CUANDO EN 1913 Pierre de Coubertin dio parte del que se convertiría en el símbolo del Congreso Olímpico de París en 1914, una docena de países fueron reducidos a su mínima expresión: cinco aros de colores que representaban para el fundador de los Juegos Olímpicos modernos «un emblema verdaderamente internacional». Sólo París, capital del país que vio nacer los derechos humanos, podía ser la cuna de aquella voluntad conciliadora, que reflejaba con anillos entrelazados –como en un matrimonio– la posibilidad de crear un mundo mejor.
Desde hace siglos, el deporte ha mostrado una capacidad incandescente de aglutinar a las almas más dispares en valores como el juego limpio, la superación de sí mismo o el? «Inventé esas prendas para mí, no porque otras mujeres hicieran deporte, sino porque yo lo hacía», dijo. Otro icono de los locos años 20, Elsa Schiaparelli, reinterpretó la falda pantalón, creada años antes por Paul Poiret, para que la tenista española Lilí Álvarez pudiera liberar sus movimientos en las pistas. Un atuendo que le valió las críticas de la puritana sociedad inglesa, que reprochó a la competidora el utilizar una prenda tan masculina.