En lo alto del andamio, Miguel Ángel trabajaba sin descanso en las decoraciones de la Capilla Sixtina. Había estado allí meses, pintando los frescos de su bóveda, un encargo que había aceptado a regañadientes. Ante todo se consideraba un escultor, no congeniaba bien con los pinceles, pero no todos los días el papa te hace llamar a Roma para un encargo de tal envergadura.
A sus pies, mirando intensamente, se encontraba el pontífice: Julio II, un papa poco convencional, de carácter fuerte, que chocaba mucho con el conocido genio del artista.
Llevaba desde 1503 luciendo la tiara papal y, pese a sus más de 60 años, era la encarnación perfecta del papa rey. Más allá de los asuntos de fe, Julio II ponía todo su empeño en la expansión del poder papal. No dudaba en encabezar su ejército, conquistar territorios y tejer alianzas, por algo ha pasado a la historia como el «papa guerrero». Pero su máxima aportación, sin lugar a duda, fue la reconstrucción y mecenazgo en su querida Roma. Esta última era la que había traído a Miguel Ángel hasta lo alto de ese andamio, para acabar pintando los frescos de una de las obras más relevantes de toda la historia del arte.
Ambos, artista y pontífice, trabajaban por su propia gloria. Julio II era un hombre autoritario e impaciente, que exigía resultados rápidos y perfectos. Miguel Ángel, sin embargo, era un hombre solitario y perfeccionista, que trabajaba sin descanso hasta plasmar la obra maestra que tenía en mente. Su orgullo y amor a su arte le impedían ceder a las exigencias del papa sin rechistar, lo que produjo entre ambos numerosas discusiones y tensiones. Así