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E l carácter sobrenatural y sacerdotal del rey en las culturas primitivas, creencia que se mantendrá hasta tiempos relativamente recientes incluso en Occidente, asociado a lo divino, fruto de sus «poderes» sobre la naturaleza y el buen desarrollo de la sociedad, llevó a sus súbditos a adoptar, en último extremo, el regicidio –asesinato del rey–como única salida a las desgracias y adversidades que surgieran en la comunidad que dirigía.
Ya que esos supuestos poderes supranaturales del monarca le convertían en «hacedor de lluvias», y era a su vez este quien regulaba el buen desarrollo de las cosechas y, en última instancia, el mismo orden social, es lógico que sus súbditos optaran por asesinarlo cuando las cosas no marchaban bien, achacando el infortunio a su mala salud, su envejecimiento o a sus pecados y faltas.
Cuando el pueblo estaba firmemente convencido de que el jefe o el rey tenía en su mano conseguir la lluvia o el sol y que los frutos de la tierra medrasen, era natural que se atribuyese «la sequía y el hambre a su negligencia culpable o a su obstinada mala voluntad, castigándole en consecuencia», en