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Crítica de la razón pura
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Libro electrónico392 páginas9 horas

Crítica de la razón pura

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La Crítica de la razón pura (en alemán: Kritik der reinen Vernunft) es la obra principal del filósofo prusiano Immanuel Kant. Tuvo su primera edición en 1781. El propio Kant llegó a corregirla, publicando en 1787 una segunda edición.
En esta obra, Kant intenta la conjunción de racionalismo y empirismo, haciendo una crítica de las dos corrientes filosóficas que se centraban en el objeto como fuente de conocimiento, y así, dando un «giro copernicano» al modo de concebir la filosofía, estudiando el sujeto como la fuente que construye el conocimiento del objeto, a través de la representación que el sujeto, mediante la sensibilidad inherente a su naturaleza toma del objeto.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 may 2019
ISBN9788832952865
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    Crítica de la razón pura - Inmanuel Kant

    transcendentales

    PRÓLOGO

    La razón humana tiene, en una especie de

    sus conocimientos, el destino particular de ver- se acosada por cuestiones que no puede apar- tar, pues le son propuestas por la naturaleza de la razón misma, pero a las que tampoco puede contestar, porque superan las facultades de la razón humana.

    En esta perplejidad cae la razón sin su culpa. Comienza con principios, cuyo uso en el curso de la experiencia es inevitable y que al mismo tiempo se halla suficientemente garantizado por ésta. Con ello elévase (como lo lleva consi- go su naturaleza) siempre más arriba, a condi- ciones más remotas. Pero pronto advierte que de ese modo su tarea ha de permanecer siem- pre inacabada porque las cuestiones nunca ce- san; se ve pues obligada a refugiarse en princi-

    2De la primera edición, en el año 1781. (N. del T.)

    pios que exceden todo posible uso de la expe-

    riencia y que, sin embargo, parecen tan libres de toda sospecha, que incluso la razón humana ordinaria está de acuerdo con ellos. Pero así se precipita en obscuridades y contradicciones; de donde puede colegir que en alguna parte se ocultan recónditos errores, sin poder empero descubrirlos, porque los principios de que usa, como se salen de los límites de toda experien- cia, no reconocen ya piedra de toque alguna en la experiencia. El teatro de estas disputas sin término llámase Metafísica.

    Hubo un tiempo en que esta ciencia era lla- mada la reina de todas las ciencias y, si se toma el deseo por la realidad, ciertamente merecía tan honroso nombre, por la importancia prefe- rente de su objeto. La moda es ahora mostrarle el mayor desprecio y la matrona gime, abando- nada y maltrecha, como Hecuba: modo maxima

    rerum, tot generis natisque potens - nunc trahor

    exul, inops. (Ovidio, Metamorfosis).

    Su dominio empezó siendo despótico, bajo la

    administración de los dogmáticos. Pero como la legislación llevaba aún en sí la traza de la anti- gua barbarie, deshízose poco a poco, por guerra interior, en completa anarquía, y los escépticos, especie de nómadas que repugnan a toda cons- trucción duradera, despedazaron cada vez más la ciudadana unión. Mas eran pocos, por fortu- na, y no pudieron impedir que aquellos dog- máticos trataran de reconstruirla de nuevo, aunque sin concordar en plan alguno. En los tiempos modernos pareció como si todas esas disputas fueran a acabarse; creyóse que la legi- timidad de aquellas pretensiones iba a ser de- cidida por medio de cierta Fisiología del enten- dimiento (del célebre Locke). El origen de aque- lla supuesta reina fue hallado en la plebe de la experiencia ordinaria; su arrogancia hubiera debido por lo tanto, ser sospechosa, con razón. Pero como resultó sin embargo que esa genealo- gía, en realidad, había sido imaginada falsa- mente, siguió la metafísica afirmando sus pre-

    tensiones, por lo que vino todo de nuevo a caer

    en el dogmatismo anticuado y carcomido y, por ende, en el desprestigio de donde se había que- rido sacar a la ciencia. Ahora, después de haber ensayado en vano todos los caminos (según se cree), reina el hastío y un completo indiferentí- simo, madre del Caos y de la Noche en las cien- cias, pero también al mismo tiempo origen, o por lo menos preludio de una próxima trans- formación e iluminación, si las ciencias se han tornado confusas e inútiles por un celo mal aplicado.

