La política ha sido una de mis asignaturas pendientes durante muchos años. Tuve que aparcar mi implicación en política porque mis ocupaciones laborales, familiares y sociales me lo impedían. Y menos mal, porque entonces no veía otra forma de hacerlo que militar en un partido. Había estado durante unos años en agrupaciones de barrio y municipales que llaman «de participación ciudadana», pero comprobé que estaban teledirigidas y tuteladas por militantes de partidos que apenas dejan poca cosa para decidir: el nombre de una calle o el de un centro social, una pequeña parte del presupuesto municipal… Así que abandoné ese camino.
En 2016, a raíz. Quería comprender por qué se dividían las familias, por qué amigos de toda la vida se volvían irreconciliables, por qué miembros de una misma asociación religiosa no podían hablar de ciertos temas… Necesitaba alguna explicación y empecé a formarme más seriamente. He leído mucho, escuchado conferencias, participado en iniciativas, hablado con unos y otros en tertulias de amigos, en las redes sociales. En Twiter llegué a tener más de 40.000 twits con preguntas, aclaraciones, denuncias de cosas que me parecen injustas. Ingenuamente pensaba que uno puede influir en el pensamiento haciendo eco a algunos políticos, o apoyando iniciativas que me parecían adecuadas. Siempre he tratado de salvar a la persona, pensando que los errores se deben más a desconocimiento que a mala voluntad.