moral bélica más que evidente. Pero Franco tuvo el firme propósito de continuar la lucha hasta conseguir una rendición sin condiciones[18].

    En el periodo que media entre septiembre del 39 y junio del 41, inicio de la Operación Barbarroja contra la URSS, el régimen victorioso no está exento de tensiones y rivalidades. Franco y sus generales más adictos quieren una España militarizada, cuartelera, cuanto menos ideologizada mejor. Sectores relevantes de la Falange, por el contrario, pugnan para que la llamada «revolución nacional-sindicalista» se imponga. A Franco toda la retórica falangista y sus invocaciones revolucionarias le hacen maldita la gracia. Lo tolera por razones coyunturales y, en su fuero interno, anhela un país de ley y orden, bajo la égida militar y el amparo de la Iglesia.

    En Requena, los futuros divisionarios, la mayoría muchachos desempleados, militan activamente en las organizaciones falangistas y confían en que al grito de «por la patria, el pan y la justicia»[19] España renacerá de las cenizas. Algunos se muestran inconformistas, rebeldes, y reivindican la aplicación inmediata de los ideales joseantonianos. Se citan en cafés y tertulias donde comparten su resentimiento contra «la dominación roja» y su simpatía con los mensajes y consignas del falangismo más radical y beligerante. Un entorno endogámico, unívoco, monotemático e intransigente se había impuesto frente a cualquier atisbo de tolerancia o concordia.

    Las reuniones de conmilitones y camaradas son diarias. El punto de encuentro habitual es el popular Café de Colache, en la renombrada Plaza de España, un edificio de factura modernista propiedad de los hermanos Armero Iranzo, significada familia de la burguesía conservadora y monárquica que ha padecido la represión del Frente Popular.

    En estos encuentros en torno a los jerarcas locales, se jalean y recrecen quienes fueron cautivos del SIM, familiares de ejecutados por «las hordas marxistas», víctimas de incautaciones, depurados, alistados forzosos en el ejército republicano. La nómina incluye, entre otros, a los hermanos Guijarro, los Royo Montes, Augusto Jordá, los Iborra, los Collado, el ebanista Francisco García, Francisco Sánchez Roda, Vicente Canelles, el boticario Víllora, los comerciantes Juan y Francisco Masiá López, Antonio y Pepe Haba, los Cambres, Agut Sastre, Rodrigo Royo Masiá, Joaquín López, los Armero, García Viana, Justiniano Navarro… Algunos son falangistas reconocidos, con pedigrí. Martínez Haba es delegado de propaganda, Rodrigo Royo jefe de deportes del SEU, Pérez Iranzo, está en el servicio de información, García de Leonardo en la CNS, Pepe Haba es jefe local del SEU, García Viana jefe de Falange, etc. Otros son derechistas de siempre que han adoptado la camisa azul, los correajes y el pistolón al cinto. Se consume mal café y coñac peleón. Los bolsillos no dan para muchas alegrías. El ambiente es de revanchismo y exaltación: la guerra no terminará hasta que el comunismo y todas sus manifestaciones sean extirpadas de raíz.

    Allí no caben disensiones cuando se habla de política. El debate, si acaso, se centra en aceptar a regañadientes la neutralidad decretada por el Gobierno o, como abogan los más acérrimos partidarios del Eje, sumarse sin demora a la guerra iniciada por la Alemania nazi. Como señaló Luis García-Berlanga a quien esto escribe, se estaba lejos de aquellas cómicas escenas que recreó en su película Novio a la vista, donde atildados caballeros, aliadófilos y germanófilos, discutían con grotesca vehemencia sobre el desenlace de la Gran Guerra. En 1940 ser aliadófilo podía acarrear severas consecuencias.

    Hay, probablemente, más emociones que razones. Nada tiene de extraña, en consecuencia, la decisión que meses después adoptarán algunos de ellos de alistarse a la División Azul y batallar en otra guerra a más de cuatro mil kilómetros de distancia. Una decisión tan grave y trascendental que vuelve a sumir a las familias en la incertidumbre y el desasosiego permanentes, mientras los protagonistas asumen gravísimos riesgos y se exponen a todas las calamidades. ¿Acaso no tuvieron bastante con nuestra guerra que necesitaron batirse y arriesgar su vida en otra?