    Es inútil en efecto querer fingir indiferencia ante semejantes investigaciones, cuyo objeto no puede ser indiferente a la naturaleza humana. Esos supuestos indiferentistas, en cuanto pien- san algo, caen de nuevo inevitablemente en aquellas afirmaciones metafísicas, por las cua- les ostentaban tanto desprecio, aun cuando piensen ocultarlas trocando el lenguaje de la escuela por el habla popular. Esa indiferencia empero, que se produce en medio de la prospe-

    ridad de todas las ciencias y que ataca precisa-

    mente aquella, a cuyos conocimientos -si pu- diéramos adquirirlos- renunciaríamos menos fácilmente que a ningunos otros, es un fenóme- no que merece atención y reflexión. Es eviden- temente el efecto no de la ligereza, sino del Jui- cio 3 maduro de la época, que no se deja seducir

    3 Óyense de vez en cuando quejas sobre la superfi-

    cialidad del modo de pensar de nuestro tiempo y sobre la decadencia de la ciencia rigurosa. Pero yo no veo que las ciencias cuyo fundamento está bien asentado, como v. g. la matemática, la física, etcéte- ra, merezcan en lo más mínimo este reproche, sino que más bien mantienen la vieja reputación de exac- titud y hasta incluso, en la última, la superan. Y ese mismo espíritu se mostraría también eficaz en las demás especies de conocimiento, si se cuidase ante todo de rectificar sus principios. A falta de esa recti- ficación, la indiferencia, la duda y finalmente la severa crítica son más bien pruebas de un modo de pensar riguroso. Nuestra época es la época de la crítica, a la que todo tiene que someterse. La religión

    por un saber aparente; es una intimación a la

    razón, para que emprenda de nuevo la más difícil de sus tareas, la del propio conocimiento, y establezca un tribunal que la asegure en sus pretensiones legitimas y que en cambio acabe con todas las arrogancias infundadas, y no por medio de afirmaciones arbitrarias, sino según sus eternas e inmutables leyes. Este tribunal no es otro que la Crítica de la razón pura misma.

    Por tal no entiendo una crítica de los libros y de los sistemas, sino de la facultad de la razón en general, respecto de todos los conocimientos a que esta puede aspirar independientemente de toda experiencia; por lo tanto, la crítica resuelve la posibilidad o imposibilidad de una metafísi-

    por su santidad y la legislación por su majestad, quie- ren generalmente sustraerse a ella. Pero entonces suscitan contra sí sospechas justificadas y no pue- den aspirar a un respeto sincero, que la razón sólo concede a quien ha podido sostener libre y público examen.

    ca en general, y determina, no solo las fuentes,

    sino también la extensión y límites de la misma; todo ello, empero, por principios.

    Ese camino, el único que quedaba libre, lo he emprendido yo hoy y me precio de haber con- seguido así apartar todos los errores que hasta ahora habían dividido la razón, oponiéndola a sí misma, cuando actuaba sin basarse en la ex- periencia. Y no es que haya eludido sus cues- tiones, disculpándome con la incapacidad de la razón humana, sino que las he especificado todas por principios y, después de haber des- cubierto el punto de desavenencia de la razón consigo misma, las he resuelto a su entera satis- facción. Cierto que la contestación a esas cues- tiones no ha recaído como pudiera esperarlo el exaltado afán dogmático de saber; pues este afán no podría satisfacerse más que con artes de magia, de que yo no entiendo. Pero tampoco es ese el destino natural de nuestra razón; y el deber de la filosofía era disipar la ilusión naci- da de una mala inteligencia, aunque por ello

    hubiera que aniquilar tan preciada y amada

    ilusión. En este trabajo, ha sido mi designio el hacer una exposición detalladísima y me atrevo a afirmar que no ha de haber un solo problema metafísico que no esté resuelto aquí o al menos de cuya solución no se dé aquí la clave. Y, en realidad, es la razón pura una unidad tan per- fecta, que si su principio fuera insuficiente para solo una de las cuestiones que le son propues- tas por su propia naturaleza, habría desde lue- go que desecharlo, porque entonces no sería adecuado para resolver, con completa seguri- dad, ninguna otra.

