Hace unos 20.000 años apareció la imagen de la diosa sobre un amplio territorio del continente europeo: desde España y los Pirineos hasta Siberia. Redondas figuras de pechos caídos, amplio vientre y grandes caderas, imágenes maternales que serían conocidas como «venus paleolíticas» y que anunciaban el nacimiento y hablaban de una Diosa Madre en contacto permanente con la naturaleza, esa misma naturaleza que hoy parece una entidad extraña para el hombre moderno, casi exótica, que nada tiene que ver con aquellos que viven, vivimos, en las gigantescas ciudades, con todo lo que ello conlleva, desvirtuando la verdadera sincronización que desde miles de años atrás nos une a ambos.
Se han descubierto más de 130 de estas esculturas de diosas, apoyadas sobre rocas y sobre la tierra, entre los huesos y las herramientas de los pueblos del Paleolítico, halladas en las cuevas (trasunto del útero materno). Muchas de estas estatuillas fueron salpicadas de ocre rojo (el color de la sangre que proporciona la vida) y estaban fabricadas con materiales diversos: hueso, asta, piedra, terracota, marfil, madera e incluso barro; su descubrimiento ha ayudado a empezar a comprender el insondable secreto que supuso durante miles de años el pasado más remoto del hombre –ver recuadro–. Los antropólogos suponen que la religión de la Diosa hunde sus raíces en el Paleolítico Superior, principalmente en la Europa occidental, y que emergió en Oriente próximo en el Neolítico Posterior. Puesto que no existen