    La épica divisionaria y la propaganda falangista construyeron una narrativa que explica la epopeya de la División Azul como una gesta de heroicos españoles poseídos de un patriotismo admirable y unas sólidas convicciones, razones que los llevaron a combatir contra el comunismo soviético, causante último de la Guerra Civil y de los atropellos cometidos por el Frente Popular. «Fuimos a devolver la visita», fue la justificación frecuentemente usada por los divisionarios. Yo creo que era una invocación rutinaria y convencional para salir del paso. Nunca les gustó remover el pasado.

    Para el historiador Núñez Seixas, los primeros contingentes de voluntarios «fueron, sobre todo, veteranos falangistas de camisa vieja, muchos de ellos excombatientes de la Guerra Civil o que habían pasado los tres años de conflicto en la zona republicana. Pero también jóvenes estudiantes falangistas, o que no habían participado en la Guerra Civil por haber vivido en zona republicana hasta el final de la guerra, en bastantes casos con cuentas familiares pendientes con el comunismo por haber perdido familiares a manos de la represión en zona republicana. La participación en la División Azul era contemplada, así, como una venganza, una aventura y una inversión: en Rusia adquirirían una influencia y un prestigio que les permitiría volver a casa e imponer el fascismo revolucionario sin concesiones»[20].

    Suscribo las consideraciones de Núñez Seixas. El presente trabajo, que se fundamenta en testimonios orales directos, entrevistas con algunos de los voluntarios, consulta de documentación oficial disponible en los archivos públicos y acceso a fuentes documentales privadas de algunos protagonistas, me lleva a la conclusión de que, además de la sintonía ideológica, la rehabilitación de familiares y las penurias económicas, el afán de saldar deudas por la represión y las privaciones causas por «los rojos» fue un factor decisivo para el alistamiento de los divisionarios requenenses. A este respecto juzgo determinante un episodio ocurrido en Requena en las postrimerías de la Guerra Civil.

    El sumario 349/1939/20032

    Con la excepción, como iremos viendo, de García-Berlanga y Rodrigo Royo Masiá —los únicos protagonistas que, a mi juicio, no tuvieron reparo alguno en explicitar ante el autor las motivaciones que llevaron a su alistamiento en la División Azul—, los restantes protagonistas de este trabajo nunca aportaron, al menos no han llegado a mi conocimiento, unas razones tan concluyentes y definitivas que permitan establecer sin ambages por qué marcharon al frente ruso.

    Ello obliga, en algunos supuestos, a realizar conjeturas a partir de evidencias y sucesos que tienen elementos de consistencia, coherencia y verosimilitud. Así, está dentro de la lógica, por ejemplo, que no se quiera reconocer el deseo de tomar venganza, pues es admitir un impulso irrefrenable de obtener satisfacción por un daño causado, algo impropio e incompatible con quienes se reconocían católicos practicantes y comprometidos con el mandato evangélico de «la otra mejilla». Pero, como escribió Gonzalo Ugidos, «la venganza, una pasión condenada por la filosofía moral e injuriada por la civilización, se pega a la naturaleza humana de ayer y de hoy como la hiedra al muro»[21]. El autor, en consecuencia, no puede descartar este motivo que se invoca y se justifica, negro sobre blanco, en la prensa de la época y en las declaraciones públicas de jerarcas, autoridades militares e incluso algunos eclesiásticos[22].

    Estas consideraciones pretenden poner al lector en situación y establecer una relación, de causa efecto, entre un episodio ocurrido en Requena en las postrimerías de la Guerra Civil y el alistamiento de varios paisanos en la División Española de Voluntarios, insistiendo, una vez más, en que si tal coincidencia se diese sería uno más de los factores que explican su afiliación divisionaria; un factor, eso sí, ciertamente determinante.