    Al decir esto, creo percibir en el rostro del lector una indignación mezclada con desprecio, por pretensiones al parecer tan vanidosas e inmodestas; y sin embargo, son ellas sin com- paración más moderadas que las de cualquier autor del programa más ordinario, que se jacta de demostrar en él quizá la naturaleza simple del alma o la necesidad de un primer comienzo del mundo. Tal autor se compromete en efecto a

    extender el conocimiento humano más allá de

    todos los límites de la experiencia posible, cosa que, lo confieso, supera totalmente a mi facul- tad. En vez de eso, he de ocuparme solo de la razón misma y de su pensar puro, y no he de buscar muy lejos su conocimiento detallado, pues lo encuentro en mí mismo, y ya la lógica ordinaria me da un ejemplo de que todas sus acciones simples pueden enumerarse completa y sistemáticamente; solo que aquí se plantea la cuestión de cuanto puedo esperar alcanzar con ella, si se me quita toda materia y ayuda de la experiencia.

    Esto es lo que tenía que decir sobre la inte- gridad en la consecución de cada uno de los fines y la exposición detallada en la consecución de todos juntos; que no constituyen un propósito arbitrario, sino que la naturaleza del conoci- miento mismo nos los propone como materia de nuestra investigación crítica.

    Hay aún que considerar la certeza y la clari- dad, requisitos que se refieren a la forma, como

    exigencias esenciales que pueden, con razón,

    plantearse al autor que se atreve a acometer una empresa tan espinosa.

    Por lo que toca a la certeza, he fallado sobre mí mismo el juicio siguiente: que en esta clase de consideraciones no es de ningún modo per- mitido opinar y que todo lo que se parezca a una hipótesis, es mercancía prohibida que a ningún precio debe estar a la venta, sino ser confiscada tan pronto como sea descubierta. Pues todo conocimiento que ha de subsistir a priori, se reconoce en que debe ser tenido por absolutamente necesario, y más aún una de- terminación de todos los conocimientos puros a priori, puesto que debe ser el modelo y por tan- to el ejemplo mismo de toda certeza apodíctica (filosófica). Si esto a que me comprometo, lo he llevado a cabo en este punto, quede completa- mente abandonado al juicio del lector, porque al autor solo corresponde dar razones, mas no juzgar del efecto de las mismas sobre sus jue- ces. Pero para que nada pueda inocentemente

    ser causa de que se debiliten esas razones, séale

    permitido al autor advertir él mismo cuáles son los pasajes que pudieran ocasionar alguna des- confianza, aunque sólo se refieren al fin acceso- rio; de este modo quedará de antemano preve- nido el influjo que la más mínima duda del lector en este punto pudiera tener sobre su jui- cio respecto al fin principal.

    No conozco ningunas investigaciones que sean más importantes para desentrañar la fa- cultad que llamamos entendimiento y, al mis- mo tiempo, para determinar las reglas y límites de su uso, que las que, en el segundo capítulo de la Analítica transcendental, he puesto bajo el título de Deducción de los conceptos puros del en- tendimiento; también me han costado más traba- jo que ningunas otras, aunque no en balde, se- gún creo. Ese estudio, dispuesto con alguna profundidad, tiene empero dos partes. Una se refiere a los objetos del entendimiento puro y debe exponer y hacer concebible la validez ob- jetiva de sus conceptos a priori, por eso justa-

    mente es esencial para mis fines. La otra va

    enderezada a considerar el entendimiento puro mismo, según su posibilidad y las facultades cognoscitivas en que descansa, por lo tanto en sentido subjetivo; y aunque este desarrollo es de gran importancia para mi fin principal, no pertenece, sin embargo, esencialmente a él; porque la cuestión principal sigue siendo: ¿qué y cuánto pueden conocer el entendimiento y la razón, independientemente de toda experien- cia? y no es: ¿cómo es posible la facultad de pen- sar misma? Como esto último es, por decirlo así, buscar la causa de un efecto dado y, en este sentido, tiene algo parecido a una hipótesis (aunque no es así en realidad, como lo demos- traré en otra ocasión) parece como si este fuera el caso en que me tomo la libertad de opinar y en que el lector tiene que ser libre también de opinar de modo distinto. Considerando esto, debo prevenir al lector y recordarle que en el caso de que mi deducción subjetiva no llevase a su ánimo toda la convicción que espero, la obje-

    tiva sin embargo, que es la que aquí me impor-

    ta principalmente, recibe todo su fuerza, para lo cual en todo caso puede ser bastante lo dicho en las páginas 235 a 241.

