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Luchas por el poder, conjuras y una mala administración de un gigantesco imperio convirtieron la corte española en un lugar complejo, lleno de intereses creados y en el que la magia y la superstición, confundidas con la religiosidad cristiana, cobraron una inusitada fuerza, hasta incluso decidir los designios de la Corona.
Desde su infancia, Carlos, el último hijo varón de Felipe IV, del que las malas lenguas decían que había sido fruto «de su última cópula», fue un niño enfermizo y maltrecho, con graves problemas físicos y probablemente mentales, fruto de siglos de política endogámica, hasta el punto de que pensaban que no superaría la infancia. Contra todo pronóstico lo hizo, y dedicó todas sus fuerzas al ansiado sueño de engendrar un hijo varón que diese continuidad a una dinastía elegida por Dios –creían– para gobernar.
A pesar de los numerosos brebajes que le administraron todo tipo de médicos –y charlatanes–, galenos e incluso financiar a alquimistas para que encontrasen un elixir vitae con el que recuperar su delicada salud –ver recuadro–, y a las muchas reliquias de las que se rodeó durante toda su vida, el monarca mostraba signos cada vez mayores de debilidad.
Nada más cumplir la mayoría de edad, y ante la extraña actitud de la que hacía gala, su confesor, fray Tomás Carbonell, preguntó al monarca si este se encontraba hechizado, a lo que el rey respondió, según señala el duque de Maura, que lo desconocía. Por aquel entonces planeó por la mente del religioso la idea de someterlo a una sesión de exorcismos, aunque poco después se desechó la idea y el asunto quedó en el olvido. Los rumores de un posible encantamiento despertaron por segunda vez cuando Carlos, tras