En 1706 hubo una revolución en las bellas artes. Plasmar en pintura cielos, mantos de la Virgen, océanos o cualquier otro motivo que demandase azul había salido muy caro hasta entonces. Había que recurrir al pigmento de lapizlásuli, que era una piedra semipreciosa, algo así como rallar ópalos o amatistas, para obtener un buen ultramar. El cobalto, el índigo o la púrpura con que crear otras variedades de esa gama no costaban mucho menos.
Sin embargo, en la fecha apuntada, a un fabricante de tintes suizo le apareció por sorpresa, en su taller de Berlín, un azul profundo y brillante, un color magnífico, cuando quiso hacer el típico rojo a partir de cochinillas. Ocurrió que la potasa que estaba mezclando con los insectos machacados contenía sangre. Ese componente imprevisto, del que Johann Jacob Diesbach solo se percató más tarde, fue un error con suerte. El tintorero helvético no consiguió el rojo que