    Finalmente, por lo que toca a la claridad, tie- ne el lector derecho a exigir primero la claridad discursiva (lógica) por conceptos, pero luego tam- bién una claridad intuitiva (estética) por intuicio- nes, esto es, por ejemplos u otras aclaraciones in concreto. De la primera me he cuidado suficien- temente. Ello concernía a la esencia de mi pro- pósito. Pero también ha sido la causa accidental de que no haya podido satisfacer a la segunda exigencia, que es justa aunque no tan estrecha como la primera. En el curso de mi trabajo he estado casi siempre indeciso sobre lo que en esto debía de hacer. Los ejemplos y aclaracio- nes parecíanme siempre necesarios y acudían por tanto realmente, en el primer bosquejo, colocándose en sus lugares adecuados. Vi em- pero bien pronto la magnitud de mi problema y la multitud de objetos que habrían de ocupar-

    me, y como me apercibí de que estos solos, en

    discurso seco y meramente escolástico, iban ya a hacer la obra bastante extensa, parecióme im- procedente engrosarla más aún con ejemplos y aclaraciones que sólo con una intención de po- pularidad son necesarios; tanto más cuanto que este trabajo no podía en modo alguno acomo- darse al uso popular y los que propiamente son conocedores de las ciencias no necesitan tanto de ese aligeramiento, que aunque siempre agradable, podía resultar aquí incluso algo con- trario al fin. El abate Terrasson dice, en verdad, que si se mide la magnitud de un libro no por el número de páginas, sino por el tiempo que se necesita para comprenderlo, podría decirse de más de un libro que sería mucho más corto si no fuera tan corto. Pero, por otra parte, cuando se endereza la intención de un autor a hacer com- prensible un todo de conocimientos especulati- vos, extenso y sin embargo conexo según un principio, puede decirse con igual razón: más de

    un libro hubiera sido mucho más claro si no hubiera

    querido ser tan enteramente claro. Pues los auxi-

    lios para aclarar un punto, si bien son útiles en las partes, distraen empero a menudo del todo, no dejando al lector alcanzar pronto una visión de conjunto; con sus claros colores encubren, por decirlo así, y hacen invisible la articulación o armazón del sistema, que es lo más importan- te para poder juzgar de la unidad y solidez del mismo.

    En mi opinión, puede servir al lector de no pequeño atractivo, unir su esfuerzo con el del autor, si tiene el propósito de llevar a cabo una obra grande e importante, completa y sin em- bargo duradera, según el bosquejo propuesto. Ahora bien, la metafísica, según los conceptos que de ella damos aquí, es la única de todas las ciencias que puede aspirar a una perfección semejante en poco tiempo y con poco trabajo, pero uniendo los esfuerzos de tal modo que no le quede a la posteridad más que arreglarlo todo por modo didáctico, según sus propósitos, sin poder por eso aumentar en lo más mínimo

    el contenido. Pues no es otra cosa que el inven-

    tario, sistemáticamente ordenado, de todo lo que poseemos por razón pura. Nada puede aquí pasarnos desapercibido, porque lo que la razón extrae enteramente por sí misma, no puede esconderse, sino que por la razón misma es traído a la luz, tan pronto como se ha descu- bierto el principio común de todo ello. La per- fecta unidad de esa especie de conocimientos, obtenida por simples conceptos puros, sin que nada de experiencia, ni aún siquiera una intui- ción particular -que hubiera de conducir a expe- riencia determinada- pueda tener en ella in- fluencia alguna para ampliarla y aumentarla, hace que esa incondicionada integridad no solo sea factible, sino también necesaria. Tecum habi-

    ta et noris, quam sit tibi curta supellex (Persio).

