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Hace siete siglos, cuando se fundó la ciudad más portentosa de la antigüedad en el continente americano, solamente equiparable con su par andino del Tawantinsuyu, los eruditos ancestrales que trazaron la urbe insular de la gran Tenochtitlán señalaron como eje de simetría una línea imaginaria trazada desde el cerro Tepetzinco, en aquel entonces sobre las aguas del majestuoso Lago de Texcoco, a una colina distante 18 km al oeste conocida como cerro Otoncapulco en los altos de Naucalpan. Las soberbias calzadas que daban sentido geométrico a la metrópoli fueron el testimonio de ese ordenamiento. Fue así como el extinto Lago de Texcoco con su islote Tepetzinco en la cosmovisión de antaño configuró el punto geodésico por excelencia, desde el cual se hacía conmensurable el espacio y el tiempo. La civilización precolombina asimilaba el orden de la naturaleza desde el entorno lacustre y la orográfica volcánica de la cuenca.
El 8 de noviembre de 1519, aceptados por Moctezuma, Hernán Cortés y su contingente entraron a Tenochtitlán por la calzada de Iztapalapa y se maravillaron por su magnífica traza urbana. Cortés, en su , describe la ciudad según la tradición europea, su relato es el primer occidental en América: