Marmórea, blanca e impoluta se nos presenta la antigua ciudad de Roma si nos acercamos a ella a través de los cómics de Astérix, de películas como Espartaco o Cleopatra o de otros fenómenos culturales más recientes, como el videojuego Rome: Total War. Pero lo cierto es que ese dibujo de la urbe, que había empezado su viaje por la historia siendo apenas un puñado de chozas mal puestas, es una ficción. Roma no mejoró demasiado ni su trazado ni su estética en los siglos en los que pasó de poblado de guerreros a capital de una república con aspiraciones imperiales. Más bien al contrario, Roma devino una ciudad oscura, de apretados edificios compitiendo por el espacio, insalubre y con una gama cromática muy alejada de las níveas y pulidas superficies con las que habitualmente la identifica el común de los mortales.
Sin embargo, transformar Roma en una urbe casi divina, brillante gracias al blanco mármol de sus edificios, no era una idea ajena a la mente de los romanos republicanos. De hecho, gentes como Cicerón ya plantearon la necesidad de un lavado de cara de la ciudad, mármol mediante, y Julio César llegaría a establecer las bases para poner aquel proyecto renovador en marcha, aunque, como tantos otros planes del popular romano, quedó en nada cuando fue acuchillado.
Tras aquel magnicidio que lo cambió todo, el mármol a granel iba a llegar a Roma de manos del heredero de César, Augusto. Sería él quien acabara jactándose al final de sus días de “haber encontrado una ciudad de ladrillo y haberla transformado en una urbe de mármol”, tal