Tras tratar de acomodarse lo mejor posible y ganar un centímetro y medio de apoyabrazos en la guerra silenciosa con el desconocido compañero de asiento en la cabina de un avión, la pregunta de siempre, el lugar común de los vuelos transatlánticos o de larga distancia, cae de algún lado como una bomba: “¿Pollo o pasta?”.
Se trata del inicio protocolar de una ceremonia exótica, plenamente moderna, de aquellas que dentro de 500 o mil años algún antropólogo curioso y empedernido estudiará con fascinación: el ritual de cenar a diez mil metros de altura, incómodamente sentados que, en cada oportunidad, cualquiera sea la compañía aérea, concluye con una decepción. En especialde los motores y casi sin poder mover los brazos. Allí, nuestra percepción de lo salado y lo dulce disminuye, nuestras papilas gustativas reducen su sensibilidad y nuestro olfato se altera.