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Si bien es cierto que a lo largo de la historia, y principalmente durante la Edad Media y la era moderna, muchos reyes fueron derrocados o eliminados y la persona del monarca fue objeto de conspiraciones y asesinatos –regicidios–, casi siempre fue para investir a otro en su lugar; en dicho caso, si el nuevo ungido no era legítimo a ojos de la divinidad, ya se encargarían de ello, prestos, sus consejeros y cronistas. Hubo excepciones, claro, como el caso de la Revolución Inglesa, donde tras ser juzgado y ejecutado el monarca Carlos I, la monarquía fue sustituida por una República (sin embargo, Oliver Cromwell, su líder, se arrogó poderes dignos de un rey, y no tardaría en ser eliminado y sustituido por el hijo del monarca asesinado, Carlos II).
Pero hasta el momento en el que fue cuestionada la figura del soberano como limitación a las libertades individuales, este gozó por tanto de unos privilegios y poderes de tal envergadura que solo pueden ser entendidos a través de esa legitimación otorgada por la voluntad divina, aquella que hoy en día nos cuesta tanto comprender a unas personas que vemos aquellos tiempos pretéritos con los ojos del hombre contemporáneo, excesivamente racionalista y descreído, generalmente sin tener en cuenta los esquemas mentales de aquella lejana época.
Es, por tanto, difícil comprender la noción de «realeza sagrada» desde nuestra concepción actual del mundo, pero esta visión fue crucial en otros tiempos e influyó de manera significativa en el desarrollo de la sociedad y en el devenir de los acontecimientos históricos.
EL REY DIVINO
Desde la Antigüedad los reyes han gobernado –mejor o peor–con los ojos puestos en la ley divina de una u otra religión, y con la ayuda, o al menos eso pensaba firmemente la gran mayoría, incluido el susodicho, de la providencia, lo que en muchas ocasiones, sin duda, fue la excusa perfecta, mal que nos pese, para que estos personajes cometieran todo tipo de arbitrariedades, injusticias (Olañeta, 1998), resume con estas certeras palabras: «Los que desempeñan las funciones más elevadas, incluso las más santas, no siempre son los mejores».