    Semejante sistema de la razón pura (especu- lativa) espero publicar yo mismo con el título de: Metafísica de la Naturaleza. La cual, aun cuando no tenga ni siquiera la mitad de la ex- tensión, habrá de poseer sin embargo un conte-

    nido incomparablemente más rico que esta crí-

    tica, que ha tenido que exponer primero las fuentes y condiciones de su posibilidad y ha necesitado limpiar y aplanar un suelo mal pre- parado. Aquí espero de mi lector la paciencia e imparcialidad de un juez; allí en cambio la con- descendencia y ayuda de un colaborador; pues por muy completamente que se expongan en la crítica todos los principios para el sistema, per- tenece empero al pormenor del sistema mismo el que no falte ninguno de los conceptos deduci- dos; estos no se pueden traer a priori a compro- bación, sino que han de ser buscados poco a poco. Además como allí (en la crítica) se agota toda la síntesis de los conceptos, se exigirá aquí (en el sistema) además que ocurra lo mismo en lo que se refiere al análisis, todo lo cual es fácil y más bien entretenimiento que trabajo.

    Quédame aún que decir algo referente a la impresión. Como se retrasó un tanto el comien- zo de ella, no pude recibir para revisarlos, más que la mitad de los pliegos, en donde encuentro

    algunas erratas, que no perturban el sentido,

    excepto la que se encuentra en la página 379, línea 4 por abajo4, en donde debe leerse específi- co en lugar de escéptico. La Antinomia de la ra- zón pura, de la página 425 a la 4615 está distri- buida a modo de tabla poniendo a la izquierda lo que pertenece a la tesis, y a la derecha lo que pertenece a la antítesis; lo arreglé así para que tesis y antítesis puedan compararse una con

    otra con mayor facilidad.6

    4 Los números de la página y de la línea se refieren

    naturalmente a la primera edición alemana y no a la presente castellana. La errata se corrigió después en

    todas las ediciones posteriores. (N. del T.)

    5 Los números de las páginas se refieren a la primera edición alemana.

    6 Hemos conservado la misma disposición en la

    traducción castellana. (N. del T.)

    PRÓLOGO DE LA SEGUNDA EDICIÓN, EN EL AÑO DE 1787

    Si la elaboración de los conocimientos que per- tenecen a la obra de la razón, lleva o no la mar- cha segura de una ciencia, es cosa que puede pronto juzgarse por el éxito. Cuando tras de numerosos preparativos y arreglos, la razón tropieza, en el momento mismo de llegar a su fin; o cuando para alcanzar éste, tiene que vol- ver atrás una y otra vez y emprender un nuevo camino; así mismo, cuando no es posible poner de acuerdo a los diferentes colaboradores sobre la manera cómo se ha de perseguir el propósito común; entonces puede tenerse siempre la con- vicción de que un estudio semejante está muy lejos de haber emprendido la marcha segura de una ciencia y de que, por el contrario, es más bien un mero tanteo. Y es ya un mérito de la razón el descubrir, en lo posible, ese camino,

    aunque haya que renunciar, por vano, a mucho

    de lo que estaba contenido en el fin que se había tomado antes sin reflexión.

    Que la lógica ha llevado ya esa marcha segu- ra desde los tiempos más remotos, puede cole- girse, por el hecho de que, desde Aristóteles, no ha tenido que dar un paso atrás, a no ser que se cuenten como correcciones la supresión de al- gunas sutilezas inútiles o la determinación más clara de lo expuesto, cosa empero que pertene- ce más a la elegancia que a la certeza de la cien- cia. Notable es también en ella el que tampoco hasta ahora hoy ha podido dar un paso adelan- te. Así pues, según toda apariencia, hállase conclusa y perfecta. Pues si algunos modernos han pensado ampliarla introduciendo capítu- los, ya psicológicos sobre las distintas facultades de conocimiento (la imaginación, el ingenio), ya metafísicos sobre el origen del conocimiento o la especie diversa de certeza según la diversidad de los objetos (el idealismo, escepticismo, etc...), ya antropológicos sobre los prejuicios (sus causas

    y sus remedios), ello proviene de que descono-

    cen la naturaleza peculiar de esa ciencia. No es aumentar sino desconcertar las ciencias, el con- fundir los límites de unas y otras. El límite de la lógica empero queda determinado con entera exactitud, cuando se dice que es una ciencia que no expone al detalle y demuestra estricta- mente más que las reglas formales de todo pen- sar (sea este a priori o empírico, tenga el origen o el objeto que quiera, encuentre en nuestro ánimo obstáculos contingentes o naturales).

