Todas las demás ciudades de Alemania habían sido bombardeadas y ferozmente destruidas. Dresde no había sufrido más daños que la rotura de algún cristal. Las sirenas funcionaban a diario, la gente acudía a los refugios subterráneos, donde escuchaban la radio. Pero los aviones siempre se dirigían a otro lugar, Leipzig, Chemnitz, Plauen o ciudades semejantes. Así era. Por Dresde aún silbaban alegremente las sirenas de vapor, y los tranvías transitaban por las calles. Cuando los teléfonos sonaban, se contestaba en seguida. Y cuando alguien hacía funcionar un interruptor las luces se apagaban o se encendían. Había varios restaurantes y hasta un zoo. Las principales industrias de la ciudad eran laboratorios farmacéuticos, marcas alimenticias y manufacturadoras de tabaco. Y, al finalizar cada jornada, la gente regresaba del trabajo, para descansar tranquilamente durante la noche». (Kurt Vonnegut, Matadero cinco).
Aquella vez sería diferente. El 13 de febrero de 1945, martes de Carnaval, a las 21.51 de una noche clara y fría, empezaron a sonar las sirenas. Los 800 000 habitantes de Dresde, a los que ya se habían sumado 200 000 refugiados que huían del Ejército Rojo —mujeres, ancianos y niños casi todos—, bajaron ordenadamente a sus sótanos o