    En el transcurso de la búsqueda documental llevada a cabo en el Archivo General e Histórico de Defensa, y al revisar en la base de datos la relación de procedimientos judiciales incoados, me sorprendió localizar en un expediente, el 349/20032-9, que corresponde al año 1939, el nombre de Vicente Martínez Iborra. No me cuadraba que este divisionario, en cuya ficha de afiliación a la Blau se hace constar que era falangista antes del GMN (Glorioso Movimiento Nacional) y cuya familia pagó un importante tributo de sangre, pudiese estar imputado por un tribunal militar franquista.

    Cuando accedí a la documentación comprobé que el expediente, que no se encuentra digitalizado, es parte de un exhaustivo sumario que fue instruido por la jurisdicción militar republicana y que, recuperado por las autoridades franquistas, fue incorporado a sus archivos a los efectos de depurar las responsabilidades imputables a los funcionarios y militares republicanos implicados[23].

    Tenía en mis manos la causa abierta a raíz de la gran redada que el Servicio de Información Militar (SIM), el principal servicio de inteligencia de la República, llevó a efecto en Requena a finales de 1938 y comienzos de 1939, poco antes de la victoria de los sublevados, un episodio que provocó enorme revuelo e inquietud en la población y que tendría consecuencias relevantes.

    Agentes del SIM desplazados expresamente al pueblo, junto con efectivos locales de seguridad, fueron alertados para identificar y desarticular una presunta célula quintacolumnista y falangista que operaba en la localidad. La investigación pretendía, además, atrapar a supuestos elementos facciosos infiltrados en la VI Brigada Mixta, que había estado acuartelada en Requena y que aún conservaba en la localidad algunos efectivos ocupados en tareas administrativas y de pagaduría. A su frente estaba un capitán, apellidado Alcalde, a quien el SIM tenía en el punto de mira[24].

    El operativo fue consecuencia de una investigación previa llevada a cabo por un agente comisionado por el SIM que se infiltró tanto entre los militares tachados de derrotistas como entre paisanos de Requena sospechosos de complicidad con la Falange, la Quinta Columna y el Socorro Blanco.

    En los últimos días de diciembre de 1938, el delegado del SIM había atado cabos y procedió al arresto de dos jóvenes estudiantes a quienes el autor conoció personalmente años después. Los detenidos fueron Rafael Gadea García y Vicente Canelles Verdia, ambos de diecisiete años. Al primero se le incautaron dos fusiles máuser y munición, que, al parecer, se habían sustraído de un depósito militar localizado en la estación ferroviaria[25].

    Tanto Gadea como Canelles fueron sometidos a torturas hasta que desvelaron a sus captores la información que demandaban. Escribió el jefe del operativo, refiriéndose a Gadea, en un informe remitido a sus superiores: «Decidido a poner en claro aquel asunto, le interrogué nuevamente, logrando, a costa de innumerables esfuerzos, vencer a la resistencia de aquel carácter que, obsesionado, obedecía a una consigna».

    El agente del SIM redactó un prolijo escrito donde podemos leer: «Comprobada la existencia de una organización de Falange en esta plaza, a las 05.30 de la mañana del día 25 de los corrientes, comuniqué telefónicamente con la Posición Salomón, advirtiéndole al mayor que el servicio que se me había encomendado estaba aclarado para empezar a actuar, rogando que se trasladaran rápidamente a esta plaza con el fin de proceder seguidamente y con la mayor urgencia, presentándose a las pocas horas un capitán del SIM acompañado de otros agentes del mismo servicio, a quienes se les entregaron las diligencias empezadas por esta Comandancia Militar y Subcomisaría Por cuyos motivos se han practicado unas cuarenta detenciones de elementos que al parecer estaban comprometidos según declaración del citado G., habiéndolos trasladado a Valencia para seguir la práctica de las citadas diligencias»[26].

    Los detenidos, varias decenas, fueron conducidos a unas dependencias del SIM en el pueblo valenciano de Bétera. Era lo que los nacionales llamaban una «cheka», en referencia al término ruso Chrezvichàinaia Komissia (CHEKA), que era la organización creada en 1917 por Lenin y los bolcheviques para reprimir y eliminar a cuantos se oponían al poder soviético. En la documentación que pudimos consultar en

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