    Si la lógica ha tenido tan buen éxito, debe esta ventaja sólo a su carácter limitado, que la autoriza y hasta la obliga a hacer abstracción de todos los objetos del conocimiento y su diferen- cia. En ella, por tanto, el entendimiento no tiene que habérselas más que consigo mismo y su forma. Mucho más difícil tenía que ser, natu- ralmente, para la razón, el emprender el cami- no seguro de la ciencia, habiendo de ocuparse no sólo de sí misma sino de objetos. Por eso la lógica, como propedéutica, constituye solo por

    decirlo así el vestíbulo de las ciencias y cuando

    se habla de conocimientos, se supone cierta- mente una lógica para el juicio de los mismos, pero su adquisición ha de buscarse en las pro- pias y objetivamente llamadas ciencias.

    Ahora bien, por cuanto en estas ha de haber razón, es preciso que en ellas algo sea conocido a priori, y su conocimiento puede referirse al objeto de dos maneras: o bien para determinar simplemente el objeto y su concepto (que tiene que ser dado por otra parte) o también para hacerlo real. El primero es conocimiento teórico, el segundo conocimiento práctico de la razón. La parte pura de ambos, contenga mucho o con- tenga poco, es decir, la parte en donde la razón determina su objeto completamente a priori, tiene que ser primero expuesta sola, sin mez- clarle lo que procede de otras fuentes; pues administra mal quien gasta ciegamente los in- gresos, sin poder distinguir luego, en los apu- ros, qué parte de los ingresos puede soportar el gasto y qué otra parte hay que librar de él.

    La matemática y la física son los dos conoci-

    mientos teóricos de la razón que deben deter- minar sus objetos a priori; la primera con entera pureza, la segunda con pureza al menos par- cial, pero entonces según la medida de otras fuentes cognoscitivas que las de la razón.

    La matemática ha marchado por el camino seguro de una ciencia, desde los tiempos más remotos que alcanza la historia de la razón humana, en el admirable pueblo griego. Mas no hay que pensar que le haya sido tan fácil como a la lógica, en donde la razón no tiene que habérselas más que consigo misma, encontrar o mejor dicho abrirse ese camino real; más bien creo que ha permanecido durante largo tiempo en meros tanteos (sobre todo entre los egipcios) y que ese cambio es de atribuir a una revolución, que la feliz ocurrencia de un sólo hombre llevó a cabo, en un ensayo, a partir del cual, el carril que había de tornarse ya no podía fallar y la marcha segura de una ciencia quedaba para todo tiempo y en infinita lejanía, emprendida y

    señalada. La historia de esa revolución del pen-

    samiento, mucho más importante que el descu- brimiento del camino para doblar el célebre cabo, y la del afortunado que la llevó a bien, no nos ha sido conservada. Sin embargo, la leyen- da que nos trasmite Diógenes Laercio, quien nombra al supuesto descubridor de los elemen- tos mínimos de las demostraciones geométri- cas, elementos que, según el juicio común, no necesitan siquiera de prueba, demuestra que el recuerdo del cambio efectuado por el primer descubrimiento de este nuevo camino, debió parecer extraordinariamente importante a los matemáticos y por eso se hizo inolvidable. El primero que demostró el triángulo isósceles (háyase llamado Thales o como se quiera), per- cibió una luz nueva; pues encontró que no tenía que inquirir lo que veía en la figura o aún en el mero concepto de ella y por decirlo así apren- der de ella sus propiedades, sino que tenía que producirla, por medio de lo que, según concep- tos, él mismo había pensado y expuesto en ella

    a priori (por construcción), y que para saber

    seguramente algo a priori, no debía atribuir nada a la cosa, a no ser lo que se sigue necesa- riamente de aquello que él mismo, conforme-

    mente a su concepto, hubiese puesto en ella.

    La física tardó mucho más tiempo en encon- trar el camino de la ciencia; pues no hace más que siglo y medio que la propuesta del judicio- so Bacon de Verulam ocasionó en parte -o quizá más bien dio vida, pues ya se andaba tras él- el descubrimiento, que puede igualmente expli- carse por una rápida revolución antecedente en el pensamiento. Voy a ocuparme aquí de la física sólo en cuanto se funda sobre principios

    empíricos.

    Cuando Galileo hizo rodar por el plano incli- nado las bolas cuyo peso había él mismo de- terminado; cuando Torricelli hizo soportar al aire un peso que de antemano había pensado igual al de una determinada columna de agua; cuando más tarde Stahl transformó metales en cal y ésta a su vez en metal, sustrayéndoles y

    devolviéndoles algo,7 entonces percibieron to-

    dos los físicos una luz nueva. Comprendieron que la razón no conoce más que lo que ella misma produce según su bosquejo; que debe adelantarse con principios de sus juicios, según leyes constantes, y obligar a la naturaleza a contestar a sus preguntas, no empero dejarse conducir como con andadores; pues de otro modo, las observaciones contingentes, los hechos sin ningún plan bosquejado de antema- no, no pueden venir a conexión en una ley ne- cesaria, que es sin embargo lo que la razón bus- ca y necesita. La razón debe acudir a la natura- leza llevando en una mano sus principios, se- gún los cuales tan sólo los fenómenos concor- dantes pueden tener el valor de leyes, y en la otra el experimento, pensado según aquellos principios; así conseguirá ser instruida por la

    7 No sigo aquí exactamente los hilos de la historia

    del método experimental, cuyos primeros comien- zos no son bien conocidos.

    naturaleza, mas no en calidad de discípulo que

    escucha todo lo que el maestro quiere, sino en la de juez autorizado, que obliga a los testigos a contestar a las preguntas que les hace. Y así la misma física debe tan provechosa revolución de su pensamiento, a la ocurrencia de buscar (no imaginar) en la naturaleza, conformemente a lo que la razón misma ha puesto en ella, lo que ha de aprender de ella y de lo cual por si misma no sabría nada. Solo así ha logrado la física entrar en el camino seguro de una ciencia, cuando durante tantos siglos no había sido más que un mero tanteo.

    La metafísica, conocimiento especulativo de la razón, enteramente aislado, que se alza por encima de las enseñanzas de la experiencia, mediante meros conceptos (no como la mate- mática mediante aplicación de los mismos a la intuición), y en donde por tanto la razón debe ser su propio discípulo, no ha tenido hasta aho- ra la fortuna de emprender la marcha segura de una ciencia; a pesar de ser más vieja que todas

    las demás y a pesar de que subsistiría aunque

    todas las demás tuvieran que desaparecer ente- ramente, sumidas en el abismo de una barbarie destructora. Pues en ella tropieza la razón con- tinuamente, incluso cuando quiere conocer a priori (según pretende) aquellas leyes que la experiencia más ordinaria confirma. En ella hay que deshacer mil veces el camino, porque se encuentra que no conduce a donde se quiere; y en lo que se refiere a la unanimidad de sus par- tidarios, tan lejos está aún de ella, que más bien es un terreno que parece propiamente destina- do a que ellos ejerciten sus fuerzas en un tor- neo, en donde ningún campeón ha podido nunca hacer la más mínima conquista y fundar sobre su victoria una duradera posesión. No hay pues duda alguna de que su método, hasta aquí, ha sido un mero tanteo y, lo que es peor, un tanteo entre meros conceptos.

    Ahora bien ¿a qué obedece que no se haya podido aún encontrar aquí un camino seguro de la ciencia? ¿Es acaso imposible? Mas ¿por

    qué la naturaleza ha introducido en nuestra

    razón la incansable tendencia a buscarlo como uno de sus más importantes asuntos? Y aún más ¡cuán poco motivo tenemos para confiar en nuestra razón, si, en una de las partes más im- portantes de nuestro anhelo de saber, no sólo nos abandona, sino que nos entretiene con ilu- siones, para acabar engañándonos! O bien, si solo es que hasta ahora se ha fallado la buena vía, ¿qué señales nos permiten esperar que en una nueva investigación seremos más felices

    que lo han sido otros antes?

    Yo debiera creer que los ejemplos de la ma- temática y de la física, ciencias que, por una revolución llevada a cabo de una vez, han lle- gado a ser lo que ahora son, serían bastante notables para hacernos reflexionar sobre la par- te esencial de la transformación del pensamien- to que ha sido para ellas tan provechosa y se

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